Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan
Volvieron a verse cuando Setrakian se enfrentó al «foso en llamas», y el médico supervisó la masacre con los mismos ojos azules y fríos. No reconoció a Setrakian: eran demasiados rostros, todos ellos indistinguibles para él. Además, el médico estaba ocupado en sus «experimentos», y un asistente cronometraba el intervalo entre el momento en que el disparo entraba por la parte posterior de la cabeza y el temblor agónico y final de la víctima.
Los conocimientos de Setrakian sobre el folclore y la historia oculta de los vampiros se habían sumado a sus pesquisas en los archivos de los campos de concentración nazis hasta dar con el paradero del antiguo texto conocido como
Occido lumen
.
S
etrakian le dio a Blaak un margen prudencial de movimiento, siguiéndolo a tres pasos de distancia, justo fuera del alcance de su aguijón. Dreverhaven caminaba con su bastón, despreocupado al parecer por la vulnerabilidad que suponía tener a un extraño a sus espaldas. Tal vez se había habituado a depositar su confianza en los transeúntes que merodeaban por De Wallen durante la noche, confiando en que su presencia desalentaría cualquier posible ataque. O tal vez quería dar simplemente una impresión de inocencia.
En otras palabras, quizá el gato estaba actuando como un ratón.
Dreverhaven giró la llave en la cerradura de la puerta flanqueada por dos pequeñas ventanas con luces rojas, y Setrakian lo siguió por la alfombra igualmente roja de las escaleras. El nazi
ocupaba los dos últimos pisos, lujosamente decorados, aunque no vivía allí. La potencia de las
bombillas
era mínima, y las lámparas inclinadas brillaban débilmente en las mullidas alfombras. Las ventanas de la fachada daban hacia el este, y no tenían cortinas gruesas. No había ventanas traseras, y tras evaluar el tamaño de las habitaciones, Setrakian concluyó que eran estrechas. Recordó que ya había albergado la misma sospecha cuando estuvo en la casa de Dreverhaven en Treblinka, sospecha alimentada por los rumores del campo de concentración en torno a una sala de cirugía oculta.
Dreverhaven apoyó su bastón en una mesa iluminada. Setrakian reconoció en la bandeja de porcelana los documentos que le había entregado al intermediario: registros de origen sumamente costosos que establecían un vínculo plausible con la subasta de Marsella de 1911, todos ellos fraudulentos.
Dreverhaven se quitó el sombrero y lo dejó sobre una mesa.
—¿Le gustaría tomar un aperitivo? —preguntó sin darse la
vuelta.
—Lamentablemente no —respondió Setrakian, abriendo las dos hebillas de su maletín, y dejando cerrado el broche superior—. Los viajes me trastornan el sistema digestivo.
—Ah, eso... El mío es a prueba de todo.
—Por favor, no deje de hacerlo aunque no lo acompañe.
Dreverhaven se giró, lentamente, en la penumbra.
—No podría, monsieur Pirk. Nunca acostumbro beber solo.
En lugar de un
strigoi
envejecido por el tiempo —tal como esperaba Setrakian—, se sorprendió —aunque se esforzó en ocultarlo— al ver que Dreverhaven tenía exactamente el mismo aspecto de unas décadas atrás. Los mismos ojos gélidos, el cabello negro y abundante sobre el cuello. Setrakian sintió una punzada de angustia, pero tenía pocas razones para temer: Dreverhaven no lo había reconocido en el «foso», y seguramente no lo reconocería ahora, más de un cuarto de siglo después.
—Bueno —dijo Dreverhaven—, consumemos entonces nuestra feliz transacción.
La mayor prueba de firmeza para Setrakian consistió en disimular su asombro ante el discurso del vampiro. O, más exactamente, su juego al hablar. El vampiro se comunicaba en la forma telepática de costumbre, «hablándole» directamente a la mente de Setrakian, pero había aprendido a manipular sus labios inútiles esbozando una pantomima del habla. Setrakian entendió en aquel instante cómo se movía «Jan-Piet Blaak» de noche por Ámsterdam sin temor a ser descubierto.
Setrakian examinó la habitación en busca de otra puerta de salida. Necesitaba cerciorarse de que el
strigoi
se viera atrapado antes de abalanzarse sobre él. Había venido desde muy lejos como para permitir que Dreverhaven se le escapara de las manos.
—¿Debo entender, entonces, que no le preocupa el libro, habida cuenta de la desgracia que parece acompañar a sus poseedores? —le preguntó Setrakian.
