Out (47 page)

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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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¿Quién era el hombre del sueño? Mientras recordaba la sensación de sus brazos al agarrarla, intentó analizar todas las posibilidades. Estaba segura de que no se trataba de Kenji. Había aparecido en el sueño como un fantasma que la guiaba hacia sus miedos. Tampoco era Yoshiki. Durante todos los años que habían estado juntos, ni una sola vez había tenido un comportamiento violento. Tampoco eran los brazos de Kazuo. Entonces, sólo podía ser la inquietante «presencia» invisible que la perseguía últimamente. Pero ¿qué significaba que su miedo apareciera ligado al placer? Por unos instantes, Masako permaneció absorta en una sensación que hacía mucho que no sentía.

Al cabo de unos minutos, se levantó, encendió la luz de la habitación y, tras descorrer las cortinas, se sentó frente al tocador. Al verse en el espejo, frunció el ceño: su cutis aparecía pálido y amarillento bajo la luz fluorescente. Su rostro había empezado a transformarse a partir del día en que descuartizó el cadáver de Kenji. Era plenamente consciente de ello. Las pequeñas arrugas que tenía entre las cejas se habían profundizado y su mirada ahora era más penetrante. Parecía mayor. Sin embargo, sus labios estaban entreabiertos, prestos a gritar el nombre de alguien. ¿Qué le estaba sucediendo? Se llevó una mano a la boca, pero no pudo ocultar el brillo que se reflejaba en sus ojos.

Un ruido la devolvió a la realidad. Yoshiki o Nobuki debían de haber vuelto a casa. Echó un vistazo al reloj de la mesilla: eran casi las ocho. Se peinó apresuradamente, se puso una chaqueta sobre los hombros y salió de la habitación. Le llegó el ruido de la lavadora del baño. Yoshiki debía de estar lavando su ropa. Hacía tiempo que se lavaba sus prendas aparte.

Masako llamó a la puerta de su habitación. Al no obtener respuesta, decidió abrir y lo encontró sentado en la cama, de espaldas a la puerta y escuchando música con los auriculares puestos. La estancia era pequeña, pero aún lo parecía más después de que Yoshiki hubiera trasladado una cama, unas estanterías y un escritorio. Parecía el cuarto de un estudiante realquilado. Masako le dio un golpecito en el hombro. Él se volvió sorprendido y se quitó los auriculares.

—¿No te encuentras bien? —le preguntó al verla en pijama.

—No. Me he quedado dormida —respondió ella.

Sintió un escalofrío y se abotonó la chaqueta.

—¿Que te has quedado dormida? Pero si son las ocho de la tarde —dijo Yoshiki cortante—. Suena raro, ¿no crees? —comentó.

—Tienes razón —admitió Masako mientras se apoyaba en el poyete de la ventana—. Suena raro.

A través de los auriculares que reposaban sobre la cama se escuchaba música clásica. Una melodía desconocida.

—Hace días que no preparas la cena —dijo Yoshiki sin mirarla.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque lo he decidido así.

—Como quieras —repuso Yoshiki sin saber aún el motivo de su decisión—. ¿Y qué cenas?

—Cualquier cosa.

—¿Y nosotros tendremos que apañarnos por nuestra cuenta? —preguntó con una sonrisa amarga.

—Exacto —respondió Masako—. Lo siento, pero creo que es mejor así.

—¿Por qué?

—Porque me he convertido en un insecto. Sólo quiero estar en el suelo, sin hacer nada.

—Si quieres vivir como un insecto, allá tú.

—¿Quieres decir que como mujer soy mejor?

—Supongo que sí.

—Creo que tú también estarías mejor si vivieras como un insecto.

—No digas bobadas —le espetó Yoshiki mirándola irritado.

—De hecho, eso es lo que eres al refugiarte en tu pequeño mundo. Te pasas el día en el trabajo, y cuando vuelves a casa te encierras aquí y nos ignoras —dijo Masako señalando la habitación—. Es como si vivieras en una pensión.

Al ver que la conversación tomaba unos derroteros que prefería evitar, Yoshiki cogió los auriculares y dio una respuesta vaga.

Masako se quedó mirándolo. Había cambiado mucho; su pelo se había encanecido y estaba más ralo. Había adelgazado y su cuerpo desprendía siempre un leve olor a alcohol. Pero, más que los cambios físicos, lo que la sorprendía era que parecía seguir buscando una integridad moral de forma desesperada.

Durante los primeros años de casados, Yoshiki valoraba su libertad por encima de todo y había intentado vivir con intensidad. Pese a que el trabajo le exigía mucha dedicación, en sus ratos libres siempre se había comportado como un hombre cálido y generoso, y había amado a una joven e inocente Masako. Ella, por su parte, se consideraba afortunada por estar con un hombre como él y le había correspondido su amor.

