Masako no dijo nada y siguió descuartizando los brazos y las piernas. A diferencia de Kenji, que estaba en la flor de la vida, ese hombre tenía unas piernas arrugadas y amarillentas, sin un ápice de grasa. Quizá sólo fuera producto de su imaginación, pero tenía la impresión de que estaba cortando algo hueco y seco.
—Como no hay grasa, la sierra no se atasca —dijo Yoshie para sí—. Y las bolsas no pesan.
—No debe de pesar más de cincuenta kilos.
—Pero seguro que estaba forrado —aseguró Yoshie.
—¿Cómo lo sabes?
—Mira la muesca que tiene en el dedo. Seguro que llevaba un enorme sello de oro, con rubíes y diamantes. Alguien se lo habrá birlado.
—Vaya imaginación —dijo Masako sonriendo con amargura.
Desde primera hora de la mañana, Masako se había preguntado varias veces si no estaba viviendo un sueño.
Tal como habían acordado, Jumonji apareció en su casa poco después de las nueve, con el rostro pálido, y llevó el cadáver envuelto en una manta hasta el baño. Yoshie aún no había llegado.
—He pasado mucho miedo —confesó Jumonji frotándose las mejillas congeladas.
A pesar de ser una cálida mañana de octubre, parecía que volviera de una expedición al Polo Norte.
—¿Y eso? —le preguntó Masako al tiempo que cubría el suelo del baño con la tela encerada que también había utilizado con Kenji.
—Por éste —dijo Jumonji—. Nunca había visto un cadáver. Y he tenido que pasar la noche con él. Lo he puesto en el maletero y, para matar el rato, he ido primero a un Denny's y después he estado conduciendo por Roppongi
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—¿Y si te hubieran pillado?
—Ya lo sé —repuso él—, pero no podía estar a solas con él. Necesitaba sentir compañía. Ya sé que todos vamos a terminar así, pero no podía soportar la idea de que estuviera en mi maletero. Ya sé que tenía que desnudarlo, pero he sido incapaz de hacerlo. No he podido mirarlo en toda la noche. Supongo que soy un cobarde.
Al ver su rostro inusualmente pálido, Masako comprendió el aprieto por el que debía de haber pasado. Su estado no era sólo debido a la falta de sueño. Por alguna razón, los cadáveres parecían tener algo repelente para los vivos. ¿Cuánto tiempo tenía que pasar para que alguien pudiera aceptar un cadáver como algo natural?
—¿Dónde has ido a buscarlo? —preguntó Masako mientras tocaba los dedos doblados del cadáver.
Estaban fríos y rígidos.
—Es mejor que no lo sepa —repuso Jumonji con decisión—. Si pasara algo, sería peor.
—¿Algo como qué? —inquirió Masako poniéndose de pie.
—No sé... Algo inesperado —respondió Jumonji mientras levantaba un poco la manta y miraba el rostro del cadáver.
—¿Cómo que apareciera la policía?
—No sólo la policía.
—¿Quién más?
—Alguien en busca de venganza.
Masako pensó al instante en la presencia que había estado sintiendo últimamente. Sin embargo, Jumonji se refería a alguien que tuviera una relación más directa y más mundana con la víctima.
—¿Por qué lo han matado?
—Porque si desaparece del mapa, alguien se va a hacer muy rico. Por eso no quieren que quede ni rastro de él.
De ser así, pensaba Masako mientras echaba un vistazo a la piel deslucida de la mollera, ese cadáver debía de valer cientos de millones de yenes.
Si no fuera por las partes interesadas en esa persona, un cadáver no sería más que algo que podría desaparecer como cualquier otro tipo de basura. De hecho, la basura era algo consustancial a la vida, y nadie tenía por qué saber de qué se deshacía cada uno. Evidentemente, eso también conllevaba que, llegado el momento, pudieran desembarazarse de uno del mismo modo.
—¿Puedes ayudarme a quitarle la ropa? —le pidió serenamente a Jumonji.
—Claro.
Masako hizo varios cortes en el traje y empezó a desnudar al cadáver, mientras un temeroso Jumonji metía la ropa en una bolsa.
—¿Llevaba cartera?
—No. Se lo han quitado todo. No hay más de lo que vemos.
—Así no es más que basura —murmuró Masako para sí.
Esas palabras parecieron escandalizar a Jumonji.
—Quizá tenga razón...
—Es mejor pensarlo así.
—Ya.
—¿Y el dinero?
—Lo tengo aquí —respondió él sacando un sobre marrón del bolsillo trasero de sus pantalones—. Hay seis millones. Les he dejado bien claro que no lo hacíamos si no cobrábamos por anticipado.
—Muy bien —dijo Masako—. Pero ¿qué pasa si, por lo que sea, descubren el cadáver?
—Tendremos que devolver el dinero —aclaró Jumonji—. Aun así, alguien saldrá mal parado, y seguro que encuentran otras formas de hacérmelo pagar —añadió con la voz temblorosa, como si acabara de darse cuenta de los riesgos que corría—. O sea que debemos actuar con sumo cuidado.
—De acuerdo.
