—¿De quién? —prácticamente gritó Luce.
Miles se encogió de hombros y se balanceó sobre las patas traseras de la silla.
—¡Ni idea! Estoy seguro de que Steven lo sabe, pero no soy lo que se dice su mejor confidente.
Aquello hizo gritar de alegría a Shelby. El hecho de que Dawn hubiera sido hallada sana y salva parecía tranquilizar a todo el mundo menos a Luce, que tenía el cuerpo entumecido. No podía dejar de pensar: «Debería haber sido yo».
Salió de la cama y cogió una camiseta y unos vaqueros de su armario. Tenía que encontrar a Dawn. Ella era la única persona que podía contestar a sus preguntas. Y, aunque Dawn nunca lo entendería, Luce sabía que le debía una disculpa.
—Steven dice que la gente que se la llevó no volverá jamás —añadió Miles observando a Luce con preocupación.
—¿Y tú te lo crees? —le preguntó Luce en tono burlón.
—¿Por qué no debería hacerlo? —se oyó preguntar a una voz desde la puerta abierta.
Francesca estaba apoyada en el umbral, vestida con una gabardina de color caqui. Irradiaba tranquilidad, pero no parecía realmente contenta de verlos.
—Dawn ya está a salvo en casa.
—Quiero verla —dijo Luce, sintiéndose ridícula al verse de pie con la camiseta raída y los pantalones de deporte con los que había dormido.
Francesca frunció la boca.
—La familia de Dawn ha venido a recogerla hace una hora. Regresará a la Escuela de la Costa cuando sea el momento oportuno.
—¿Por qué os comportáis como si no hubiera ocurrido nada? —Luce levantó los brazos—. Como si Dawn no hubiera sido secuestrada…
—No la secuestraron —le corrigió Francesca—. La tomaron prestada y resultó ser un error. Steven se encargó de todo.
—Hum, ¿se supone que esto nos hará sentirnos mejor? ¿Pensar que la tomaron prestada? ¿Para qué?
Luce escrutó el rostro de Francesca y no apreció en él más que tranquilidad. Pero entonces algo cambió en los ojos azules de la mujer: se entornaron para luego abrirse, y Luce comprendióla súplica silenciosa de Francesca: que no manifestara sus sospechas en presencia de Miles o de Shelby. Aunque no sabía muy bien por qué, Luce confiaba en Francesca.
—Steven y yo pensamos que estaréis todos bastante conmocionados —prosiguió Francesca, incluyendo en su mirada a Miles y a Shelby—. Hemos suspendido las clases de hoy y estaremos en nuestros despachos si queréis pasaros a charlar.
Sonrió de ese modo angelical y deslumbrante tan característico suyo. Giró sobre sus talones y se marchó taconeando por el pasillo.
Shelby se levantó y cerró la puerta tras Francesca.
—¿Os podéis creer que haya hablado de «tomar prestado», haciendo referencia a un ser humano? ¿Acaso Dawn es un libro de la biblioteca? —Dobló las manos en puños—. Tenemos que hacer algo para distraernos. Mirad, me alegro de que Dawn esté a salvo, y creo que confío en Steven, pero, aun así, sigo completamente horrorizada.
—Tienes razón —dijo Luce mirando hacia Miles—. Vamos a distraernos un poco. Podríamos salir a pasear.
—Es demasiado peligroso. —Los ojos de Shelby iban de un lado a otro.
—Ver una película…
—Demasiado tranquilo. Eso no apaciguará mi mente.
—Eddie dijo algo sobre un partido de fútbol a la hora del almuerzo —apuntó Miles.
Shelby se puso la mano en la frente.
—¿Es que tengo que recordaros que yo he acabado con los chicos de la Escuela de la Costa?
—¿Y un juego de mesa…?
Finalmente, la mirada de Shelby se iluminó.
