—¿Puede contarme qué ha pasado? —le preguntó Kazuo, pues temía que se fuera en seguida.
—Intento huir de un hombre —respondió Masako hablando poco a poco, como si el calor del apartamento empezara a derretirla—. No puedo contarte por qué me persigue, pero voy a utilizar el dinero para fugarme, para irme de Japón.
Kazuo se quedó pensativo, con la vista clavada en el suelo. Al cabo de unos instantes, soltó una bocanada de humo y alzó su rostro moreno.
—¿Adónde irá? Hay países donde no es fácil entrar.
—Ya lo sé —respondió ella—, pero me da igual. Donde sea con tal de irme de aquí.
Kazuo se llevó la mano a la frente. Parecía saber que la situación de Masako era de vida o muerte.
—¿Y su familia?
—Mi marido quiere estar solo. Se ha retirado de la vida. Es su carácter. Y mi hijo ya es mayor.
¿Por qué le contaba eso a Kazuo? No se lo había explicado a nadie. Quizá le resultaba más fácil porque él no dominaba su idioma... Sin embargo, en cuanto hubo expuesto sus circunstancias, rompió a llorar.
—Está sola—le dijo Kazuo.
—Sí —admitió ella enjugándose las lágrimas con el reverso de la mano—. Hubo un tiempo en que nos llevábamos bien, pero las cosas han cambiado. Supongo que lo he echado todo a perder.
—¿Por qué?
—Porque quiero estar sola. Porque quiero ser libre.
Kazuo también lloraba. Las lágrimas le corrían por las mejillas y caían sobre el tatami.
—¿Estar solo es lo mismo que ser libre?
—Así es como lo veo yo, al menos ahora mismo.
Huir. ¿De qué huía? ¿Hacia dónde? No tenía ni idea.
—Es muy triste —murmuró Kazuo—. Lo siento.
—No lo sientas —repuso Masako negando con la cabeza y cogiéndose las rodillas—. Sólo quiero ser libre. Me da igual.
—¿De veras?
—Me da igual morir —confesó Masako—. He perdido la esperanza.
Kazuo parecía turbado.
—¿En qué?
—En la vida. —Él se echó de nuevo a llorar. Masako lo observó, conmovida porque un joven extranjero vertiera lágrimas por ella. Los sollozos de Kazuo parecían no tener freno—. ¿Por qué lloras? —le preguntó al fin.
—Porque me lo ha contado. Hasta ahora se ha mostrado siempre muy distante conmigo.
Masako sonrió. Kazuo guardó silencio y se secó las lágrimas con el brazo. Ella dirigió la mirada a la bandera brasileña, verde y amarilla, que colgaba en la ventana.
—¿Adonde puedo ir? —le preguntó—. No he salido nunca de Japón.
Kazuo alzó la cabeza, con sus grandes ojos negros enrojecidos por el llanto.
—¿Por qué no va a Brasil? Ahora es verano.
—¿Cómo es?
Él sonrió.
—No sé cómo explicarlo, pero es maravilloso. Maravilloso.
Verano. Masako cerró los ojos como si intentara imaginarlo. El verano lo había cambiado todo. El olor a gardenia, la hierba espesa alrededor del parking, el brillo del agua sucia en la alcantarilla... Al abrir los ojos, vio que Kazuo se vestía para salir. Se había puesto una cazadora negra sobre la camiseta y se había calado la gorra en la cabeza.
—Vuelvo en seguida —dijo.
—Kazuo, ¿puedo quedarme aquí?
Él asintió. Tres horas y Satake se habría ido. Masako reposó los codos sobre la mesa y cerró los ojos, agradeciendo poder tomarse un pequeño descanso.
Despertó con el ruido que hizo Kazuo al volver. Eran ya las dos. Mientras se desabrochaba la cazadora y sacaba el sobre con el dinero, Masako sintió un soplo del frío procedente del exterior.
—Aquí tiene.
—Gracias —dijo ella y cogió el sobre, que mantenía el calor de su cuerpo.
Lo abrió y miró el contenido: su nuevo pasaporte y siete fajos de un millón de yenes cada uno. Con eso podía afrontar su partida. Cogió uno de los fajos y lo dejó encima de la mesa.
—Coge esto. Por habérmelo guardado.
Kazuo se sonrojó.
—No lo quiero. Estoy contento con haberla ayudado.
—Te queda más de un año en la fábrica, ¿no?
Kazuo se mordió los labios y se quitó la cazadora.
—Vuelvo a Brasil antes de Navidades.
—¿De veras?
