La carta en el interior estaba escrita a máquina en papel de color crema y se hallaba doblada en tres partes.
Querida Luce:
Hay una cosa que quiero decirte desde hace tiempo. Reúnete conmigo en la ciudad, cerca de Noyo Point, en torno a las seis de la tarde. El autobús n.º 5 que circula junto a la autopista 1 tiene parada a cuatrocientos metros al sur de la Escuela de la Costa. Utiliza este billete de autobús. Te esperaré en North Cliff. Tengo muchas ganas de verte.
Te quiere,
Daniel
Luce sacudió el sobre y notó que dentro había un pequeño trozo de papel. Sacó un billete de autobús azul y blanco con el número cinco impreso delante y un esbozo del mapa de Fort Bragg dibujado detrás. Eso era todo. No había nada más.
Le pareció alucinante. Ni una mención a su disputa en la playa, ni ningún indicio de que Daniel supiera lo poco normal que era desvanecerse prácticamente en el aire por la noche y esperar que al día siguiente ella se desplazara sin más en cuanto él lo dijera.
Ni una disculpa.
Resultaba extraño. Daniel podía aparecerse en cualquier sitio y en cualquier hora y acostumbraba mostrarse ajeno por completo a las realidades logísticas que los seres humanos normales tenían que afrontar.
Esa carta le parecía fría y brusca. Una parte de ella, la más imprudente, se vio tentada a fingir que nunca la había recibido. Estaba harta de discutir, cansada de que Daniel no le confiara más detalles. Pero, en cambio, la parte enamorada de Luce se preguntaba si tal vez había sido demasiado dura con él. Porque la relación que tenían merecía la pena. Intentó recordar la mirada y el tono de voz de Daniel cuando le contaba la historia sobre la vida que ella llevaba durante la fiebre del oro en California. Cómo él la había visto por la ventana y se había vuelto a enamorar de ella, como en miles de ocasiones anteriores.
Esa fue la imagen que Luce tenía en mente cuando minutos más tarde salió de su habitación y se escabulló por el camino hacia la entrada principal de la Escuela de la Costa y la parada de autobús donde Daniel le había pedido que esperara. La imagen de sus ojos implorantes de color violeta le encogía el corazón mientras permanecía de pie bajo el cielo gris y húmedo. Vio coches deslucidos materializarse en la niebla, recorrer las curvas cerradas de la autopista sin guardarraíles y desaparecer de nuevo.
Al volver la vista hacia el formidable campus de la Escuela de la Costa que se encontraba a lo lejos, se acordó de lo que Jasmine había dicho en la fiesta: «Mientras permanezcamos en el campus bajo su escudo protector, podemos hacer prácticamente lo que queramos.» Luce estaba saliendo de la protección de aquel escudo, pero ¿qué había de malo en eso? En realidad, ella no era una alumna, y, en cierto modo, volver a ver a Daniel bien merecía el riesgo de ser descubierta.
Pocos minutos después de las cinco y media, el autobús número 5 se detuvo en la parada.
El vehículo era viejo, gris y destartalado, igual que el conductor que abrió la puerta para que Luce subiera. Ocupó un asiento de la parte delantera. El autobús olía a rancio. Se tuvo que agarrar al asiento barato de piel artificial mientras el autobús se precipitaba veloz por las curvas a ochenta kilómetros por hora, como si a pocos metros de la carretera el acantilado no se desplomara en una vertical de kilómetro y medio sobre el océano gris.
Cuando llegaron a la ciudad, llovía, una llovizna persistente que no llegaba a aguacero. La mayoría de los establecimientos de la calle principal ya habían cerrado, y la ciudad tenía un aspecto empapado y desolado. No era precisamente el escenario que más le hubiera gustado para una feliz reconciliación.
Al bajar del autobús, Luce se sacó el gorro de lana de la mochila y se lo puso en la cabeza. Notó el frío de la lluvia en la nariz y en las yemas de los dedos. Vio entonces un poste metálico inclinado de color verde y siguió la dirección de la flecha, que señalaba hacia el cabo de Noyo Point.
El cabo era en realidad una extensa lengua de tierra sin el verdor exuberante de los jardines del campus de la Escuela de la Costa; más bien se trataba de una mezcla de zonas de hierba verde y trozos de arena gris y húmeda. Los árboles clareaban, las hojas arrancadas por el embate del viento oceánico. En la orilla, a unos noventa metros de la carretera, solo había un banco colocado en un lugar fangoso. Seguramente aquel era el sitio que Daniel había elegido para quedar. Sin embargo, desde su posición, Luce se dio cuenta de que todavía no había llegado. Miró el reloj. Ella había llegado con cinco minutos de retraso.
Daniel nunca llegaba tarde.
La lluvia parecía prenderse en las puntas de su pelo en lugar de empaparlo como de costumbre. Ni siquiera la madre naturaleza sabía qué hacer con esa Luce rubia oxigenada. No quería esperar a Daniel al aire libre. Había una hilera de tiendas en la calle principal. Luce se quedó allí de pie en un porche largo de madera que tenía un toldo de metal oxidado. En el rótulo de cerrado, en letras azules deslucidas, se leía PESCADOS FRED’S.