Ahora, sin embargo, cuando podía escapar del trabajo parecía querer escapar también de la familia. El mundo que lo rodeaba estaba corrompido; por supuesto lo estaba el trabajo, pero también Masako, quien al escoger el turno de noche le había coartado la libertad. Nobuki había tomado la dirección contraria y se hallaba en medio del camino. Cuanto más se esforzaba por mantener su integridad, más intolerante se volvía para con quienes no conseguían vivir según sus normas. Aun así, si su respuesta era esconderse, cortar con todo y con todos, acabaría viviendo como un ermitaño. Y Masako no deseaba compartir su vida con alguien así. Esa idea, pensó, guardaba relación con el placer que había sentido durante el sueño que acababa de tener. Algo se había liberado en su interior.

—¿Por qué ya no quieres acostarte conmigo? —le preguntó de repente, alzando la voz para que la oyera a través de los auriculares.

—¿Qué? —repuso él quitándoselos.

—¿Por qué estás siempre aquí encerrado?

—No sé. Porque quiero estar solo —respondió él con la vista clavada en los lomos de las novelas perfectamente alineadas en la librería.

—Todo el mundo quiere estarlo.

—Tal vez sea así.

—¿Por qué ya no quieres acostarte conmigo?

—Las cosas van como van —dijo sin ocultar su incomodidad—. Tú también estás cansada.

—Tienes razón.

Masako intentó evocar las circunstancias que les habían llevado a dormir en habitaciones separadas desde hacía cuatro o cinco años, pero no consiguió recordar los detalles. Seguramente, había sido la acumulación de numerosos malentendidos.

—El sexo no es lo único que une a las parejas —dijo él.

—Ya lo sé —murmuró Masako—, pero al parecer también rechazas todo lo demás. Te comportas como si no soportaras estar conmigo o con Nobuki.

—Fuiste tú quien decidió trabajar en el turno de noche —repuso él alzando la voz inesperadamente.

—No tuve otro remedio —objetó Masako—. Ya sabes que a mi edad no hubiera encontrado otro empleo.

—Eso no es cierto —soltó Nobuki mirándola a los ojos—. Hubieras encontrado un puesto de contable en cualquier pequeña empresa. Pero estabas molesta, dolida con la situación y no querías arriesgarte a que volviera a sucederte lo mismo.

No era de extrañar que alguien tan sensible como Yoshiki comprendiera su reacción, pensó Masako. Incluso estaba segura de que había compartido su dolor.

—O sea que, según tú, todo se derrumbó cuando empecé a trabajar por las noche.

—No estoy diciendo eso. Pero es evidente que los dos queríamos estar solos.

Masako sabía que su marido tenía razón: tanto el uno como el otro habían escogido caminos diferentes. No estaba triste, pero sí desanimada. Ambos permanecieron en silencio.

—¿Te sorprendería que me fuera? —preguntó ella.

—Si desaparecieras de un día para otro, supongo que sí. Me preocuparía.

—¿Irías a buscarme?

Yoshiki meditó la respuesta durante unos instantes.

—Lo dudo —respondió finalmente.

Se puso de nuevo los auriculares y dio la conversación por terminada.

Masako se quedó mirando su perfil. Había decidido irse de casa algún día, y lo único que le faltaba para dar ese paso estaba guardado debajo de la cama que acababa de dejar, en una caja que contenía sábanas y edredones: cinco millones de yenes.

Abrió la puerta sin hacer ruido y salió al pasillo, donde encontró a Nobuki, de pie en medio de la oscuridad. Este se sorprendió al verla, pero no se movió de donde estaba. Masako cerró la puerta tras de sí.

—¿Estabas escuchando?

Nobuki se limitó a apartar la mirada, incómodo.

—Quizá creas que negándote a hablar evitarás todo lo que no te gusta —le dijo Masako levantando la cabeza para mirarlo a los ojos—, pero no es así.

Nobuki seguía en silencio. Era difícil imaginar que ese chico tan grandullón hubiera salido de su vientre. Sin embargo, ahora era ella quien estaba a punto de romper los lazos que les unían.

—Voy a irme —le anunció—. Pero ya eres mayor para hacer lo que te apetezca. Si quieres volver al instituto, vuelve; si quieres irte de casa, vete. Tú decides.

Masako miró el rostro enjuto de su hijo y, pese a que sus labios temblaron un instante, no dijo nada. No obstante, cuando ella se volvió y echó a andar por el pasillo, Nobuki soltó un grito con su voz adolescente:

—¡Estoy harto de sermones, vieja!

Era la segunda vez que le oía hablar en lo que iba de año.

Su voz era casi la de un adulto. Masako se dio la vuelta para mirarlo; advirtió que tenía lágrimas en los ojos, pero cuando intentó hablarle de nuevo él le dio la espalda y corrió escalera arriba. Masako sintió un dolor opresivo en el pecho, pero aun así sabía que no quería encontrar el camino de vuelta.

Por primera vez en muchos meses, pasó por casa de Yayoi de camino al trabajo.