—Sí. No tengo por qué quedarme aquí. —Se sentó a la mesa y miró a su alrededor. Masako sintió envidia de la nostalgia que se reflejó en sus ojos al mirar la bandera—. Sólo quería ayudarla. ¿Sus problemas tienen que ver con esto? —le preguntó al tiempo que se sacaba la llave que llevaba colgada del cuello.
—Sí—asintió ella con la cabeza.
—¿Quiere que se la devuelva?
—No —contestó.
Kazuo sonrió aliviado. Era la llave de casa de Kenji. Ella la miró en su palma. Todo había empezado con esa llave. No, no era cierto, había empezado con algo en su interior: su desesperación y sus ansias de libertad, eso era lo que la había llevado hasta ahí.
Metió el sobre en el bolso y se levantó. Kazuo cogió el dinero de encima de la mesa e intentó devolvérselo.
—Quédatelo, por favor —insistió ella—. Es mi manera de darte las gracias.
—Es demasiado —repuso él mientras intentaba meterlo en su bolso.
—Quédatelo —repitió ella—. De todos modos, es dinero sucio. —Al oír esas palabras, Kazuo se detuvo y frunció el ceño. ¿Acaso su conciencia no le permitía aceptarlo?—. Te lo mereces —dijo—, después de trabajar como un condenado en la fábrica. Y, de todos modos, el dinero siempre es sucio. —Kazuo soltó un gran suspiro y dejó el fajo en la mesa, tal vez para no ofenderla—. Me voy. Gracias por todo.
Él la abrazó con delicadeza. Era la primera vez que Masako se encontraba en brazos de un hombre desde aquella noche de verano en que el propio Kazuo la había abordado en la fábrica abandonada, y experimentó una sensación que hacía años que no sentía. Su calor pareció fundirla, abrirla poco a poco. Se echó de nuevo a llorar.
—Tengo que irme —dijo al fin.
Kazuo la alejó de sí, rebuscó en un bolsillo, sacó un papel y se lo alargó.
—¿Qué es?
—Mi dirección en Sao Paulo.
—Gracias —dijo Masako.
Lo dobló con cuidado y se lo guardó en el bolsillo de los vaqueros.
—Venga a verme. En Navidades. La estaré esperando. Prométame que vendrá.
—Te lo prometo.
Masako se calzó sus viejas zapatillas. El aire frío se colaba por la rendija de la puerta. Kazuo se quedó plantado en el recibidor, mirando al suelo y mordiéndose los labios.
—Adiós.
—Adiós —respondió Kazuo, como si ésa fuera la palabra más triste del mundo.
Masako bajó la escalera en silencio, tal como la había subido. Las casas cercanas tenían las persianas bajadas. El barrio estaba dormido. La única luz que había en la calle provenía de las escasas farolas.
Se subió la cremallera de la parka y echó a andar hacia el parking. Salvo sus pasos sobre el pavimento, la noche era silenciosa y solitaria. Al llegar al lugar donde Kazuo había levantado la tapa de la alcantarilla, se detuvo y, después de dudar unos instantes, se sacó del bolsillo el papel con su dirección, lo hizo añicos y lo tiró a la alcantarilla.
Esperaba escapar, pero también se había resignado al hecho de que quizá muriera en el intento. La amabilidad de Kazuo había sido un breve consuelo, pero al otro lado de la puerta que ella misma había abierto le esperaba un mundo más cruel.
Se acercó al parking. Las luces de la garita estaban apagadas: entre las tres y las seis estaba vacía. Aunque Satake hubiera querido esperar a que acabara su turno, sabía que por la mañana habría más gente, de modo que no correría ese riesgo. Antes de entrar en el parking echó un vistazo a su alrededor, pero le pareció desierto. Aliviada, empezó a atravesar el solar, pateando la gravilla suelta sobre la tierra. Al acercarse a su Corolla, vio que algo colgaba del retrovisor derecho. Alargó la mano para tocarlo y soltó un grito: eran las bragas de Kuniko. Se las había dejado en la puerta de su piso, y ahora él le devolvía el favor. Indignada, las arrojó al suelo.
En ese preciso instante, notó un largo brazo que la agarraba por detrás. No tuvo tiempo de gritar. Intentó forcejear, pero el brazo la tenía sujeta con firmeza. Sintió unos dedos cálidos que se cernían sobre su boca, y el brazo, enfundado en el uniforme de guardia de seguridad, le apretaba en la parte inferior del cuello. No podía respirar. Sin embargo, no sentía miedo. No sentía el terror que experimentaba en su sueño. Simplemente, tuvo la extraña sensación de volver a un lugar conocido.
Quería fundirse en la oscuridad. Se sentó en el coche con las ventanillas bajadas, esperando a que el aire de la noche lo envolviera por completo. Ésa era la única manera que tenía de relajarse; de hecho, ésa era la sensación que más había echado de menos en prisión: el contacto con el aire fresco.
