Oscura (9 page)

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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

BOOK: Oscura
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Te daremos todo lo que necesites para cumplir con esta tarea. El suministro de capital no es un problema, pues hemos acumulado grandes fortunas de las arcas humanas.

A lo largo de los siglos, aquellos que habían recibido el don de la eternidad habían pagado fortunas inmensas por obtener tal privilegio. En sus bóvedas, los Ancianos guardaban artefactos mesopotámicos de plata, monedas bizantinas, lingotes de oro, marcos alemanes...

La moneda no tenía el menor valor
para ellos. Eran simples baratijas para comerciar con los nativos.

—Entonces, quieren que
trabaje para ustedes, ¿verdad?

El señor Quinlan te proporcionará todo lo que necesites. Lo que sea. Es nuestro mejor cazador. Eficiente y leal. Excepcional en muchos aspectos. Sólo hay una restricción: el secreto. El ocultamiento de nuestra existencia es de suma importancia. Dejamos a tu discreción el reclutamiento de los exploradores. Anónimos e invisibles, pero asesinos letales
.

Gus se detuvo al sentir la fuerza de su madre detrás de él. Una salida para su ira. Tal vez fuese eso exactamente lo que necesitaba.

Frunció los labios en una sonrisa iracunda. Necesitaba mano de obra. Asesinos. Y él sabía exactamente dónde conseguirlos.

 

 

Curva interior, estación South Ferry, IRT

 

T
RAS UN SOLO GIRO
en falso, Fet los condujo a un túnel que conectaba con la estación abandonada de la curva interior de South Ferry. Decenas de estaciones fantasmales del metro salpicaban las líneas IRT, IND y BMT. Ya no figuraban en los mapas, aunque podían verse desde las ventanas de los vagones de servicio en las vías activas del metro, si sabías cuándo y dónde buscar.

El ambiente era más húmedo allí, una humedad a ras del suelo, y las paredes eran resbaladizas, como si estuvieran cubiertas de lágrimas.

El sendero resplandeciente de los desechos de los
strigoi
se hacía más escaso. Fet miró desconcertado a su alrededor. Sabía que la ruta de la calle Broadway formaba
parte del proyecto original del metro, y que South Ferry había sido abierta a los viajeros en 1905. El túnel subacuático que conectaba con Brooklyn abrió tres años después.

El mosaico original de baldosines, con las iniciales SF de la estación, aún estaba en la pared, cerca de un aviso incongruente:

 

«Los trenes no paran aquí»

 

Como si a alguien se le pudiera ocurrir cometer ese error... Eph se dirigió a una pequeña isleta de mantenimiento y la exploró con su Luma.

Se escuchó una risa en medio de la oscuridad:

—¿Eres de la IRT?

Eph percibió al hombre con su olfato antes de verlo. Salió de un cuarto cercano, atestado de colchones sucios y rotos. Era un espantapájaros desdentado, un hombre vestido con varias capas de camisas, abrigos y pantalones. Su olor corporal, rancio y añejo, impregnaba todas sus prendas.

—No —dijo Fet, tomando el relevo—. No hemos venido a arrestar a nadie.

El hombre los miró con desdén, haciendo un juicio apresurado sobre su honradez.

—Me llaman Cray-Z —dijo—. ¿Venís
de arriba?

—Claro —respondió Eph.

—¿Qué se siente? Soy uno de los últimos aquí.

—¿De los últimos? —inquirió Eph.

Entonces percibió por primera vez el miserable panorama que ofrecían las tiendas y casuchas de cartón. Un momento después aparecieron otras tantas figuras espectrales. La comunidad de los «topos», los habitantes del abismo urbano, los caídos, los indigentes, los marginados, las «ventanas rotas» de la era Giuliani. Allí habían encontrado finalmente su sitio, en la ciudad subterránea, donde siempre se estaba caliente, incluso en pleno invierno. Con suerte y experiencia, podías acampar hasta seis meses seguidos en un mismo sitio, o incluso más.

Lejos de las estaciones más concurridas, algunos individuos pasaban varios años sin ver a un solo equipo humano de mantenimiento.

Cray-Z giró la cabeza y miró a Eph con su ojo bueno. Tenía el otro cubierto con gránulos de cataratas.

—Así es. La mayoría de la colonia se ha ido, igual que las ratas. Sí, hombre. Se esfumaron, y dejaron sus objetos de valor.

Señaló varios montículos de basura: sacos de dormir rotos, zapatos llenos de barro, algunos abrigos. Fet sintió una punzada, pues sabía que esos artículos representaban la suma total de las posesiones mundanas de los recién fallecidos. Cray-Z esbozó una sonrisa desdentada.

