Oscura (2 page)

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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

BOOK: Oscura
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El libro reapareció brevemente en 1823, esta vez en manos de William Beckford, el tristemente célebre réprobo y erudito londinense. Apareció inventariado como parte de su biblioteca de la abadía Fonthill, el palacio de sus excesos, donde acumuló curiosidades naturales y no naturales, libros prohibidos e increíbles objetos de arte. La construcción, del renacimiento gótico, y sus contenidos fueron vendidos a un traficante de armas como pago de una deuda, y el libro permaneció extraviado durante casi un siglo. Fue registrado por error, o tal vez subrepticiamente, bajo el título
Casus lumen,
como parte de una subasta realizada en 1911 en Marsella, pero el texto nunca fue catalogado para su exhibición y la subasta fue cancelada de forma imprevista
después de que una epidemia misteriosa se apoderara de la ciudad. En los años siguientes, se propagó el rumor de que el manuscrito había sido destruido. Y ahora estaba muy cerca, allí mismo, en Nueva York.

Pero ¿15 millones de dólares? ¿25 millones? Imposible obtenerlo. Tenía que haber otra forma...

Su temor más grande —que no se atrevía a compartir con nadie— era que la batalla, iniciada tanto tiempo atrás, ya estuviera perdida. Que todo esto no fuera más que el final de la partida, que el rey —es decir, la humanidad— ya estaba en jaque, en el tablero del ajedrez global, aunque siguiera empeñado en hacer los pocos movimientos que le quedaban.

Setrakian cerró los ojos tras sentir un zumbido en sus oídos. Pero éste persistió; de hecho, se agudizó.

La píldora nunca había tenido un efecto como ése en él.

Cuando se percató de ello, el anciano se puso rígido y se levantó.

No era la píldora, después de todo. El zumbido lo envolvía por completo. Pese a que no era muy fuerte, estaba allí.

Ellos no estaban solos.

«El niño», pensó Setrakian. Se levantó con gran esfuerzo y abandonó la silla, camino a la habitación de Zack.

Pic-pic-pic...

La madre acudía en busca de su hijo.

 

 

Z
ack Goodweather estaba sentado con las piernas cruzadas en un rincón de la azotea de la casa de empeños. Tenía el ordenador
portátil de su padre abierto sobre las piernas. Era el único lugar en todo el edificio donde podía conectarse a Internet, accediendo a la red no segura de alguien que vivía en algún lugar de la manzana. La señal inalámbrica era débil, y oscilaba entre una y dos barras, indicando que la red funcionaba a paso de tortuga.

Tenía prohibido utilizar el ordenador
de su padre. A decir verdad, se suponía que debía estar durmiendo en ese momento. El chico, de once años, tenía dificultades para dormir normalmente, un caso leve de insomnio que les había ocultado a sus padres durante un tiempo considerable.

¡Insomni-Zack!
El superhéroe jamás inventado. Un cómic de ocho páginas en
color, escrito, ilustrado y coloreado por Zachary Goodweather. Versaba sobre un adolescente que patrullaba las calles de Nueva York por
la noche, frustrando actividades de terroristas contaminadores. No había podido dibujar bien los pliegues de la capa, pero había obtenido resultados aceptables con las caras, y también con los músculos.

Esta ciudad necesitaba un
Insomni-Zack
ahora mismo. Dormir era un lujo que nadie podía permitirse, si todo el mundo supiera lo que él sabía.

Si todo el mundo hubiera visto lo que él había visto.

Se suponía que Zack debía estar metido en su saco de dormir de plumas de ganso en la habitación de huéspedes del tercer piso. La habitación olía a armario, al viejo cuarto de cedro de la casa de sus abuelos que nadie había vuelto a abrir, salvo los niños cuando iban a husmear.

La pequeña habitación de ángulos insólitos había sido utilizada por el señor Setrakian —o por el profesor Setrakian, Zack no sabía cómo llamarlo, pues el anciano dirigía la casa de empeños del primer piso— como almacén. Pilas inclinadas de libros, muchos espejos antiguos, un armario de ropa vieja y algunos baúles cerrados; realmente cerrados, y no con el tipo de cerradura que puede abrirse con un clip
y un bolígrafo (ya lo había intentado).

Fet, el exterminador —o V, como le había pedido a Zack que lo llamara—, había conectado un antiguo sistema de Nintendo de 8 bits alimentado por un cartucho a un televisor Sanyo con grandes agarraderas y diales en la parte frontal en lugar de botones que había traído de la sala de exposición, en el primer piso de la casa de empeños. Tenían la esperanza de que Zack permaneciera jugando a
La leyenda de Zelda
. Pero la puerta del dormitorio no tenía cerradura. Fet y su padre
habían puesto barrotes de hierro en la ventana, instalándolos en el interior y no en el exterior, atornillados a las vigas de la pared. Pertenecían a una jaula que el señor Setrakian dijo haber conseguido en la década de 1970.