Dreverhaven permaneció en silencio con las manos en la espalda.
—Soy un hombre que acoge lo maldito, monsieur Pirk. Y, además, todo parece indicar que no ha caído ninguna desgracia sobre usted.
—No..., todavía no —mintió Setrakian—. ¿Y por qué este libro en especial, si me permite preguntárselo?
—Podría decirse que por un interés académico. En cierto modo, yo mismo soy un intermediario. He emprendido esta búsqueda global para otra parte interesada. El libro es realmente raro, pues llevaba más de medio siglo sin aparecer. Muchos creen que la única edición existente
fue destruida. Pero según sus documentos, tal vez ha sobrevivido. O bien hay una segunda edición. ¿Está usted dispuesto a mostrármelo ahora?
—Naturalmente. Aunque primero me gustaría ver el dinero.
—Ah, desde luego. Está en ese maletín, en la silla del rincón, detrás de usted.
Setrakian se movió en sentido lateral, con una naturalidad que realmente no sentía, buscó el cerrojo con el dedo y lo abrió. El maletín estaba lleno
de florines apretujados en fajos.
—Muy bien —dijo Setrakian.
—
Quid pro quo
, monsieur Pirk. Ahora, si tuviera la gentileza de corresponderme...
Setrakian se apartó del dinero
y fue a por su maletín. Desabrochó el cierre
sin quitarle el ojo de encima a Dreverhaven.
—¿Sabe que la encuadernación es bastante inusual?
—Sí, soy consciente de eso.
—Aunque estoy seguro de que sólo es parcialmente responsable de su escandaloso precio.
—Quisiera recordarle, señor, que es usted quien determina el precio. Y nunca juzgue un libro por su cubierta. Éste es un excelente consejo, a pesar de ser
ignorado con tanta frecuencia, tal como sucede con la mayoría de los clichés.
Setrakian llevó el maletín
a la mesa donde estaban los documentos que atestiguaban su procedencia. Abrió la parte superior bajo la tenue luz de la lámpara, y luego se apartó.
—Que sea como usted quiera, señor.
—Por favor —dijo el vampiro—, me gustaría que fuera usted quien lo sacara. Insisto.
—No se hable
más —replicó Setrakian.
Introdujo su mano cubierta con el guante negro. Sacó el libro, que estaba encuadernado en plata, y cuya portada y contraportada
tenían placas del mismo metal.
Se lo ofreció a Dreverhaven. Los ojos del vampiro se entrecerraron ante el resplandor del metal.
Setrakian dio un paso hacia él.
—¿Le gustaría examinarlo?
—Déjelo sobre esa mesa, monsieur.
—¿Sobre esa mesa? Pero la luz es mucho más favorable aquí.
—Tenga la amabilidad de dejarlo sobre la mesa.
Setrakian no respondió de inmediato a la petición. Permaneció inmóvil, con el libro de plata maciza en sus manos.
—Pero supongo que querrá examinarlo.
Los ojos de Dreverhaven pasaron de la cubierta de plata al rostro de Setrakian.
—La barba, monsieur Pirk, oscurece su cara. Le da un aire hebreo.
—¿De veras? Debo suponer que no le gustan los judíos.
—Soy yo quien no les gusto a ellos... Su olor, Pirk, me resulta
familiar.
—¿Por qué no mira el libro más de cerca?
—No es necesario. Es evidente que se trata de una falsificación.
—Probablemente. Pero puedo asegurarle que la plata es genuina.
Setrakian se acercó a Dreverhaven esgrimiendo el libro. El vampiro retrocedió y luego se detuvo.
—Sus manos —dijo— están paralizadas.
Dreverhaven observó de nuevo el rostro de Setrakian.
—El ebanista... Así que es usted.
Setrakian sacó una espada
de plata del lado izquierdo de su abrigo.
—Se ha convertido en todo un pusilánime, Herr Doktor.
Dreverhaven arremetió con su aguijón. No con decisión, sino a medias; el vampiro, abotagado, saltó hacia atrás, contra la pared, y tomó impulso para atacar de nuevo.
Setrakian se anticipó a la maniobra. De hecho, el médico nazi era bastante menos ágil que muchos a los que se había enfrentado. El profesor se mantuvo firme, de espaldas a las ventanas, la única vía de escape que tenía el vampiro.
—Es usted demasiado lento, doctor —le dijo Setrakian—. Ha resultado demasiado fácil darle caza aquí.
Dreverhaven bufó. La preocupación se reflejó en los ojos de la bestia a medida que el calor producto del cansancio empezó a derretir su maquillaje facial.
