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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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Era el símbolo con el que se conocía a una banda de estafadores que actuaba en el barrio de Adachi.

—Entiendo —dijo Jumonji con una sonrisa nerviosa—. ¿Y qué haces por aquí?

—Pues ya ves... —dijo mirando hacia un rincón del parking.

Jumonji le siguió la mirada y vio a dos hombres discutiendo de pie al lado de sendos coches: al parecer, habían colisionado. El mayor parecía arrepentido, y el más joven, vestido con un traje chillón, gritaba y gesticulaba hecho una furia. En el parachoques posterior de uno de los vehículos había una gran abolladura.

—¿Un accidente? —preguntó Jumonji.

—Pues sí. Les han dado por culo.

—Vaya.

Jumonji recordó que últimamente había oído rumores sobre una banda mafiosa que se dedicaba a fingir accidentes. Incluso un compañero de trabajo le había enviado un correo electrónico con una lista de matrículas de los coches con que operaban. Su táctica consistía en localizar a una víctima propicia y frenar en seco para que los embistiera por detrás. El pobre conductor que había provocado el accidente bajaba del coche atolondrado y, según cómo reaccionara, buscaban la mejor forma de sacarle dinero. Jumonji conocía bien sus métodos; lo que no sabía era que Soga estuviera al frente de la banda.

—He oído rumores —dijo—. Así que sois vosotros.

—¡Qué dices! —disimuló Soga—. ¿No me has oído? Ese imbécil les ha dado por culo. Ha sido culpa suya.

Mientras hablaban, Kuniko había salido del restaurante y los miraba acobardada. Al ver que Jumonji se había percatado de su presencia, hizo ademán de marcharse. Jumonji se alegró de que lo hubiera visto con Soga: así se apresuraría en encontrar a un avalador.

—Soga, nos vamos al hospital —anunció uno de los chicos involucrados en el «accidente».

El hombre, de mediana edad, se había quedado de cuclillas al lado de los coches, negando ostensiblemente con la cabeza. Jumonji sabía que lo habían embaucado, pero no sintió lástima por él: no era más que un pobre idiota.

—Bueno, bueno —dijo Soga asintiendo con exageración—. Akira, ¿tienes una tarjeta? —preguntó y extendió una mano huesuda.

—Sí, claro —respondió Jumonji sacándose una tarjeta del bolsillo y ofreciéndosela con un ademán afectado—. Aquí tienes.

—Pero ¿esto qué es? —exclamó Soga—. ¿Desde cuándo te llamas Jumonji?

El verdadero nombre de Jumonji era Akira Yamada, pero como le parecía demasiado vulgar se lo había cambiado por el de su motociclista preferido.

—¿Suena raro?

—¿Cómo que si suena raro? Parece un nombre de actor. Pero bueno, siempre te ha gustado aparentar. Supongo que va contigo —dijo Soga tras guardarse la tarjeta en el bolsillo de la americana—. Ahora que el destino ha querido que nos volvamos a encontrar, deberíamos vernos más. Como en los viejos tiempos.

—Claro —aceptó Jumonji fingiendo entusiasmo. Parecía imposible que hubieran pertenecido a la misma banda de moteros.

—Podría serte de utilidad.

—Te llamaré en cuanto necesite que me echen una mano —dijo Jumonji—. Pero es una empresa pequeña, apenas tenemos problemas.

La mayoría de sus clientes eran gente normal y corriente a la que era innecesario agobiar: si lo hacías, te arriesgabas a que desaparecieran y te dejaran con una mano delante y otra detrás. Por otro lado, como eran seres débiles, de vez en cuando no estaba de más hacerles llegar un recordatorio. Lo difícil del negocio era encontrar un punto de equilibrio.

—Tú mismo —dijo Soga—. Pero que sepas que no me gusta verte tan pimpollo —le dijo dándole unas palmaditas en la mejilla—. Eres basura, pero los chavales de ahora son aún peores —prosiguió mirando a sus compinches—. Me llevan por el camino de la amargura. Les metería unos años en una banda a ver si aprenden.

—¿Y no tienes nada con lo que pueda ganar un buen dinero?

—Es lo que todos andamos buscando, imbécil —dijo Soga.

Entonces desvió la mirada de Jumonji y dio media vuelta para subir a su Gloria. Un muchacho con el pelo teñido de rubio, que parecía hacer las veces de chófer y guardaespaldas, lo esperaba al lado del automóvil.

Jumonji se quedó donde estaba hasta que Soga y su pandilla salieron del parking. Entonces subió al coche y arrancó. No tenía ningún interés en que Soga le prestara a sus granujas, pero si le ofrecía la ocasión de ganar algo de pasta estaba dispuesto a colaborar con él. Al fin y al cabo, el dinero nunca sobra.

En una calle situada detrás de la estación de Higashi Yamato había un bar ruinoso especializado en sushi para llevar. El toldo de la entrada estaba sucio y la furgoneta de reparto también estaba sucia de barro. Detrás del bar, un joven lavaba los toneles de arroz con la escobilla del váter. Era el típico establecimiento que no superaría ninguna inspección de sanidad. La oficina de Jumonji estaba al lado del bar, subiendo por una escalera prefabricada.

