Sin duda habrían respondido encantados a las preguntas sobre la vida privada de Masako.
—¿De veras preguntó por todo el barrio? —preguntó Masako preocupada.
—Eso parece. Lo vi merodear por su casa y más tarde vi cómo llamaba a la vivienda de al lado. Es un poco raro, ¿no?
—¿Y no dijo por qué quería saber todo eso?
—Eso es lo más extraño. Dijo que se estaban planteando hacerla fija en la fábrica.
—Ya...—murmuró Masako.
Las empleadas por horas como ella sólo podían ascender después de tres años en la fábrica, pero nunca llegar a ser fijas. Era obvio que el hombre había mentido.
—¿Cómo era?
—Un chico joven, trajeado.
Por un momento pensó en Jumonji, pero la conocía desde hacía muchos años y no tenía por qué investigar su entorno. También pensó en la policía, pero no creía que los agentes tuvieran necesidad de trabajar en secreto.
En ese momento, y por primera vez después del incidente, sintió la presencia de «alguien más», alguien que no era la policía pero que estaba detrás de todo el asunto, sin mostrar su rostro. De repente se le ocurrió que tal vez Yoko, la amiga de Yayoi, estuviera relacionada con esa presencia. El hecho de que Yayoi no sospechara nada era un poco raro, quizá la prueba misma de que eran especialistas en mantener sus planes en secreto. Definitivamente, no podía tratarse de la policía.
Primero Yoko metiéndose en casa de Yayoi; después el chico investigándola, y finalmente esa mujer preguntando por el solar de enfrente. Era posible que estuvieran relacionados y trabajaran en equipo. ¿Quién y por qué las vigilaba? Masako sintió un miedo repentino, un escalofrío ante lo desconocido. Se preguntó si no sería mejor contárselo a Yoshie y a Yayoi, pero pensó que no tenía pruebas concluyentes y que de momento sería mejor no decir nada.
Cuando esa noche llegó al parking de la fábrica, vio que habían terminado de construir la garita de vigilancia. La pequeña estructura se alzaba vacía, con la ventana aún a oscuras.
Masako se bajó del Corolla y, sin cerrar la puerta, se quedó mirando la garita. Al cabo de unos instantes, el Golf de Kuniko entró en el parking levantando una lluvia de gravilla a su paso. Al notar la violencia y la hostilidad contenidas en esa maniobra, Masako se estremeció.
Kuniko dio marcha atrás, aparcó el coche de mala manera en una plaza y puso el freno de mano con gran estrépito. Finalmente saludó a Masako a través de la ventanilla.
—Buenas noches —dijo con su habitual simpatía forzada.
Vestía una chaqueta nueva, de piel roja, que debía de haber comprado con el dinero que había cobrado de Yayoi.
—Buenas noches —le dijo Masako devolviéndole el saludo.
Hacía mucho tiempo que no encontraba a Kuniko en el parking. Desde que habían dejado de esperarse la una a la otra, apenas se habían cruzado de camino al trabajo y, a juzgar por la cara que ponía Kuniko en ese momento, ella lo prefería así.
—Hoy llegas más pronto —observó Kuniko.
—Supongo que sí —dijo Masako mirando su reloj en la oscuridad.
Efectivamente, había llegado diez minutos antes de lo habitual.
—¿Sabes de qué va eso? —le preguntó Kuniko al tiempo que subía la capota de su Golf y señalaba la garita con el mentón.
—Supongo que pondrán un guardia.
—La policía se enteró de lo del violador y ha obligado a la dirección a poner vigilancia.
Lo que decía Kuniko podía ser cierto, pero sin duda la dirección había accedido a poner vigilancia para evitar que la gente aparcara de forma ilegal, como sucedía últimamente.
—Vaya, es una pena que no puedas conocerlo —dijo Masako.
—Pero ¿qué dices? —respondió Kuniko torciendo sus labios pintados y sin ocultar su antipatía.
Iba perfectamente maquillada, como si hubiera salido para ir de compras al centro de la ciudad, pero a los ojos de Masako el maquillaje sólo enfatizaba la imperfección de su rostro.
—Veo que aún tienes ese coche —comentó Masako mirando el Golf recién abrillantado—. Si fueras en bici ahorrarías un poco.
—Voy tirando —dijo Kuniko por toda respuesta, obviamente molesta, antes de marcharse.
Sin añadir nada más, Masako se quedó en el parking, frotándose los brazos, pues tenía carne de gallina; incluso para estar a primeros de octubre, hacía más fresco de lo habitual. El aire era frío y seco, y en el ambiente podían distinguirse con claridad varios olores: las frituras de la fábrica, el humo de la carretera y la hierba del descampado. En algún lugar cercano se escuchaban los últimos insectos del verano.
Masako cogió un jersey del asiento trasero y se lo puso encima de la camiseta. Encendió un nuevo cigarrillo y esperó a que la figura roja de Kuniko desapareciera en la oscuridad.