—Es muy raro. Absolutamente espeluznante.

Fet recordó algo que había leído en
National Geographic
, o que tal vez vio una noche en el Canal de Historia: la historia de una colonia de pobladores en la época precolombina
—probablemente en Roanote— que se esfumó misteriosamente. Más de un centenar de personas desaparecieron, abandonando todas sus pertenencias y sin dejar una sola pista de su partida repentina y misteriosa, salvo dos inscripciones crípticas: la palabra «croatoan» escrita en un poste de su fortaleza, y las siglas CRO talladas en la corteza de un árbol cercano.

Fet volvió a mirar el cartel, sobre el mosaico de baldosines con el nombre de la estación, en lo alto de la pared.

—Te conozco —dijo Eph, manteniéndose a una distancia prudente del vagabundo maloliente—. Te he visto. Quiero decir, allá arriba —dijo, señalando en dirección a la superficie—. Llevas
uno de esos letreros que dicen: «Dios te está observando», o algo así.

Cray-Z esbozó una sonrisa desdentada y fue a por su cartel hecho a mano, orgulloso de su estatus de celebridad. «¡¡¡Dios te está observando!!!», escrito en rojo brillante, y con tres signos de exclamación a modo de énfasis. Cray-Z era un fanático que rayaba en el delirio. Allí abajo era un paria entre los parias. Había vivido quizá más tiempo bajo tierra que cualquier otro marginado. Afirmaba que podía ir a cualquier parte de la ciudad sin subir a la superficie, y sin embargo, parecía no tener la capacidad de orinar sin salpicarse la punta de sus zapatos.

Cray-Z caminó a lo largo de la vía, indicándoles a Eph y a Fet que lo siguieran. Entró a una carpa hecha de lona y madera, con viejos cables pelados colgando precariamente del techo, y conectados a una fuente oculta de electricidad en la rejilla de la gran ciudad.

Había comenzado a lloviznar ligeramente dentro del túnel. Las tuberías derramaban gotas de agua como si fueran lágrimas, humedeciendo la tierra y deslizándose por la lona de Cray-Z hasta depositarse en una botella de Gatorade vacía. El vagabundo
salió con una antigua figura promocional en tamaño real de Ed Koch, el ex alcalde de Nueva York, sonriente y exhibiendo su lema «¿Qué tal lo hago?».

—Toma —dijo, pasándole el cartel a Eph—. Ten esto.

Cray-Z los condujo hasta el túnel más apartado y señaló las vías.

—Allá —dijo—. Todos fueron hacia allá.

—¿Quién? ¿La gente? —preguntó Eph, colocando al alcalde Koch a su lado—. ¿Entraron en el túnel?

Cray-Z se echó a reír.

—No. No sólo en el túnel, tonto. Allá abajo, donde las tuberías pasan bajo el East River, a través de Governor’s Island, y llegan a tierra firme, en Red Hook, Brooklyn. Fue allá adonde se los llevaron.

—¿Se los llevaron? —dijo Eph, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral—. ¿Quién se los llevó?

En ese momento se iluminó una señal en las vías del tren. Eph saltó hacia atrás.

—¿Esta vía sigue activa? —preguntó.

—El tren 5 todavía da la vuelta en la curva interior —dijo Fet.

Cray-Z escupió en la vía.

—Este hombre sabe de trenes.

La luz fue apareciendo a medida que el tren se acercaba, iluminando la vieja estación y confiriéndole una breve ilusión de vida. La figura del alcalde Koch se sacudió bajo la mano de Eph.

—Mirad bien de cerca —les dijo Cray-Z—. ¡Sin parpadear!

Se tapó el ojo bueno y sonrió, dejando al descubierto sus encías desdentadas.

El tren tronó a su paso, tomando la curva un poco más rápido de lo habitual. Los vagones estaban semivacíos, tal vez con una o dos personas visibles a través de las ventanas, y algún pasajero de pie. Eran ciudadanos de arriba que iban de paso.

Cray-Z agarró a Eph del antebrazo cuando estaba pasando el último vagón.

—Mira hacia allá...

Bajo la luz intermitente del tren, Fet y Eph vieron algo en la parte posterior del último vagón. Un grupo de figuras —de personas, de cuerpos— aferradas a la parte exterior del tren. Como rémoras adheridas a un tiburón gris.

—¿Habéis visto eso? —preguntó Cray-Z, emocionado—. ¿Los habéis visto a todos? ¿A la otra gente?