—¿Y qué tal el juego de la vida? Por ejemplo… ¿de tus vidas anteriores? Podríamos dedicarnos a seguir de nuevo la pista a tus familiares. Yo podría ayudarte…
Luce se mordió el labio. Haber penetrado en aquella Anunciadora el día anterior la había conmocionado profundamente. Seguía sintiéndose físicamente desorientada y emocionalmente agotada, por no hablar de cómo se sentía respecto a Daniel.
—No lo sé —dijo.
—¿Te refieres a seguir haciendo más de lo que hacías ayer? —preguntó Miles.
Shelby volvió la cabeza y se quedó mirando a Miles.
—¿Todavía estás aquí?
Miles recogió una almohada que había caído al suelo y se la tiró. Ella se la devolvió con un golpe, aparentemente impresionada por sus propios reflejos.
—Vale, de acuerdo. Miles se queda. Las mascotas siempre son de utilidad. Quizá necesitemos a un cabeza de turco, ¿verdad, Luce?
Luce cerró los ojos. En efecto, se moría de ganas de conocer más cosas sobre su pasado, pero ¿y si resultaba tan difícil de asimilar como lo había sido el día anterior? Aunque contara con Miles y con Shelby, tenía miedo de volver a intentarlo.
Pero entonces se acordó del día en que Francesca y Steven habían mostrado a la clase la Anunciadora de Sodoma y Gomorra. Después de la exhibición, mientras que los demás alumnos se tambaleaban, Luce no dejaba de pensar que lo importante no era si habían vislumbrado o no aquella escena tan cruenta. El hecho es que había ocurrido. Igual que su pasado.
Por el bien de sus antiguos yoes, Luce no podía dejarlo ahora.
—Hagámoslo —dijo a sus amigos.
Miles dio a las chicas unos minutos para que se vistieran antes de encontrarse en el pasillo. Pero Shelby se negó a ir al bosque donde Luce había invocado a las Anunciadoras.
—No me miréis así. Acaban de atrapar a Dawn, y el bosque es oscuro y tenebroso. No quiero ser la próxima, ¿vale?
Entonces Miles insistió en que sería bueno que Luce intentara practicar el arte de invocar a las Anunciadoras en algún lugar nuevo como su habitación.
—Basta con que silbes, y las Anunciadoras vendrán —aseguró—. Somételas. Ya sabes que eso es lo que quieren.
—No quiero que empiecen a acechar por aquí —dijo Shelby volviéndose hacia Luce—. No te ofendas, pero una necesita intimidad.
Luce no se sintió ofendida. Las Anunciadoras no dejarían de acosarla, independientemente de cuándo las invocara. Igual que Shelby, no quería que las sombras aparecieran sin más en su dormitorio.
—La cuestión con las Anunciadoras es demostrar control. Es como adiestrar a un cachorro. Lo único que hay que enseñarles es quién es el amo.
Luce volvió la cabeza hacia Miles.
—¿Desde cuándo sabes tantas cosas sobre Anunciadoras?
Miles se sonrojó.
—Puede que no sea muy aplicado en clase, pero sé hacer un par de cosas.
—Ah, ¿sí? ¿Qué cosas? ¿Se puede poner aquí e invocarlas? —preguntó Shelby.
Luce se puso de pie en el centro de la habitación sobre la alfombra de yoga con los colores del arco iris de Shelby y pensó en lo que Steven le había enseñado.
—Abramos una ventana —propuso.
Shelby se levantó para abrir la ventana y dejó que entrara una ráfaga fresca de brisa marina.
—Buena idea. Resulta más acogedor.
—Y también más frío —dijo Miles levantándose la capucha de la sudadera.
A continuación los dos se sentaron en la cama mirando a Luce, como si fuera una artista en un escenario.