Zack sabía que ellos no pretendían encerrarlo a él, sino impedir que ella entrara. Buscó la página de su padre en el listado de Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, y leyó: «Página no encontrada». La habían borrado de la página web del gobierno.

Las noticias sobre el «doctor Ephraim Goodweather» decían que era un funcionario desacreditado por el CDC, que había filmado un vídeo que mostraba presuntamente a un ser humano transformándose en vampiro mientras era destruido. Decía que él mismo lo había colgado en Internet (en realidad fue Zack quien lo hizo, pero su padre
no se lo dejaba ver) en un intento por explotar la histeria del eclipse para sus propios fines. Obviamente, la última parte eran puras gilipolleces. ¿Qué «propósito» tenía su padre distinto al de salvar vidas? Un sitio de noticias describía a Goodweather como «un alcohólico reconocido, inmerso en una batalla legal por la custodia de su hijo, a quien tiene secuestrado y que actualmente se encuentra en paradero desconocido». Eso le produjo a Zack un escalofrío en el pecho. El mismo artículo continuaba diciendo que tanto la ex esposa de Goodweather como el novio de ella habían desaparecido, y se presumía que estaban muertos.

Todo esto había hecho que Zack sintiera náuseas últimamente, pero las calumnias de ese artículo fueron especialmente perniciosas
para él. Todo había sido tergiversado, hasta la última palabra. ¿Acaso no sabían la verdad? ¿O... no les importaba? Tal vez ellos estaban tratando de explotar los problemas de sus padres para sus propios fines.

Y los comentarios eran todavía peores. Él no podía soportar las cosas que decían sobre su padre, ni la arrogancia de todos los comentarios anónimos. Ahora tenía que enfrentarse a
la terrible verdad sobre su madre. Por si fuera poco, la banalidad del veneno destilado en foros y blogs estaba completamente fuera de lugar. ¿Cómo puedes llorar a alguien que realmente no ha fallecido? ¿Por qué le temes a alguien cuyo amor por ti es eterno?

Si el mundo supiera la verdad tal como la sabía Zack, la reputación de su padre sería restituida
y su voz sería escuchada. Pero de todos modos, eso no cambiaría nada. Su madre y su vida nunca volverían a ser las mismas.

Y básicamente, Zack quería que todo esto pasara. Que sucediera algo fantástico para que todo fuera agradable y regresara a la normalidad. Como cuando era un niño —tenía cinco años o algo así—, rompió un espejo y simplemente lo tapó con una sábana, y luego rezó con todas sus fuerzas para que se arreglara por sí solo antes de que sus padres se enteraran. O la forma en que anhelaba que sus padres se enamoraran de nuevo. Que se despertaran un buen día y se dieran cuenta del error que habían cometido.

Ahora, esperaba en secreto que su padre pudiera hacer algo increíble.

A pesar de todo, Zack aún creía que les esperaba un final feliz. A todos. E incluso que su madre volvería a ser como era antes.

Sintió que sus lágrimas brotaban, y esta vez no se contuvo. Estaba solo en la azotea. Deseaba tanto ver otra vez a su madre. Esa idea le aterraba, pero deseaba
su regreso. Mirarla a los ojos. Escuchar su voz. Quería que ella le explicara por qué hacía tantas cosas desagradables. «Todo va a ir bien...», se dijo para reconfortarse.

Un grito en algún rincón de la noche lo trajo de vuelta al presente. Miró hacia la zona residencial
y vio la columna de humo negro sobre las llamas que ardían en el lado oeste. Levantó la cabeza hacia el cielo. No había estrellas esa noche. Sólo unos pocos aviones. Había oído aviones de combate surcando el cielo aquella tarde.

Zack se frotó la cara con la manga de su camisa y se concentró de nuevo en el ordenador. Tras
una breve búsqueda, descubrió la carpeta donde estaba el archivo de vídeo que no debía ver. Lo abrió, oyó la voz de su padre y lo vio filmando con la cámara que le había pedido prestada.

La imagen era difícil de ver en un principio, y sucedía en el interior oscuro de un cobertizo. Una cosa se inclinaba hacia delante sobre sus patas traseras con un gruñido gutural y un silbido estridente emitido desde las profundidades de su garganta, seguido por el ruido producido por una cadena. Luego la cámara se acercaba más, la pixelación de la escala de grises mejoraba, y Zack veía aquella boca abierta, monstruosa, con algo semejante a un pececillo de plata retorciéndose en su interior.

