Miles plantó un billete de veinte dólares ante Luce y esta se acordó del juego al que se suponía que tenía que jugar. Deslizó el dinero por la mesa.
Vera arqueó una ceja perfilada.
—¿Tienes carné?
Luce negó con la cabeza.
—¿Nos dejaría mirar?
Al otro lado de la mesa, la señora pelirroja se había traspuesto y apoyó la cabeza en el hombro rígido de Shelby. Vera abrió los ojos con sorpresa al ver la escena y devolvió el dinero a Luce a la vez que señalaba el letrero de neón que anunciaba el Cirque du Soleil.
—Niños, ahí está el circo.
Luce suspiró. Iban a tener que esperar a que Vera terminara su trabajo. Y para entonces posiblemente se mostraría aún menos dispuesta a hablar con ellos. Luce, abatida, se dispuso a devolverle el dinero a Miles. Vera apartó los dedos en el preciso instante en que Luce iba a coger el billete, de modo que las yemas de sus dedos se tocaron. Las dos volvieron rápidamente la cabeza. Aquel sobresalto extraño cegó a Luce por un momento. Contuvo el aliento y clavó su mirada en los grandes ojos color avellana de Vera.
Y lo vio todo:
Una casa de madera de dos pisos en una nevada ciudad de Canadá. Telarañas de hielo en las ventanas, el viento agitando los cristales. Una niña de diez años viendo la televisión en la sala de estar y meciendo un bebé en el regazo. Es Vera. Una niña pálida y bonita vestida con vaqueros al ácido y botas Doc Martens, un grueso jersey de cuello alto de color azul marino que le llega hasta la barbilla, y una manta barata de lana arrugada entre ella y el respaldo del sofá. Sobre la mesilla, un cuenco de palomitas convertidas ya en un puñado de granos fríos y sin explotar. Un gato gordo de piel anaranjada rondando por la repisa de la chimenea bufando al radiador. Y Luce. Luce es su hermana, la niña pequeña a la que sostiene en brazos.
Luce sintió que se balanceaba en su asiento del casino, muy dolida al recordar todo aquello. Rápidamente, la impresión se desvaneció y fue sustituida por otra.
Luce de pequeña, siguiendo a Vera arriba y abajo de la escalera con unos escalones amplios y gastados por sus pasos fuertes; el pecho a punto de estallar de risa al oír el timbre de la puerta. Llega un chico guapo con el pelo corto, viene a recoger a Vera para una cita y ella se para y se compone la ropa y se vuelve de espaldas y se marcha…
Un instante después, y Luce es ya una adolescente, con una melena negra alborotada de mechones rizados que le llegan hasta el hombro. Tumbada sobre el cubrecama de tela tejana de Vera; el tejido áspero de algún modo le resulta cómodo.
Luce hojea el diario secreto de Vera. «Me quiere», ha escrito Vera una y otra vez mientras su caligrafía se vuelve cada vez más grotesca. Y luego las páginas arrancadas, el rostro enfadado de su hermana, la señal visible de haber llorado…
Y aún otra escena distinta con una Luce algo mayor, de tal vez diecisiete años, que se preparaba para lo que iba a ocurrir.
La nieve cae con fuerza del cielo como si fuera una suave interferencia blanca. Vera y unos cuantos amigos patinan sobre el hielo que cubre un estanque detrás de su casa; se deslizan dibujando círculos rápidos, felices y entre carcajadas. En el borde helado del estanque, Luce está agachada y siente que el frío le cala la fina ropa mientras se ata los patines deprisa, como siempre, para alcanzar a su hermana. Junto a ella, una presencia cálida que no necesita mirar para identificar: Daniel está en silencio, taciturno, y lleva ya los patines bien atados. Siente las ganas de besarlo, pero no ve ninguna sombra. La noche y todo alrededor están plagados de estrellas que, llenas de posibilidades, refulgen con una nitidez infinita.
Luce buscó la presencia de sombras y luego se dio cuenta de que era normal que no estuvieran, pues ese era un recuerdo de Vera. Por otra parte, la nieve impedía distinguirlo todo bien. De todos modos, Daniel seguramente lo sabía, igual que lo había sabido al zambullirse en el lago. Sin duda lo había presentido en todas y cada una de las ocasiones. ¿Alguna vez le había importado lo que les pasaba a personas como Vera después de que Luce muriera?
A continuación, se oyó un estallido procedente de la orilla del lago donde Luce se hallaba, semejante al de un paracaídas al soltarse. Y luego: una llamarada intensa de fuego de color rojo en medio de una ventisca. Una gran columna de llamas anaranjadas refulgentes alzándose contra el cielo en el borde del estanque. Donde había estado Luce. Los demás patinadores se apresuraron hacia allí por el lago. Pero el hielo se estaba fundiendo muy rápidamente, de forma catastrófica, de modo que los patines se hundían en las frías aguas de debajo. El grito de Vera retumbó esa noche azul y su mirada agónica fue todo cuanto Luce pudo ver.