Eph se apartó de Cray-Z y del alcalde Koch, y caminó hacia delante, mientras el tren doblaba la curva y se adentraba en la oscuridad, la luz perdiéndose dentro del túnel como el agua por una cloaca.

Cray-Z se apresuró de nuevo a su casucha.

—Alguien tiene que hacer algo, ¿no? Vosotros lo habéis decidido por mí. Éstos son los ángeles oscuros del fin de los tiempos. Nos atraparán a todos si lo permitimos.

El tren se alejó. Fet dio unos pasos torpes, se detuvo. Eph estaba allí con él.

—Avancemos —señaló Fet—. Los túneles. Es la forma que utilizan para moverse. No pueden atravesar el agua en movimiento, ¿verdad? No sin ayuda.

Eph estuvo de acuerdo.

—Pero sí debajo del agua. Nada les impide hacer eso.

—Es el progreso —dijo Fet—. Éstos son los problemas que tenemos por culpa del progreso. ¿Cómo se dice cuando puedes hacer algo para lo cual no existe una ley específica?

—Un vacío legal —respondió Eph.

—Exactamente. ¿Ves
esto? —Fet abrió los brazos, señalando a su alrededor—. Acabamos de descubrir un enorme vacío legal...

 

 

El autobús

 

A
COMIENZOS DE LA TARDE
, el lujoso autobús partió desde el Hogar para Ciegos Santa Lucía, en Nueva Jersey, y se dirigió a una exclusiva academia en el norte del estado de Nueva York.

El conductor, con su repertorio de chistes, juegos de palabras e historias cursis, iba en compañía de unos sesenta niños inquietos, entre los siete y los doce años. Sus casos habían sido extraídos de informes de salas de emergencia en toda el área triestatal. Habían quedado ciegos accidentalmente a causa de la reciente ocultación lunar y, para muchos, éste era su primer viaje sin la presencia de sus padres.

Los fondos monetarios provenían en su totalidad de la Fundación Palmer, incluyendo esta excursión, una especie de campamento con fines de orientación que incluía técnicas de adaptación para quienes habían perdido la vista recientemente. Sus acompañantes —nueve adultos jóvenes graduados de Santa Lucía— eran legalmente ciegos, es decir, que su agudeza visual central era de 20/200 o menos, aunque algunos tenían percepción residual de la luz. Los niños a su cargo padecían NPL, o «no percepción de la luz», es decir, eran totalmente ciegos. El conductor era el único vidente a bordo.

El tráfico era lento en muchas avenidas debido a los atascos
que había alrededor de la Gran Manzana, pero el conductor mantuvo entretenidos a los niños con bromas y adivinanzas. Les describía el trayecto, las cosas interesantes que veía a través de la ventana, o bien inventaba los detalles necesarios para hacer interesante lo más nimio. Era un antiguo empleado de Santa Lucía a quien no le importaba hacer el papel de payaso. Sabía que uno de los secretos para desarrollar el potencial de estos niños traumatizados y abrir sus corazones a los retos que tenían por delante era alimentando su imaginación, así como involucrarlos y comprometerlos.

—Toc-toc.

—¿Quién es?

—El disfraz.

—¿El disfraz de quién?

—Las bromas disfrazadas me están matando...

La parada en McDonald’s estuvo bien, dadas las circunstancias, salvo por el juguete de la «comida feliz» que sólo era un simple holograma. El conductor se sentó aparte, observando a los niños tantear con las manos en busca de sus patatas fritas. Todavía no habían aprendido a «organizar» sus comidas para facilitar su consumo. Al mismo tiempo, y a diferencia de la mayoría de los niños que han nacido con discapacidad visual, McDonald’s tenía un significado visual para ellos, y parecían encontrar consuelo en las sillas giratorias de plástico y en las pajitas para beber.

De vuelta en la carretera, el viaje de tres horas duró el doble. Los monitores
les hicieron cantar a los niños
por turnos, y luego pasaron algunos audiolibros por el sistema de vídeo. Algunos de los niños más pequeños dormían profundamente a consecuencia de una alteración de su reloj biológico producto de la ceguera.

Los acompañantes
percibieron el cambio en la intensidad
de la luz a través de las ventanas, conscientes de la oscuridad que se cernía fuera. El autobús avanzó con mayor velocidad al entrar en el estado de Nueva York, y en un momento dado frenó de manera tan brusca que los animales de peluche y las bebidas de los niños cayeron al suelo.

El conductor se detuvo a un lado de la carretera.

—¿Qué pasa? —preguntó Joni, la monitora jefe, una asistente de profesor de veinticuatro años que iba en el asiento de delante.

—No sé..., es algo extraño. Quédate sentada. Regresaré en un momento.

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