Fort Bragg no era un lugar tan pintoresco como Mendocino, la ciudad donde ella y Daniel se habían detenido y desde donde él la había llevado volando por la línea de la costa. Era un lugar más industrial, una población pesquera realmente anticuada, con embarcaderos de madera podrida dispuestos en una ensenada curva donde la tierra descendía hasta llegar a las aguas. Mientras Luce esperaba, atracó un barco cargado de pescadores. Observó a esos hombres enjutos y de rostro duro que, ataviados con sus impermeables empapados, subían la escalera de piedra de los muelles que quedaban más abajo.
Cuando tocaron tierra, echaron a andar en solitario o bien en grupos en silencio, pasaron ante el banco desocupado y los árboles tristemente inclinados, así como frente a los escaparates cerrados hasta llegar a un aparcamiento de grava situado en el extremo sur de Noyo Point. Una vez allí, subieron a unas camionetas viejas y destartaladas, pusieron en marcha los motores y se marcharon, de modo que aquel mar de rostros adustos fue decreciendo hasta que quedó un solo marinero que no parecía salido de ningún velero. De hecho, parecía haber surgido de repente de la niebla. Luce retrocedió sobresaltada contra la persiana metálica de la pescadería e intentó recuperar el aliento.
Era Cam.
Avanzaba en dirección oeste por el camino de grava, justo delante de ella, flanqueado por dos pescadores vestidos de oscuro que no parecían haber advertido su presencia. Llevaba unos vaqueros negros ajustados y una chaqueta de cuero negra. Su pelo oscuro brillaba con la lluvia y lo llevaba más corto que en la última ocasión que lo había visto. A un lado de la nuca se le adivinaba el tatuaje negro en forma de sol. Recortados contra el telón de fondo de aquel cielo descolorido, sus ojos seguían siendo tan intensamente verdes como siempre.
La última vez que lo había visto, Cam estaba de pie ante un espeluznante ejército oscuro de demonios, en una actitud insensible, cruel y, por decirlo llanamente, malévola. A Luce se le heló la sangre. Aunque tenía lista toda una retahíla de insultos y acusaciones contra él, pensó que era mejor esquivarlo sin más.
Demasiado tarde. Los ojos verdes de Cam se posaron en ella, y se quedó paralizada. No porque hubiera echado mano de aquel encanto fingido al que ella había estado a punto de sucumbir en Espada & Cruz, sino porque parecía realmente alarmado de verla. Cambió de pronto de dirección y en un instante, tras abrirse paso entre el escaso flujo de pescadores que avanzaban, se colocó junto a ella.
—¿Qué haces aquí?
Cam parecía más que alarmado, diríase que casi aterrado. Tenía los hombros alzados y no fijaba la vista más de un segundo en nada. No le comentó nada sobre su pelo, como si no hubiera reparado en él. Luce tuvo la certeza de que Cam no sabía que ella estaba en California. De hecho, su reubicación había venido motivada precisamente para mantenerla a salvo de tipos como él. Ella había dado al traste con todo eso.
—Yo solo… —Miró el camino de grava blanca situado detrás de Cam, que atravesaba la zona de hierba que bordeaba el acantilado— quería dar un paseo.
—No es cierto.
—Déjame en paz. —Luce intentó abrirse paso—. No tengo nada que decirte.
—Lo cual está bien, pues se supone que no deberíamos hablar. Y también se supone que no deberías estar fuera de la escuela.
De pronto, Luce se inquietó, pues intuyó que Cam sabía algo que ella desconocía.
—¿Y tú cómo sabes que voy a una escuela de por aquí?
Cam suspiró.
—Lo sé todo, ¿vale?
—Entonces estás aquí para luchar contra Daniel.
Cam empequeñeció sus ojos verdes.
—¿Por qué iba yo…? Un momento, ¿me estás diciendo que has venido aquí para verlo?
—Vamos, no te hagas el sorprendido. Somos pareja.
Parecía que Cam no había aceptado aún que ella hubiera preferido a Daniel en lugar de a él.
Cam se rascó la frente con actitud preocupada.
—¿Te ha hecho venir, Luce? —dijo atropelladamente.
Ella se sintió avergonzada y cedió ante la presión de su mirada.
—Recibí una carta.
—Déjame verla.
Luce se puso en guardia mientras examinaba la extraña expresión de Cam. Parecía tan nervioso como ella.
—Te han tendido una trampa. En las circunstancias actuales, Grigori jamás te haría llegar un mensaje.
—Yo ya no sé lo que haría por mí. —Luce se volvió deseando desaparecer muy lejos de allí y que Cam no la hubiera visto. Sintió la necesidad infantil de alardear ante Cam de que Daniel la había visitado la noche anterior, pero no era momento de jactarse. No había muchos motivos de vanagloria en los detalles de su disputa.