Jumonji subió la escalera chirriante y abrió la puerta de contrachapado, donde había una placa blanca en la que podía leerse: MILLION CONSUMERS CENTER.

—Hola, jefe —le saludaron sus dos empleados.

La oficina sólo estaba equipada con un ordenador y varios teléfonos, y frente a ellos, un joven aburrido y una mujer con un peinado demasiado atrevido para su edad.

—¿Cómo ha ido?—preguntó Jumonji.

—Ni una sola pista desde después de la hora de la comida —respondió el chico. Aun sabiendo que era una pérdida de tiempo, Jumonji le había ordenado que intentara localizar a Tetsuya, el compañero de Kuniko Jonouchi—. No creo que lo encontremos.

—Bueno. Si nos va a costar dinero, déjalo.

El chico asintió aliviado. La mujer observó un instante sus uñas pintadas y se levantó.

—Jefe, ¿puedo irme antes? Mañana me quedaré hasta las cinco.

—Como quieras.

Jumonji había pensado en sustituirla por alguien más joven, pero al final desestimó la idea porque la mujer parecía tener un don especial para atraer a los clientes. Quizá era mejor echar al chico. Últimamente sólo pensaba en cómo suprimir gastos. Se sentó frente a la ventana preguntándose cuál podía ser la fuente de ingresos de Kuniko.

Delante de la estación había un solar lleno de maleza donde pronto se alzaría un nuevo edificio. Más allá, el sol empezaba a ponerse.

Capítulo 7

Se oía el murmullo de varios insectos, sonidos húmedos y sosegados que le hacían pensar en la hierba mojada por el rocío. No era como en Sao Paulo, donde el canto de los insectos se asemejaba a una campanilla repicando en el aire seco y cálido.

Kazuo Miyamori estaba acuclillado entre la espesa hierba, con los brazos alrededor de las rodillas. Llevaba varios minutos soportando la presencia de una nube de mosquitos. Estaba seguro de que le habían picado en los brazos desnudos, pero no podía moverse. Tenía que superar la prueba que él mismo se había impuesto. Él funcionaba así: si no era capaz de superar las pruebas que se imponía, estaba convencido de que se convertiría en una mala persona.

Aguzó el oído en medio de la oscuridad; no sólo oía el canto de los insectos sino también un suave rumor de agua. No era el murmullo de una ola, ni el fragor de un torrente, sino más bien el denso borboteo de un lodazal. Kazuo sabía que provenía de la alcantarilla: una espesa corriente de aguas residuales mezclada con restos de todo tipo fluyendo sin cesar debajo de una cubierta de hormigón.

Las hierbas secas crujieron con la brisa. En ese mismo instante, la puerta metálica oxidada que tenía a su espalda vibró con un sonido semejante al plañido de un animal. Kazuo pensó en el amplio espacio cavernoso que se extendía al otro lado de la puerta. La había retenido ahí mismo. Un sudor frío le empapó la espalda. ¿Qué había hecho? ¿En qué clase de monstruo se había convertido la noche anterior? Había olvidado sus pruebas y se había convertido en alguien malvado.

Cogió una espiga que tenía ante sí y se puso a juguetear con ella.

En 1953, cuando los flujos de emigración se reanudaron después de la guerra, el padre de Kazuo Miyamori dejó la prefectura de Miyazaki para trasladarse a Brasil. Sólo tenía diecinueve años. Gracias a un familiar que había emigrado antes de la guerra, encontró trabajo en una granja en las afueras de Sao Paulo cuyo patrón era japonés. Sin embargo, el padre de Kazuo, que se había educado en el ambiente relativamente liberal de la posguerra, no tardó en descubrir las grandes diferencias que lo separaban de los inmigrantes que ya llevaban años residiendo en Brasil y cuya actitud era mucho más tradicional. Así pues, impulsado por su carácter independiente, decidió dejar la granja y trasladarse a Sao Paulo, donde no conocía a nadie.

En Sao Paulo no lo ayudó ningún inmigrante japonés, con quien pudiera haber tenido algo en común, sino un amable barbero brasileño que lo contrató como aprendiz. A los treinta años, el padre de Kazuo heredó la barbería. Ya instalado, se casó con una bella mulata y, al poco tiempo, nació Roberto Kazuo. Pero cuando Kazuo tenía diez años, su padre murió en un accidente, de modo que no tuvo oportunidad de aprender ni la lengua ni la cultura de su país de origen. Lo único que conservaba de Japón eran el nombre y la nacionalidad.

Después de terminar el bachillerato, Kazuo empezó a trabajar en una imprenta. Un día, vio un cartel que decía: Se buscan personas para trabajar en Japón. Gran oportunidad. Al parecer, los brasileños de origen japonés no necesitaban un visado y tenían la opción de escoger el plazo de tiempo que querían trabajar en Japón antes de volver a Brasil. Además, había oído que la economía japonesa era próspera, y que era tanta la falta de mano de obra que no había problemas para encontrar trabajo.