En el casino, Vera apartó la mano como si se hubiera quemado. Los labios le temblaron un poco antes de decir: «Eres tú». Luego negó con la cabeza: «Pero eso es imposible».
—Vera —susurró Luce tendiendo de nuevo la mano hacia su hermana. Le hubiera gustado abrazarla, llevarse todo el dolor que Vera había sentido y hacérselo suyo.
—No. —Vera negó con la cabeza y retrocedió con un gesto admonitorio hacia Luce—. No, no, no.
Reculó hasta que dio con el repartidor de cartas de la mesa de detrás, tropezó con él y volcó una enorme pila de fichas de póquer que tenía sobre la mesa. Los discos de colores se deslizaron por el suelo provocando exclamaciones entre los jugadores, que saltaron de sus asientos para recogerlos.
—¡Maldita sea, Vera! —atronó un hombre rechoncho por encima del barullo.
Mientras él se dirigía balanceándose hacia la mesa con su traje barato de poliéster gris y zapatos negros, Luce cruzó una mirada de preocupación con Miles y Shelby. Los tres menores de edad no querían tener nada que ver con el jefe de sala. Sin embargo, él seguía regañando a Vera, dibujando una mueca de disgusto con los labios.
—¿Cuántas veces…?
Vera había recuperado el equilibrio, pero, aterrada, no apartaba la vista de Luce, como si fuera el demonio en lugar de su hermana en otra vida. Los ojos perfilados de Vera estaban blancos de terror mientras farfullaba:
—Ella, ella, ella n-n-no puede estar aquí.
—Por Dios —musitó el jefe de sala viendo a Luce y a sus amigos. Luego habló por el walkie-talkie—. Seguridad, tengo aquí a un par de gamberros menores de edad.
Luce se escurrió entre Miles y Shelby, la cual, con los dientes apretados dijo:
—Miles, ¿y si hicieras una de esas
translocaciones
tuyas?
Antes de que Miles pudiera contestar, tres hombres de muñecas y cuellos enormes aparecieron ante ellos con porte amenazador. El jefe de sala sacudió las manos.
—A la cárcel. Así veremos en qué otros problemas han estado metidos.
—¡Yo tengo una idea mejor! —dijo una voz femenina con tono desafiante por detrás del muro de guardias de seguridad.
Todas las cabezas se volvieron para localizar la voz, pero solo la cara de Luce se iluminó:
—¡Es Arriane!
La diminuta muchacha dirigió una sonrisa a Luce mientras se abría paso con ligereza entre la multitud. Con unos zapatos de plataforma de unos doce centímetros de alto, el pelo alborotado y los ojos prácticamente ocultos por la raya de un perfilador negro, Arriane se acoplaba a la perfección con la extraña clientela del casino. Nadie parecía saber muy bien qué pensar de ella, y menos aún Shelby y Miles.
El jefe de sala se volvió para encararse con Arriane, que apestaba a betún y jarabe contra la tos.
—¿Vamos a tener que llevarla también a usted al calabozo, señorita?
—¡Oh, bueno, parece divertido! —Arriane abrió los ojos—. Pero, por desgracia, esta noche estoy totalmente ocupada. Tengo entradas de primera fila para ver al Blue Man Group y luego también, cómo no, está la cena con Cher después del espectáculo. Y sé que hay algo más que tengo que hacer… —Se dio una palmadita en la frente y luego miró a Luce—. ¡Ah, sí! ¡Sacar a estos tres de aquí! Si nos disculpan… —Lanzó un beso al enojado jefe de sala, hizo un gesto de disculpa hacia Vera y luego chasqueó los dedos.
Entonces todas las luces se apagaron.
Seis días
M
ientras se apresuraba con ellos por el laberinto formado por aquel casino a oscuras, Arriane se movía como si tuviera visión nocturna.
—Vosotros tres, tranquilizaos —dijo con voz cantarina—. Os sacaré de aquí en un instante.
Llevaba a Luce bien asida por la muñeca, y ella, su vez, agarraba a Miles; Miles tenía cogida por la mano a Shelby, la cual se lamentaba de la indignidad de tener que huir por piernas.
Arriane los guiaba sin equivocarse y, aunque Luce no veía lo que hacía, se oía a personas refunfuñar y quejarse cuando Arriane los apartaba con un empellón. «¡Lo siento!», exclamaba. «Perdón» y «Disculpe».
Los llevó por pasillos oscuros llenos de turistas nerviosos que utilizaban sus móviles como linternas. Subieron escaleras sin luz, llenas de polvo por el desuso y repletas de cajas de cartón vacías. Finalmente, abrió de una patada la salida de emergencia, los condujo por ella y llegaron a un callejón oscuro y estrecho.
La callejuela se encontraba entre el Mirage y otro hotel gigantesco. De una hilera de contenedores de basuras emanaba el hedor putrefacto de la comida en descomposición. Un reguero de agua de alcantarilla de color verde ácido dibujaba una especie de riachuelo repugnante que dividía el callejón en dos. Delante de ellos, en medio de la iluminada y animada Strip con sus luces de neón, un reloj negro anticuado dio las doce.