Cerró los ojos, procurando no sentirse en el punto de mira, pero en lugar de centrarse en las sombras, en lugar de invocarlas mentalmente, no dejaba de pensar en Dawn y en lo aterrada que tenía que haber estado la noche anterior y en cómo se sentiría ahora estando de vuelta con su familia. Se había recuperado muy pronto de aquel horrible accidente en el yate, pero eso era mucho más serio. Y era culpa de Luce. En realidad, de Luce y también de Daniel por llevarla hasta allí.
Daniel no dejaba de decir que la llevaba a un lugar más seguro, y ella no podía por menos de preguntarse si en realidad lo que había logrado era convertir la Escuela de la Costa en un lugar más peligroso.
Un grito ahogado de Miles le hizo abrir los ojos. Miró justo encima de la ventana, donde una gran Anunciadora oscura como el carbón se apretaba contra el techo. A primera vista parecía una sombra normal arrojada por la lámpara de suelo que Shelby ponía en la esquina cuando practicaba
vinyasa
. Pero entonces empezó a extenderse por el techo hasta que pareció como si la habitación estuviera revestida de una pintura letal, dejando una estela fría y maloliente sobre la cabeza de Luce. Estaba fuera de su alcance.
Esa Anunciadora, a la que ella ni siquiera había invocado y que podía contener cualquier cosa, la estaba provocando.
Inspiró con nerviosismo y recordó lo que Miles le había dicho sobre el control. Se concentró tan intensamente que le empezó a doler la cabeza. Tenía el rostro rojo y los ojos tan apretados que temió tener que abandonar. Pero entonces…
La Anunciadora se dobló y se deslizó a los pies de Luce como si fuera un grueso rollo de tela caído. Con los ojos entornados, vio una sombra de color marrón, más pequeña y redonda, que se levantaba sobre la más grande y oscura siguiendo sus movimientos, casi igual que un gorrión volando en línea con un halcón. ¿Qué significaba esa nueva sombra?
—Es increíble —murmuró Miles.
Luce quiso interpretar las palabras de Miles como un cumplido. Eso que la había aterrorizado toda la vida, eso que la había hecho sentirse tan mal; eso que tanto miedo le había dado, ahora se sometía ante ella. Era algo que ciertamente resultaba increíble. Jamás se le habría ocurrido verlo así hasta que descubrió el asombro en el rostro de Miles, y por primera vez se sintió fabulosa.
Controló la respiración y se tomó un tiempo para levantarla del suelo y ponérsela en las manos. En cuanto la gran Anunciadora gris estuvo a su alcance, la sombra pequeña se echó al suelo como una curva dorada de luz procedente de la ventana, camuflándose con las tablas de madera.
Luce tomó los extremos de la Anunciadora y contuvo el aliento al tiempo que rezaba para que el mensaje que albergaba fuera más inocente que el del día anterior. Tiró de la sombra y le sorprendió que presentara más resistencia que las otras que había manipulado. A pesar de su apariencia delicada e insustancial, en sus manos resultaba rígida. Cuando logró formar con ella una pantalla de aproximadamente un metro, le dolían los brazos.
—Es lo máximo que puedo hacer —dijo a Miles y a Shelby, que se pusieron de pie y se acercaron.
El velo gris del interior de la Anunciadora se levantó o, por lo menos, a Luce se lo pareció; sin embargo, observó que en el interior había otro velo grisáceo. Forzó la vista para ver que la textura gris se enturbiaba y se movía; entonces se dio cuenta de que no estaba vislumbrando la sombra: aquel velo grisáceo era una nube espesa de humo de tabaco. Shelby tosió.
Aunque la humareda no se disipó por completo, los ojos de Luce se acostumbraron a ella; al poco se fue materializando una amplia mesa en forma de media luna con un tablero de fieltro rojo. Encima se veían varias cartas de una baraja dispuestas en filas ordenadas. A un lado había un grupo de personas extrañas sentadas: algunas parecían ansiosas y nerviosas, como un hombre calvo que no dejaba de aflojarse la corbata de topos y silbaba para sí; otras parecían agotadas, como la mujer repeinada que echaba la ceniza de su cigarrillo en un vaso medio lleno de algo. El pastoso rímel se le desprendía de las pestañas y le dejaba un veteado de polvo negro debajo de los ojos.