—Sé que él moriría si mueres, Luce. Si quieres seguir con vida, es mejor que me enseñes la carta.
—¿Me matarías por un trozo de papel?
—No, pero seguramente es lo que intenta quienquiera que te haya enviado esa nota.
—¿Qué?
Aunque la carta casi le ardía en el bolsillo, Luce se resistía a dejarle verla. Cam no podía saber de qué hablaba. Pero cuanto más la miraba él, más dudas empezaba a tener ella sobre la extraña nota: el billete de autobús, las instrucciones… el tono extrañamente técnico y rígido, nada que ver con el estilo de Daniel. Finalmente se la sacó del bolsillo con los dedos temblorosos.
Cam la agarró e hizo una mueca de disgusto al leerla. Masculló algo para sí y con los ojos recorrió el bosque situado al otro lado de la carretera. Luce también miró a su alrededor, pero no supo adivinar nada sospechoso entre los escasos pescadores que quedaban y que cargaban sus aparejos en la parte trasera de unas camionetas oxidadas.
—Vamos —dijo él al fin asiéndola por el codo—. Ya va siendo hora de acompañarte de vuelta a la escuela.
Ella se apartó con un movimiento brusco.
—No pienso ir a ningún sitio contigo. Te odio. Además, ¿qué haces aquí?
Él la agarró.
—Voy de caza.
Luce lo miró con recelo intentando que él no se diera cuenta de que la seguía intimidando. Cam parecía delgado, iba vestido como un punk y estaba desarmado.
—Ah, ¿sí? —Ella ladeó la cabeza—. ¿Y qué cazas?
Cam clavó la vista detrás de Luce, en dirección al bosque, sombrío al atardecer, e hizo una señal con la cabeza.
—A ella.
Luce se volvió para ver de quién o de qué hablaba, pero antes de que pudiera ver algo, él ya la había empujado con fuerza a un lado. Se oyó un extraño silbido en el aire, y un objeto plateado pasó rozándole la cara.
—¡Al suelo! —gritó Cam apretando los hombros de Luce hacia abajo. En el suelo del porche, sintió el peso de él encima mientras el polvo de la madera se le iba metiendo en la nariz.
—¡Sal de encima de mí! —chilló.
Mientras se debatía con indignación fue presa del terror. Quien fuera que estuviera ahí tenía que ser realmente maléfico. De lo contrario, nunca se habría visto expuesta a que fuera Cam precisamente quien tuviera que protegerla.
Al poco, Cam se lanzó a toda velocidad por el aparcamiento desierto en dirección a la muchacha. Era una chica muy atractiva, de la edad de Luce, que vestía una larga capa marrón. Sus rasgos eran delicados, llevaba la cabellera rubia, casi blanca, recogida en una coleta, y tenía una mirada extraña, ausente. Incluso de lejos, Luce se quedó paralizada de miedo.
Pero había algo más: la chica iba armada, con un arco de plata que estaba cargando precipitadamente.
Cam se encontraba ya muy cerca y sus pies crujían contra la grava del aparcamiento mientras corría hacia la chica, cuyo extraño arco de plata brillaba incluso en la niebla, como si no fuera de este mundo.
Luce apartó con dificultad la vista de la muchacha del arco, se puso de rodillas y escrutó el aparcamiento para ver si había alguien más mirando aterrado como ella. Pero el lugar se hallaba vacío y extrañamente silencioso.
Notó una sensación de opresión en los pulmones que apenas la dejaba respirar. La muchacha se movía como una autómata. Y Cam estaba desarmado. Ella tenía el arco tensado, y a Cam en su punto de mira.
Pero en décimas de segundo Cam se precipitó sobre ella y la derribó haciéndola caer de espaldas, le arrancó con fuerza el arco de las manos y le apretó el codo contra la cara hasta que ella dejó de forcejear. La muchacha gritó con una voz aguda e inocente y retrocedió en el suelo levantando la mano para pedir clemencia mientras Cam apuntaba con el arco hacia ella.
Cam le arrojó la flecha directamente al corazón.
Al otro lado del aparcamiento, Luce se mordió el puño para no gritar. Pese a que hubiera preferido encontrarse lejos de allí, se incorporó trabajosamente y se acercó corriendo. Pero extrañamente la chica no yacía desangrándose ni se debatía a gritos.
No estaba allí.
Ella y la flecha que Cam le había arrojado habían desaparecido.
Cam escudriñaba el aparcamiento, haciéndose con las flechas que ella había tirado, como si aquel fuera el cometido más acuciante de su vida. Luce se agachó en el sitio donde había caído la chica. Desconcertada y más aterrorizada de lo que había estado instantes antes, resiguió con el dedo la grava. No había indicio alguno de que hubiera caído allí una persona.
Cam regresó junto a Luce con tres flechas en una mano y el arco de plata en la otra. Instintivamente, Luce tendió la mano para tocar una. Nunca había visto nada igual y por algún extraño motivo se sentía fascinada. Se le puso la carne de gallina y la cabeza empezó a darle vueltas.