Después de desnudar al cadáver y meterlo en el baño, Jumonji sacó cuatro fajos de billetes del sobre y los dejó frente a ella.
—Son suyos —dijo.
A diferencia de los que le había dado Yayoi, los billetes eran viejos y arrugados, y estaban sujetos con gomas elásticas. Era igual que el dinero que había tocado en la caja de crédito. Dinero sucio.
Masako echó un vistazo al despertador que había dejado sobre la lavadora, en la salita contigua al baño. Eran casi las doce. Jumonji volvería para meterlo todo en cajas. Estaban a punto de terminar. Tenía los hombros y la espalda doloridos de estar tanto tiempo en cuclillas, algo que no recordaba de la primera vez, quizá porque había estado más tensa. Además, no había dormido desde la tarde del día anterior, por lo que ya tenía ganas de acabar y acostarse.
Yoshie se puso de pie y alargó un brazo para darse un masaje en la espalda, pero entonces cambió de idea y se quedó con el brazo en el aire.
—No puedo tocarme sin pringarme de sangre.
—Pues ponte otros guantes.
—No quiero malgastarlos.
—No seas boba —dijo Masako señalando con el mentón el paquete de guantes que había cogido de la fábrica—. Tenemos un montón.
—Por cierto, Yayoi no ha venido —comentó Yoshie mientras se sacaba los guantes ensangrentados.
—Pues no —repuso Masako—. Me hubiera gustado que viera cómo es.
—Parece creer que tiene menos culpa que nosotras, y eso que fue ella quien lo mató —dijo Yoshie resentida—. Además, ahora nos desprecia porque hacemos esto por dinero, pero lo que hizo ella es mucho peor. —En ese momento sonó el interfono—. ¡Hay alguien! —exclamó Yoshie—. ¿No será tu hijo?
Masako negó con la cabeza. Nobuki nunca regresaba tan pronto.
—Será Jumonji —dijo.
—Ah—suspiró Yoshie aliviada.
Masako miró por la mirilla y vio a Jumonji cargado con varias cajas de cartón plegadas. Lo ayudó a entrarlas y a continuación pasaron al baño, donde se había quedado Yoshie.
—Ya estoy aquí —anunció Jumonji.
—Perfecto —dijo Yoshie como si hablara a un joven empleado de la fábrica.
—¿Cuántas necesitamos? —preguntó Jumonji.
Masako levantó ocho dedos. Como el hombre era menudo, las bolsas ocupaban menos de lo que había imaginado. Además, para evitar riesgos, Jumonji debería ocuparse personalmente de la cabeza y de la ropa en lugar de enviarlas.
—¿Sólo ocho? —dijo Jumonji sorprendido—. Creía que serían más.
—¿No te ha visto nadie? —le preguntó Yoshie con cara de preocupación.
—No.
—¿Estás seguro de que no te han seguido? —insistió Masako.
Debían evitar que esa «presencia» se enterara de lo que se traían entre manos.
—Seguro. Sólo que...
—¿Sólo que qué?
—En el solar de enfrente había una mujer, pero se ha ido en seguida.
—¿Cómo era? —Regordeta, de mediana edad—concretó Jumonji.
Sin duda, era la mujer que había acudido a su casa diciendo que estaba interesada en comprar el terreno de enfrente.
—¿Estaba espiándonos?
—No, estaba mirando el solar. Después han pasado un par de amas de casa que debían de ir de compras, pero creo que no me han visto.
Quizá había sido un error decirle que utilizara su Cima, pensó Masako; la próxima vez, su Corolla llamaría menos la atención.
Tan pronto como cargaron las cajas en el coche, Jumonji se fue sin más demora.
—Es como cuando Nakayama se lleva un carro cargado de cajas —comentó Yoshie, y ambas se echaron a reír.
Después, limpiaron el baño y se ducharon una después de otra. Finalmente, al ver que Yoshie empezaba a preocuparse por la hora, Masako fue a buscar su parte del dinero.
—Toma, tu recompensa.
Yoshie cogió el dinero con recelo, como si se tratara de algo sucio, y lo metió en el fondo de su bolso.
—Gracias—dijo aliviada.
—¿Qué piensas hacer con ese dinero?
—Pensaba utilizarlo para pagar los estudios de Miki —respondió Yoshie mientras se alisaba los cabellos despeinados—. ¿Y tú?
—No sé —contestó Masako ladeando la cabeza.
Tenía cinco millones, pero no sabía qué hacer con ellos.
—Quiero preguntarte una cosa —dijo entonces Yoshie—, pero no te lo tomes a mal.
—Tú dirás.
—¿Tú también has cobrado un millón?
—Claro —respondió Masako mirándola a los ojos.
Yoshie metió la mano en el bolso y sacó el dinero.
—Pues te devuelvo lo que me dejaste. —Masako había olvidado que le había dejado dinero para el viaje de Miki. Yoshie sacó ocho billetes de diez mil y se los entregó haciendo una ligera reverencia—. Aún te debo tres mil, pero no tengo cambio. ¿Puedo dártelos en la fábrica?
—Claro—dijo Masako.