Al otro lado de la mesa, un par de manos revoloteaban sobre una baraja de cartas, lanzando con pericia una carta a cada persona de la mesa. Luce se acercó a Miles para ver mejor. La distrajeron las brillantes luces de neón de los miles de máquinas tragaperras que había más allá de las mesas. Pero eso fue antes de que viera a la persona que repartía las cartas.
Creía que estaba acostumbrada a ver versiones de sí misma en las Anunciadoras. Una imagen joven, llena de esperanza, inocente incluso. Pero esta vez era distinto. La mujer que repartía cartas en aquel casino sórdido llevaba camisa blanca, pantalones negros ajustados y un chaleco también negro abierto por la zona del pecho. Tenía unas uñas largas y rojas, decoradas con unas lentejuelas brillantes que no dejaba de emplear para apartarse el pelo negro de la cara. Su atención se elevaba apenas por encima de la cabeza de los jugadores, de forma que no miraba nunca a nadie directamente a los ojos. Le triplicaba la edad a Luce, pero compartía algo con ella.
—¿Esa eres tú? —susurró Miles esforzándose por no parecer horrorizado.
—¡No! —respondió Shelby con rotundidad—. Esta tipeja es vieja. Y Luce solo vive hasta los diecisiete. —Dirigió una mirada nerviosa hacia Luce—. Quiero decir, en el pasado, hasta ahora ha sido así. Sin embargo, esta vez seguro que vivirás hasta la edad adulta, e incluso puede que logres ser mayor que esa mujer. Lo que quiero decir…
—Ya basta, Shelby —la interrumpió Luce.
Miles negó con la cabeza.
—Tengo que ponerme al día en muchas cosas.
—Muy bien, pues si no soy yo, al menos sí tenemos que estar… No sé, relacionadas de algún modo.
Luce observó cómo esa mujer canjeaba las fichas del calvo de la corbata. Tenía unas manos parecidas a las de Luce. También la forma de la boca era bastante semejante.
—¿Os parece que podría ser mi madre? ¿O mi hermana?
Shelby tomaba notas a toda velocidad en la cubierta de un manual de yoga.
—Solo hay un modo de descubrirlo. —Enseñó rápidamente la anotación a Luce—. «Las Vegas. Hotel y Casino Mirage. Turno de noche. Mesa cerca del espectáculo del tigre de Bengala. Vera con uñas postizas marca Lee».
Volvió a mirar a la mujer que repartía las cartas. Shelby era muy buena advirtiendo los detalles en los que Luce nunca reparaba. El nombre de la identificación de empleada decía VERA en letras blancas y algo inclinadas. Pero entonces la imagen empezó a temblar y a desvanecerse. Al poco rato se disgregó en trozos diminutos de sombra que cayeron al suelo y se retorcieron como la ceniza de un papel ardiendo.
—Un momento… ¿acaso esto no es el pasado? —quiso saber Luce.
—No lo creo —dijo Shelby—. Por lo menos, no es algo muy remoto en el tiempo. Había un anuncio del nuevo espectáculo del Cirque du Soleil al fondo. Así que ¿qué te parece?
¿Ir hasta Las Vegas para encontrar a esa mujer? Sin duda, resultaría más fácil acercarse a una hermana de mediana edad que a unos padres bien entrados en los ochenta, pero aun así… ¿Y si se marchaban hasta Las Vegas y Luce se volvía a bloquear?
Shelby le dio un codazo suave.
—Realmente me tienes que caer muy bien para que esté de acuerdo en acompañarte a Las Vegas. Mi madre trabajó de camarera allí durante unos años cuando yo era pequeña. Te lo prometo: es el Infierno en la tierra.