Al cabo de unos instantes, oyó el ruido sordo de un motor y una motocicleta de gran cilindrada entró en el parking. Se le acercó con la rueda trasera derrapando ligeramente y el faro delantero traqueteando por las irregularidades del terreno. ¿Quién sería? Que ella supiera, ningún empleado acudía en moto al trabajo. Masako observó al motorista con curiosidad.
—Masako —dijo una voz masculina detrás de la visera.
Era Jumonji.
—¡Ah, eres tú! Me has asustado.
—Suerte que la encuentro —dijo Jumonji parando el motor.
Acto seguido, el parking quedó envuelto en un denso silencio. Incluso los insectos habían callado, tal vez sobresaltados por el ruido del motor. Jumonji apoyó la moto en el caballete con un gesto ágil.
—¿Qué pasa?
—Tenemos un trabajo.
Había llegado el momento. Nada más ver la moto había tenido una especie de presentimiento. Cruzó los brazos frente al pecho para controlar su pulso acelerado. Después de más de medio año en el armario, el jersey desprendía un familiar olor a detergente. En ese momento se le ocurrió que quizá se estuviera separando de ese olor y se abrazó con más fuerza.
—¿De lo que hablamos?
—Sí, claro —confirmó Jumonji—. Acaban de llamarme diciéndome que hay un cadáver que debe desaparecer. He pensado que no la encontraría en casa y por eso he venido hasta aquí... pero temía que Kuniko reconociera mi coche —añadió con voz temblorosa.
—Y por eso has venido en moto —dijo Masako.
—Hacía tiempo que no la usaba, y me ha costado ponerla en marcha.
Como un actor que se quita una peluca, Jumonji se quitó el casco y se arregló el pelo con los dedos.
—¿Qué quieres que haga?
—Iré a recogerlo en coche y lo llevaré a su casa. ¿A qué hora termina de trabajar?
—A las cinco y media. Vuelvo al parking hacia las seis —dijo dando golpecitos con el pie en el suelo.
—¿Y a qué hora está en casa?
—Poco más de las seis. Pero tendrás que esperar hasta las nueve, que es la hora en que mi marido y mi hijo ya se han ido. ¿Podrás deshacerte de la ropa antes de traerlo?
—Lo intentaré —respondió él con expresión sombría.
—¿Podrás moverlo solo?
—Ya veremos... Por cierto, he comprado un juego de bisturís. Se lo traeré.
—Perfecto —dijo Masako mordiéndose las uñas e intentando pensar en algo que se les pudiera olvidar. Sin embargo, con las prisas no se le ocurría nada. Finalmente se acordó de algo—. Piensa en las cajas para meterlo.
—¿Las quiere grandes?
—No. Que sean lo más parecidas a las de cartón que hay en las tiendas de comestibles. Así no llamarán la atención. Pero que sean resistentes.
—Mañana las tendré. ¿Tiene bolsas de plástico?
—Sí, siempre tengo —repuso Masako—. Y otra cosa: ¿qué hago si mañana no me va bien que vengas? —preguntó pensando en la posibilidad de que Yoshiki o Nobuki no fueran al trabajo.
—¿Qué puede pasar? —preguntó Jumonji alarmado.
—Que haya alguien en casa, por ejemplo.
—Ah, eso... Entonces llámeme al móvil.
Jumonji se sacó una tarjeta del bolsillo de los vaqueros y se la dio. El número del móvil aparecía en la tarjeta.
—Vale —dijo Masako—. Si surge algún problema, te llamo antes de las ocho y media.
—De acuerdo —concluyó Jumonji alargándole la mano.
Masako la observó durante unos segundos y, finalmente, le ofreció la suya. La mano de Jumonji estaba fría y áspera a causa del aire helado—. Hasta mañana —añadió dándole al contacto.
El ruido sordo y potente del motor retumbó por el parking.
—Espera —le dijo Masako cuando estaba a punto de irse.
—¿Qué quiere? —preguntó Jumonji alzando de nuevo su visera.
—Alguien ha estado merodeando por mi casa. Quizá un detective.
—¿Qué? —exclamó Jumonji sorprendido—. ¿Y por qué?
—No tengo ni idea.
—¿No será de la policía?
Al escuchar las palabras de Jumonji, Masako quedó desolada. Pensó que quizá debieran rechazar ese trabajo, al menos por el momento. Pero ya era demasiado tarde.
—No lo sé —dijo tragando saliva—, pero debemos hacer el trabajo.
—Tiene razón —convino Jumonji—. Ya que hemos llegado hasta aquí, debemos seguir adelante. De lo contrario, alguien iba a quedar muy mal.
Jumonji dio la vuelta y salió del parking levantando gravilla con la rueda trasera.
Masako echó a andar hacia la fábrica, y durante el trayecto empezó a repasar el proceso mentalmente: primero había que cortar la cabeza; después los brazos y las piernas, y finalmente abrir el torso... Recordaba perfectamente lo duro que había sido con Kenji. De pronto se preguntó en qué estado llegaría el cadáver y sintió que un escalofrío le recorría el espinazo. Le flaquearon las piernas, como si se negaran a acercarle a ese horror. Como le costaba andar, se paró en medio de la oscuridad.
Sin embargo, no la aterrorizaba el cadáver en sí, sino la presencia de ese «alguien» desconocido.