Un préstamo era un préstamo. No tenía por qué perdonárselo. Yoshie la miró unos segundos, quizá esperando que Masako rechazara su dinero, pero cuando vio que no tenía intención de hacerlo, se levantó.
—Bueno, nos vemos esta noche.
—Hasta luego —dijo Masako.
Tenían que acudir a la fábrica esa misma noche. Quizá por eso les daba mala espina trabajar a la luz del día.
Cuando despertó al atardecer, Masako se sentía un poco triste. El hecho de que con la llegada del otoño anocheciera antes era bastante deprimente. Sin moverse de la cama, observó cómo el sol desaparecía paulatinamente para dar paso a la oscuridad.
En esos momentos, trabajar en el turno de noche se le antojaba insoportable. No era de extrañar que muchas de las mujeres en su misma tesitura acabaran neuróticas. Con todo, lo que las llevaba a la depresión no era tanto la oscuridad como la sensación de vivir con el paso cambiado, de ir siempre a contracorriente.
¿Cuántas mañanas había pasado atareada, sin un momento para respirar? Siempre había sido la primera en levantarse para preparar el desayuno y la comida, tender la ropa, vestirse, soportar el malhumor de Nobuki y llevarlo a la escuela. Había vivido muchos días pendiente del reloj, yendo de aquí para allá, sin tiempo ni siquiera para hojear el periódico o leer un libro, durmiendo menos horas de las necesarias para llegar a todo y sacrificando los pocos días festivos para hacer la colada y limpiar la casa. Ésos habían sido días normales, inocentes y libres de la tristeza que sentía en esos momentos.
Sin embargo, no tenía ganas de volver a vivirlos, de cambiar su situación actual. Al levantar una piedra caliente por el sol, quedaba expuesta la tierra húmeda y fría que yacía debajo, y ahí era donde Masako había encontrado su lugar. En esa tierra no había ni rastro de calidez, pero aun así era suave y acogedora. Vivía en ella como lo haría un insecto. Masako volvió a cerrar los ojos. Tal vez porque su sueño había sido ligero e irregular, no había conseguido recuperarse del cansancio y se notaba el cuerpo pesado. Finalmente, como arrastrada por la fuerza de la gravedad, se sumió de nuevo en un estado inconsciente y empezó a soñar.
Bajaba lentamente en el ascensor de la Caja de Crédito T, con los ojos fijos en los familiares paneles de color verde pálido, plagados de rasguños causados por el carro con el que se transportaba el dinero en metálico por el edificio. La propia Masako también había cargado pesadas bolsas de monedas en ese mismo ascensor en numerosas ocasiones. El ascensor se detuvo en el primer piso, donde se encontraba la sección financiera a la que había pertenecido Masako. Era un lugar tan conocido que hubiera podido recorrerlo con los ojos cerrados. Sin embargo, ya no tenía nada que hacer ahí. Las puertas del ascensor se abrieron y ella se quedó mirando la sala oscura durante unos segundos. Pulsó el botón para cerrar las puertas y, en ese preciso instante, un hombre se coló en el interior de la cabina.
Era Kenji, al que creía muerto. Masako dejó de respirar. Kenji vestía una camisa blanca, unos pantalones grises y una corbata oscura. El mismo atuendo que llevaba el día de su fallecimiento. La saludó con cordialidad y se quedó quieto, dándole la espalda y mirando las puertas del ascensor. Masako observó su nuca cubierta de cabello y, de forma instintiva, se echó hacia atrás: sin darse cuenta, había empezado a buscar las cicatrices de las incisiones que ella misma le había practicado.
El ascensor descendió poco a poco hasta la planta baja, las puertas se abrieron y Kenji salió hacia la zona oscura donde estaba la recepción. Al quedarse sola, Masako sintió que un sudor frío recorría su cuerpo; no sabía si seguir los pasos de Kenji y perderse con él en la oscuridad.
Cuando por fin se decidió y salió del ascensor, alguien la asaltó por la espalda. Antes de que pudiera escapar, unos brazos largos la sujetaron por detrás y la inmovilizaron. Intentó gritar para pedir ayuda, pero la voz se le quebró en la garganta. Las manos del hombre le cernían el cuello. Intentó zafarse, pero sus brazos y piernas no le respondían. Siguió sudando profusamente, como si el miedo y la frustración que la atenazaban se filtraran por sus poros. El hombre le apretó el cuello y ella se quedó paralizada por el terror. Sin embargo, al sentir el calor de sus manos y la proximidad de su agitado aliento, Masako tuvo el oscuro impulso de ceder, de relajarse y dejar que la matara. De repente, el terror desapareció, como si hubiera entrado en un estado de ingravidez, y fue reemplazado por una intensa sensación de placer. Masako se echó a llorar, sorprendida y extasiada a la vez.
Al abrir los ojos, se puso boca arriba e intentó controlar el ritmo de su corazón, que seguía latiendo con desenfreno. Evidentemente, no era el primer sueño erótico que tenía, pero sí era la primera vez que su placer había estado ligado al miedo. Se quedó unos instantes inmóvil en la oscuridad, rememorando el sueño y sin salir del asombro que le producía que su subconsciente pudiera albergar esa escena.