La brisa arrastraba las hojas secas que chocaban contra el parabrisas, y éstas producían un frufrú agradable. Entró un poco de aire fresco y Masako subió la ventanilla, pero justo en ese instante se coló un insecto y empezó a zumbar en el oscuro interior del vehículo. Recordó la noche en la que, después de enterarse de lo ocurrido por boca de la propia Yayoi, había conducido por esa misma carretera preguntándose si debía o no ayudarla. El aroma de las gardenias había inundado el coche momentáneamente. A pesar de que aquello había sucedido en verano, le parecía una escena perteneciente a un pasado muy remoto.

Oyó un ruido en el asiento trasero. Pese a saber que se trataba del mapa que había dejado allí y que seguramente se habría caído al suelo, tuvo la sensación de que se trataba de Kenji, que la acompañaba a visitar a su esposa.

—¿Vienes conmigo? —preguntó Masako en voz alta mirando hacia atrás.

Estaba tan acostumbrada a ver a Kenji en sueños que ya lo consideraba un viejo amigo. Irían juntos a ver a Yoko Morisaki, la chica que se quedaba con los niños de Yayoi mientras ella estaba en la fábrica.

Al igual que había hecho la noche en la que había ido a recoger el cadáver, Masako entró en el callejón donde vivía Yayoi y aparcó frente a su casa. Una suave luz amarillenta se filtraba a través de las cortinas de la sala de estar. Cuando llamó al interfono, le respondió la voz angustiada de Yayoi.

—Soy Masako —anunció—. Siento presentarme a estas horas.

Yayoi pareció sorprenderse, y al instante Masako oyó unos pasos que se acercaban por el pasillo.

—¿Pasa algo? —le preguntó Yayoi con el flequillo mojado sobre la frente.

Seguramente acababa de bañarse.

—¿Puedo pasar?

Al entrar en el pequeño recibidor y cerrar la puerta tras de sí, Masako no pudo evitar que sus ojos se dirigieran directamente a donde había encontrado a Kenji aquella noche. Yayoi sabía lo que esa mirada significaba y se apresuró a apartar los ojos de ahí.

—Aún no estoy lista —dijo.

—Ya lo sé —respondió Masako—. Son sólo las diez, pero quería hablar contigo.

Yayoi se puso seria, como si recordara la discusión mantenida en la fábrica.

—¿Sobre qué?

—¿A qué hora viene Yoko? —inquirió Masako escuchando con atención hacia el fondo de la sala.

Los niños debían de haberse acostado; sólo se oía el sonido del noticiario en la televisión.

—Pues... —dijo Yayoi frunciendo el ceño—, ya no viene.

—¿Por qué? —preguntó Masako, que empezaba a experimentar un miedo inexplicable.

—Hace una semana me dijo que tenía que volver a su pueblo —explicó Yayoi—. Intenté convencerla para que no se fuera, pero no hubo manera. Los niños se quedaron desconsolados, y ella casi se echa a llorar.

—¿De dónde era?

—No lo sé —admitió Yayoi sin ocultar su decepción—. Sólo me dijo que se pondría en contacto conmigo más adelante. Con lo amigas que éramos...

—Yayoi, tienes que contarme cómo la conociste.

Tras vencer sus reticencias, Yayoi le contó con pelos y señales cómo se había desarrollado su relación con Yoko. A medida que Yayoi hablaba, Masako no tenía duda alguna de que la chica había ido a fisgonear. Al verla tan callada, Yayoi le preguntó:

—¿Por qué te preocupas tanto por ella? Creo que exageras.

—Aún no estoy segura, pero es posible que nos estén espiando. Será mejor que tengas cuidado.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Quién nos espía? ¿Y por qué? —gritó Yayoi. Tenía la cara mojada por las gotas que le caían del pelo, pero no parecía importarle—. ¿La policía?

—Creo que no.

—Entonces, ¿quién?

—Ni idea —respondió Masako negando con la cabeza—. Pero tengo muy malas vibraciones.

—¿Y crees que Yoko está metida en esto?

—Quizá sí.

Lo más probable era que Yoko ya hubiera dejado el piso, de modo que no serviría de nada intentar encontrarla en su casa. Aun así, era obvio que, quienquiera que estuviera detrás de todo eso, no escatimaba en gastos. La mera idea de que alguien estaba dispuesto a alquilar un piso para poder estar cerca de Yayoi le ponía los pelos de punta.

—Quizá fuera de la compañía de seguros —aventuró Yayoi.

—Pero ya han dicho que te van a pagar, ¿no?

—Sí. La semana que viene.

—¿Crees que lo saben?—preguntó Masako.

Yayoi se frotó los brazos, como si tuviera frío.

—Me están persiguiendo. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Saben quién eres porque saliste en televisión. Creo que deberías dejar la fábrica. Será mejor que no te dejes ver demasiado por la calle.

—¿Tú crees? —le preguntó Yayoi—. Si dejo la fábrica, todo el mundo sabrá que he cobrado una suma de dinero.

Masako chascó la lengua; todo lo que había hecho Yayoi hasta ese momento había estado motivado por la inquietud, por el qué dirían cuantos la conocían. Desde el asesinato de Kenji se había convertido en una mujer calculadora.

—No tienes por qué preocuparte —le dijo Masako—. No tienes que temer a nadie.

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