La criatura tenía los ojos muy abiertos y miraba a su alrededor. Zack confundió su expresión, creyendo inicialmente que era de tristeza o dolor. Tenía alrededor del cuello un collar —al parecer de perro— con una cadena que lo sujetaba al suelo de tierra que había detrás. La criatura se veía pálida en el interior del cobertizo oscuro, tan desprovista de sangre que era casi brillante. Luego se escuchó un extraño sonido de bombeo —
snap-chunk, snap-chunk
,
snap-chunk—
y tres clavos de plata, disparados desde detrás de la cámara (¿la de su padre?), impactaron en la criatura como proyectiles en forma de agujas. El ángulo de visión de la cámara se alteró cuando la criatura lanzó rugidos roncos, como un animal agonizante consumido por el dolor.

—Basta —dijo una voz en la grabación. La voz pertenecía al señor Setrakian, pero el tono era muy distinto del que Zack había escuchado en boca de aquel anciano bondadoso—. Debemos ser compasivos.

A continuación, el anciano ocupó el centro de la imagen, entonando unas palabras en una lengua extraña que parecía muy antigua, como si pronunciara un conjuro o una maldición. Levantó una espada de plata —larga y brillante a la luz de la luna— y la criatura del cobertizo aulló mientras el señor Setrakian blandía la espada con fuerza...

Unas voces distrajeron a Zack, y dejó de ver el vídeo. Provenían de la calle, allá abajo. Cerró el ordenador portátil y se puso de pie, mirando por encima del saliente del techo en dirección a la calle 118.

Un grupo de cinco hombres caminaba hacia la casa de empeños, seguidos por una camioneta SUV que se desplazaba lentamente. Llevaban armas de fuego y estaban golpeando todas las puertas. La SUV se detuvo en la intersección, justo fuera de la casa de empeños. Los hombres que iban a pie se acercaron al edificio, haciendo sonar las puertas de seguridad.

—¡Abre! —gritaron.

Zack retrocedió. Se dio la vuelta para subir a la puerta de la azotea, pensando que sería mejor regresar a su habitación en caso de que alguien viniera a buscar algo.

Entonces la vio. Una niña, casi una adolescente, probablemente una estudiante de secundaria. Estaba en el tejado
contiguo, al otro lado de un solar vacío
que había en la esquina de la tienda. La brisa levantó su camisón largo, agitándolo alrededor de sus rodillas, pero no le movió el pelo, que caía recto y rígido.

Ella estaba de pie en el borde de la cornisa, perfectamente equilibrada, sin vacilar. Firme en el borde, como si quisiera saltar. Un salto mortal. Como si quisiera hacerlo, sabiendo de antemano que sería un fracaso.

Zack la miró. Él no lo sabía. No estaba seguro. Pero lo sospechaba.

Levantó una mano de todos modos. Y la saludó.

Ella le devolvió el saludo y sus ojos se posaron en él.

 

 

L
a doctora Nora Martínez, funcionaria de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, abrió la puerta principal. Cinco hombres con
trajes de combate con chalecos blindados y armas de asalto la miraron a través de la reja de seguridad. Dos de ellos llevaban pañuelos que les cubrían la parte inferior del rostro.

—¿Todo va bien ahí, señora? —le preguntó uno de ellos.

—Sí —dijo Nora, mirando para ver si tenían placas o insignias de algún tipo, pero no vio ninguna—. Mientras esta rejilla aguante, todo irá bien.

—Estamos revisando de puerta en puerta —le dijo otro—. Vamos de manzana en manzana.

—Hay algunos problemas por allá. —Señaló hacia la calle 117—. Pero creemos que lo peor de todo está sucediendo en las inmediaciones del Downtown.

—¿Y ustedes son...?

—Ciudadanos preocupados, señora. No creo que le gustara
estar aquí completamente sola.

—No lo está —dijo Vasiliy Fet, trabajador de la Oficina de Servicios de Control de Plagas de la ciudad de Nueva York y exterminador independiente, que apareció detrás de ella.

Los hombres interrogaron a aquel hombre grande y fornido.

—¿Eres el prestamista?

—Es mi padre —dijo Fet—. ¿Qué clase de problemas están enfrentando?

—Intentamos contener a los monstruos que están perturbando el orden público en la ciudad. Son agitadores y oportunistas que están sacando ventaja de una mala situación, y empeorándola.

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