Al entrar en la sala de descanso, Kuniko se levantó y se marchó, evitando mirarla. Masako ignoró el comportamiento infantil de su compañera y buscó a Yoshie. La encontró poco después: estaba cambiándose en el vestuario junto con Yayoi.
—Maestra —le dijo dándole una palmadita en el hombro mientras Yoshie se subía la cremallera del uniforme.
Yayoi, que estaba a su lado, también se volvió, con su expresión alegre e inocente. Masako tenía la intención de no involucrarla en el nuevo trabajo, pero cuando vio su cara (libre del menor rastro del horror que habían vivido) le asaltó un deseo incontenible de que le temblaran las piernas como le habían temblado a ella hacía sólo unos instantes. Sin embargo, apretó los dientes para reprimir la tentación.
—¿Pasa algo? —preguntó Yoshie cariacontecida, como si ya supiera la respuesta.
—Tenemos un trabajo —dijo Masako.
Yoshie apretó los labios y guardó silencio. Masako decidió no decirle nada sobre esa «presencia». Estaba segura de que Yoshie se echaría atrás, y era imposible que pudiera hacer el trabajo ella sola.
—¿De qué estáis hablando? —intervino Yayoi.
—¿Quieres saberlo? —le dijo Masako mirándola a la cara y agarrándola por la muñeca.
—¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo? —murmuró Yayoi empalideciendo.
Masako le soltó la muñeca y la agarró por el hombro.
—Vamos a cortar por aquí. Tenemos otro trabajo.
Yayoi retrocedió sin deshacerse de Masako. Yoshie miró a su alrededor, preocupada porque alguien las estuviera observando, e hizo un gesto a Masako para que actuara con precaución. Sin embargo, las otras mujeres que había en el vestuario no les prestaban ninguna atención y se limitaban a cambiarse, abatidas, pensando en la dura jornada de trabajo que se les avecinaba.
—No me lo creo —murmuró Yayoi con voz infantil.
—Pues es verdad. ¿Quieres ayudarnos? Si es así, sólo tienes que pasarte mañana por mi casa. —Cuando Masako la soltó, Yayoi se quedó con los brazos colgando sin fuerza a ambos lados. El gorro le cayó al suelo—. Y otra cosa —añadió Masako—: antes de venir, deshazte de Yoko.
Yayoi se quedó mirándola horrorizada unos instantes antes de encerrarse en el lavabo.
El cadáver correspondía a un hombre bajo y flaco, de unos sesenta años.
Era calvo, conservaba todos los dientes y tenía cicatrices de alguna operación en el pecho y en el lado derecho de la barriga. La cicatriz del pecho era la más grande; la de la barriga debía de ser de una operación de apendicitis. A juzgar por el tono morado de su rostro y las marcas en el cuello, debía de haber muerto estrangulado. Presentaba varios rasguños en las mejillas y en los brazos, que invitaban a pensar que había opuesto resistencia.
No tenían la menor idea de su identidad, a qué se dedicaba (o quién y por qué lo habían matado). Estaba desnudo y no era más que un cuerpo inanimado: resultaba imposible imaginarlo con vida o con otro aspecto o estado que no fuera ése. De hecho, no tenían ninguna necesidad de hacerlo: todo lo que se les pedía era que lo descuartizaran, que metieran los trozos en bolsas y las bolsas en cajas. Dejando a un lado el miedo, no había ninguna diferencia con el trabajo que hacían en la fábrica.
Yoshie se arremangó los pantalones de chándal hasta las rodillas, mientras que Masako llevaba pantalones cortos y camiseta. Se pusieron un delantal y unos guantes de látex que habían sisado de la fábrica. Finalmente, Masako se calzó unas botas de plástico de Yoshiki y dejó las suyas a Yoshie para no ir descalzas y evitar el riesgo de pisar alguna esquirla de hueso. La indumentaria tampoco distaba mucho de la que llevaban en la fábrica.
—Estos bisturís van de maravilla —observó Yoshie admirada.
Los instrumentos quirúrgicos que Jumonji les había proporcionado eran extremadamente efectivos. A diferencia de los cuchillos para sashimi que habían utilizado para descuartizar a Kenji, los bisturís cortaban la carne sin esfuerzo, como unas tijeras nuevas abriéndose paso por una tela suave. Gracias a esos instrumentos, el trabajo fue más rápido de lo que habían imaginado.
Por desgracia, pronto vieron que no podrían utilizar la sierra mecánica que había comprado Jumonji. Al primer intento, alzó una lluvia de hueso y carne que les fue directa a la cara: era tan efectiva que necesitarían unas gafas protectoras. A medida que avanzaban, el baño se llenó de sangre y de la fetidez de las vísceras, al igual que había pasado con Kenji, si bien en esta ocasión les pareció todo más fácil.
—Esto debe de ser de una operación de corazón —aventuró Yoshie con los ojos enrojecidos por el sueño mientras pasaba sus dedos enguantados por la cicatriz morada como una lombriz que el hombre tenía en el pecho—. Pobre... Sobrevivió a la operación para acabar de esta manera.