Miró hacia la puerta, pero Setrakian mantuvo la guardia en alto. Estas criaturas siempre construían una salida de emergencia; incluso una garrapata hinchada como Dreverhaven.
Setrakian simuló un ataque, haciendo que el
strigoi
perdiera el equilibrio, obligándolo a reaccionar. Dreverhaven intentó sacar el aguijón, pero su impulso fue neutralizado. Setrakian respondió con un movimiento rápido de su hoja, y por poco se lo corta de un tajo.
Dreverhaven emprendió la huida, corriendo en sentido lateral por los estantes de la parte posterior de su biblioteca, pero Setrakian reaccionó con presteza. Aún tenía el libro en una mano y se lo arrojó al vampiro; la criatura retrocedió ante el resplandor mortal de la plata. Setrakian se abalanzó sobre él.
Mantuvo la punta de su espada contra la base de la mandíbula de Dreverhaven. El vampiro tenía la cabeza inclinada hacia atrás, la coronilla apoyada en los lomos de sus preciosos libros, su mirada fija en Setrakian.
La plata lo debilitó, y su aguijón quedó neutralizado. Setrakian buscó en el más profundo de sus bolsillos —que estaba forrado en plomo— y sacó un juego de abalorios de plata envueltos en una fina malla de acero, sujetos por una banda del mismo metal. Los ojos del vampiro se abrieron con una expresión feroz, pero fue incapaz de moverse mientras Setrakian le pasaba el collar por la cabeza, hasta acomodarlo en los hombros de la criatura.
El lastre del collar de plata en el pecho del
strigoi
le pesó como una cadena de piedras de cincuenta kilos. Setrakian acercó una silla justo a tiempo para que Dreverhaven se desplomara sobre ella, evitando que el vampiro cayera al suelo. La cabeza de la criatura se desplomó hacia un lado, sus manos temblando, impotentes sobre su regazo.
Setrakian recogió el libro —que era en realidad la sexta edición de una copia del
Origen de las especies
de Darwin, forrado y encuadernado en plata de Britania—, y lo introdujo de nuevo en su maletín. Regresó a los estantes de la biblioteca esgrimiendo su espada, al lugar donde Dreverhaven había intentado refugiarse en medio de su desesperación.
Tras
buscar exhaustivamente, y alerta ante posibles trampas, Setrakian encontró el libro detrás del cual estaba oculta la cerradura. Oyó un clic, sintió la estantería ceder, y luego empujó la pared, que giró sobre su eje de rotación.
Lo primero que notó fue el olor. Las estancias de la parte de atrás
de Dreverhaven carecían de ventilación; eran un nido de libros desechados, de basura y trapos fétidos. Pero el hedor no provenía de allí, sino del último piso, al que se accedía a través de una escalera manchada de sangre.
Un quirófano, una mesa de acero inoxidable empotrada en los azulejos negros y aparentemente cubierta de coágulos de sangre. Varias décadas de inmundicia y porquería cubrían todas las superficies, y las moscas revoloteaban furiosamente alrededor del refrigerador, empotrado en un rincón y manchado de sangre.
Setrakian contuvo la respiración y abrió la nevera. No tenía otra opción. Sólo contenía elementos de perversión; nada que le interesara particularmente. No había pistas que le sirvieran para adelantar su búsqueda; en su interior había únicamente carne humana. Setrakian advirtió que cada vez se estaba acostumbrando más a la depravación y a la carnicería.
Regresó al lado de la criatura que agonizaba en la silla. El rostro de Dreverhaven se había desvanecido, dejando al descubierto al
strigoi
. Setrakian se acercó a la ventana; el alba empezaba a anunciarse, y pronto campearía en el apartamento, librándolo de la oscuridad y de los vampiros.
—¡Cómo me aterraban los amaneceres en el campo de concentración! —dijo Setrakian—. El comienzo de otro día más en los barracones
de la muerte. No le temía a la muerte, pero tampoco es que la hubiera elegido. Escogí la supervivencia. Y al hacerlo, elegí el temor.
Estoy feliz de morir
.
Setrakian miró a Dreverhaven. El
strigoi
ya no se molestaba en mover los labios.
Todos mis deseos han sido saciados desde hace ya mucho tiempo. He ido tan lejos como se puede ir en esta vida, sin importar si fue en calidad de hombre o de bestia. Ya no deseo nada más. La repetición extingue el placer
.
—El libro —comentó Setrakian, acercándose peligrosamente a Dreverhaven— ya no existe.