¿Sería verdad? Para asegurarse, Kazuo preguntó a un conocido por la situación, y éste le respondió que no había en el mundo país más rico que Japón. En las tiendas había de todo, y la paga semanal era casi igual a su salario mensual en la imprenta. Kazuo siempre se había sentido orgulloso de su ascendencia japonesa, y deseaba conocer el lugar de origen de su padre.

Unos años después, Kazuo volvió a ver al conocido a quien había preguntado por la situación en Japón, esta vez al volante de un flamante coche. Acababa de volver a Brasil después de permanecer dos años trabajando en una fábrica de automóviles japonesa. Kazuo sintió envidia. La economía brasileña seguía estancada, y no había signos que llevaran a pensar en una pronta recuperación. Con lo que ganaba en la imprenta, comprarse un coche era una quimera. Entonces decidió que se iría a Japón. Con dos años de trabajo, podría tener un coche, y si se quedaba más tiempo incluso podría ahorrar para comprarse una casa. Y, por si fuera poco, conocería el país de su padre.

Kazuo anunció la decisión a su madre. Temía que ella se opusiera, pero de hecho lo animó a dar el paso. Pese a no conocer la lengua ni la cultura, era medio japonés, le dijo, de modo que los japoneses lo tratarían bien, como a un hermano.

Había algunos inmigrantes japoneses que habían conseguido enviar a sus hijos a la universidad e introducirse en la élite brasileña, pero ése no era el caso de Kazuo. Él era hijo de un barbero de uno de los barrios más humildes de la ciudad, de modo que no había nada de extraño en querer ganar dinero en el país de donde era oriundo su padre y regresar después a Brasil. Se trataba de una decisión muy acorde con el carácter independiente que había heredado de su padre.

Kazuo dejó la imprenta donde había trabajado durante los últimos seis años y se plantó en el aeropuerto de Narita. De eso hacía sólo seis meses. Al pensar que su padre había hecho el camino inverso con sólo diecinueve años y sin ninguna promesa, a Kazuo lo embargó la emoción. Él tenía veinticinco años y llegaba a Japón con un contrato de dos años.

Sin embargo, no tardó en descubrir que en la tierra de su padre el hecho de que por sus venas corriera sangre japonesa no importaba en absoluto. Cada vez que en el aeropuerto o en las calles topaba con unos ojos que lo miraban como a un extranjero, le entraban ganas de proclamar que era medio japonés, que tenía la nacionalidad japonesa.

Pero para los japoneses, cualquiera que tuviera unas facciones diferentes o no hablara su idioma, simplemente no era uno de ellos. Al fin, se dio cuenta de que los japoneses juzgaban a la gente por su aspecto. La idea de hermandad que su madre le había transmitido se vino abajo, hasta el punto que pensó que él no tenía nada en común con ese pueblo. Cuando fue consciente de que su físico no le ayudaría a ser considerado como uno más, Kazuo abandonó las ilusiones que se había hecho respecto a Japón. Además, el trabajo en la fábrica era más duro y más aburrido que el que desempeñaba en Brasil, y amenazaba con aniquilar cualquier esperanza que hubiera podido albergar.

Por eso había concebido su estancia en Japón como dos años de prueba, tiempo suficiente para conseguir el dinero necesario para comprarse un coche. Ese período de prueba a que se sometía Kazuo no tenía nada que ver con la profunda fe católica de su madre. No era Dios sino su propia voluntad quien le daba la fuerza para conseguir los objetivos que se fijaba. Sin embargo, la noche anterior lo había olvidado por completo.

Se metió la espiga en la boca y alzó la vista. Al contrario que en Brasil, apenas si había estrellas en el cielo.

El día anterior había librado en el trabajo. Los empleados brasileños de la fábrica cumplían ciclos rotatorios de cinco días, un ritmo que les alteraba el reloj biológico y hacía que al llegar el día de descanso estuvieran exhaustos.

Así, pese a que había estado esperando ese día, a Kazuo sólo le apetecía quedarse en casa, tumbado en la cama. Estaba cansado, quizá también porque era la primera vez que vivía la temporada de lluvias en Japón. La humedad le aplastaba el pelo negro y brillante, y confería un aspecto apagado a su tez morena. Era imposible secar la colada, y tampoco podía sentirse animado.

Finalmente decidió ir de compras a Little Brazil, entre las prefecturas de Gunma y Saitama. En coche quedaba relativamente cerca, pero no tenía automóvil ni permiso de conducir. Tardó casi dos horas en hacer el trayecto en tren y autobús.

Estuvo leyendo revistas de fútbol en una librería de la Brazilian Plaza, compró varios ingredientes para prepararse platos brasileños y echó un vistazo al videoclub. A la hora que debía emprender el camino de vuelta hacia Musashi Murayama, sólo deseaba volver a Brasil. Echaba de menos Sao Paulo. Decidió quedarse un poco más y entró en un bar, donde se tomó varias cervezas brasileñas. No conocía a nadie, pero al encontrarse rodeado de brasileños no le costó imaginar que estaba en algún bar del centro de Sao Paulo.

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