—¡Ah! —Arriane inspiró profundamente—. El comienzo de otro glorioso día en la Ciudad del Pecado. Me gustaría iniciarlo directamente con un gran desayuno. ¿Quién tiene hambre?
—Hummm… bueno —farfulló Shelby mirando a Luce, luego a Arriane y finalmente al casino en general—. ¿Qué es…? ¿Cómo…?
La mirada de Miles estaba clavada en la cicatriz brillante y marmórea que recorría un lado del cuello de Arriane. Luce ya estaba acostumbrada a ella, pero era evidente que sus amigos no sabían qué pensar.
Arriane señaló con el dedo a Miles.
—Este parece capaz de zamparse tantos gofres como pesa. ¡Vamos, conozco una cafetería repugnante!
Mientras recorrían el callejón para salir a la calle, Miles se volvió hacia Luce y articuló con los labios:
—¡Es impresionante!
Luce asintió. Era todo cuanto podía hacer para mantenerse al ritmo de Arriane mientras esta cruzaba a toda carrera la Strip. Vera. No se la podía quitar de la cabeza. Todos los recuerdos que había vislumbrado en un instante habían sido dolorosos y asombrosos, por lo que se hacía una ligera idea de lo que habían representado para Vera. Sin embargo, para Luce también habían resultado profundamente satisfactorios. En mucha mayor medida que en cualquier otra de sus visiones a través de las Anunciadoras, esta vez había podido sentir una de sus vidas anteriores. Curiosamente había visto también algo en lo que nunca antes había reparado: sus antiguos yoes tenían una vida. Llevaban vidas completas e importantes antes de que Daniel apareciera.
Arriane los condujo hasta una cafetería de la cadena IHOP situada en un edificio marrón, bajo y estucado tan antiguo que podría ser anterior a cualquier otra cosa que hubiera en la Strip. El establecimiento parecía más claustrofóbico y triste que cualquier otro IHOP.
Shelby fue la primera en entrar, empujó las puertas de cristal, que hicieron sonar las campanillas baratas que colgaban en lo alto pendidas con cinta adhesiva. Tomó un puñado de pastillitas de menta que había en un cesto junto a la caja y luego se hizo con un compartimiento situado en el rincón posterior de la sala. Arriane se deslizó junto a ella mientras que Luce y Miles ocuparon el otro asiento de cuero desgastado de color naranja.
Con un silbido y un rápido gesto circular, Arriane pidió una ronda de café a una camarera rechoncha y guapa, que llevaba el lápiz en el pelo.
Los demás se concentraron en leer el menú, que era grueso y estaba encuadernado en espiral. Volver las páginas era una batalla contra los restos de sirope de arce que lo pegaban todo y también un buen modo de evitar hablar sobre el problema del que se acababan de librar por los pelos.
Finalmente Luce tuvo que preguntar:
—¿Qué haces aquí, Arriane?
—Pedir algo que tenga un nombre raro. El Rooty Tooty, creo, como aquí no tienen los bocadillos Moons Over My Hammy… Siempre me cuesta decidirme.
Luce hizo una mueca. Arriane no tenía ninguna necesidad de actuar de un modo tan evasivo. Era obvio que su acción de rescate no había sido una coincidencia.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Vivimos tiempos muy extraños, Luce. Pensé que era mejor pasarlos en una ciudad igualmente extraña.
—Sí, pero pronto terminarán, ¿no? Según el calendario de la tregua…
Arriane dejó su taza de café en la mesa y apoyó la barbilla en la palma de la mano.
—Bueno, aleluya. Parece que, después de todo, aprendes algo en esa escuela.
—Sí y no —respondió Luce—. Hace poco oí a Roland decir que Daniel estaba contando los minutos, y que tenía que ver con la tregua, pero no sabía exactamente de cuántos minutos estábamos hablando.
A su lado Miles pareció ponerse en tensión al oír mencionar el nombre de Daniel. Cuando la camarera se acercó para tomar nota él fue el primero en pedir con voz muy alta y prácticamente arrojándole el menú.
—Bistec y huevos, poco hechos.
—¡Oh! ¡Qué varonil! —exclamó Arriane dirigiendo una mirada aprobatoria a Miles mientras escogía lo que quería a pito pito colorito—. Un Rooty Tooty Fresh ’N Fruity —anunció con expresión circunspecta, articulando cada sílaba como si fuera la mismísima reina de Inglaterra.
—Para mí, bollos rellenos de salchicha —dijo Shelby—. Bueno, no, mejor una tortilla de clara de huevo sin queso. Pero ¡qué caray! No, no, mejor bollos rellenos con frankfurt.
La camarera se volvió hacia Luce.
—¿Y tú, bonita?
—Un desayuno normal. —Luce sonrió disculpándose por sus amigos—. Los huevos revueltos sin carne.
La camarera asintió, y se encaminó tranquilamente hacia la cocina.
—Muy bien. ¿Y qué más oíste decir? —preguntó Arriane.
—Hummm. —Luce empezó a juguetear con el frasco de sirope que había junto a la sal y la pimienta—. Hubo una conversación sobre… ya sabes, el fin del mundo.