Tenía los brazos y las piernas entumecidos por el frío, y había empezado a temblar. Si fuera verano estaría amodorrado, pero ahora tenía la mente clara y despejada. Envuelto por la oscuridad, su mano sentía una densidad en el aire imperceptible a la luz del día. Sacó el brazo por la ventanilla y notó la brisa fría.
Esperaba a Masako; aún vestía de uniforme. Había aparcado delante de ella, al fondo del parking, dispuesto a esperarla hasta las seis. Se preguntó cómo reaccionaría cuando, al volver exhausta del trabajo, encontrara las bragas de Kuniko colgando del retrovisor del Corolla. Quería estar presente para ver su rostro, su pelo desgreñado, sus oscuras ojeras.
En el instante en que se disponía a encender un cigarrillo, oyó a alguien caminando por la gravilla. Eran los pasos de una mujer delgada. Guardó el cigarrillo en el bolsillo y contuvo la respiración. Masako había vuelto. Miró unos instantes a su alrededor y, a continuación, satisfecha al comprobar que él no estaba, echó a andar hacia su automóvil sin tomar más precauciones. Satake abrió la portezuela en silencio y salió del coche.
Al ver el regalo que le había dejado, Masako gritó. Consciente de la oportunidad que se le presentaba, Satake se le acercó y la agarró por detrás. Al pasarle el brazo por el cuello, el miedo de ella le atravesó el cuerpo como un fogonazo y se dio cuenta de lo mucho que le atraía.
—No te muevas.
Masako se defendió desesperadamente. Satake le puso el brazo izquierdo en el cuello y con el otro le rodeó el cuerpo. Sin embargo, las uñas de ella se le clavaron en la piel a través del tejido de su uniforme y le propinó una patada entre las piernas. Tuvo que emplear todas sus fuerzas para reducirla, pero al final logró que perdiera la conciencia.
Por fin era suya. Se echó su cuerpo flácido al hombro y volvió al coche en busca de cuerdas y bolsas. ¿Adónde podía llevarla ahora que ya no vivía en el apartamento 412? Sin lugar adonde ir ni tiempo para buscar uno, se dirigió a la fábrica abandonada.
Al llegar a la alcantarilla, vio que la tapa estaba abierta en uno o dos puntos, de modo que encendió su linterna para ver por dónde pisaba. El agua sucia brillaba bajo sus pies. La tapa de hormigón tembló bajo el peso de ambos, pero no cedió y Satake logró atravesar la alcantarilla. Al llegar a la fábrica, dejó el cuerpo de Masako en unas hierbas secas y comprobó la persiana oxidada. Empujó con todas sus fuerzas y consiguió alzarla unos centímetros, pero el chirrido asustó a Masako, que se revolvió inquieta. Finalmente, decidió levantarla lo justo para colarse por debajo e introducir a Masako después.
El edificio estaba vacío y helado, y olía a moho. Enfocó la linterna a un lado y a otro. Parecía un enorme ataúd de hormigón. Sin embargo, cerca del techo había una hilera de ventanas por las que la luz se filtraría al amanecer.
Al parecer, había sido una fábrica de cajas de comida, de la que sólo quedaban las planchas metálicas de una vieja cinta transportadora y una plataforma de carga frente a un mostrador. Satake esbozó una leve sonrisa, pensando que las planchas frías serían un lugar ideal para atar a Masako.
Ella seguía inconsciente. La alzó y la depositó en la larga rampa metálica. Indefensa, con la boca ligeramente abierta, parecía una paciente anestesiada a punto de ser operada.
Satake le quitó la parka y le rasgó la chaqueta del chándal. A continuación, le sacó las zapatillas y los calcetines y los tiró al suelo. Mientras intentaba quitarle los vaqueros, ella empezó a volver en sí, tal vez al sentir el metal frío sobre su piel. Sin embargo, estaba desorientada, desconocía dónde estaba o qué le había sucedido.
—Masako Katori —dijo Satake enfocándola con la linterna.
Deslumbrada, apartó los ojos del haz de la linterna y alargó los brazos, buscándolo.
—¡Desgraciado!
—Lo que tienes que decir es: «¡Me has pillado, cabrón!» —dijo Satake inmovilizándole los brazos contra la rampa—. Venga, dilo.
—¿Por qué?
—Porque sí.
Satake bajó la guardia unos instantes, y Masako le dio una patada en la entrepierna. Mientras él se retorcía de dolor, Masako se revolvió y bajó de la rampa con un movimiento sorprendentemente ágil para una mujer de su edad. A continuación, logró liberarse de él y desapareció en la oscuridad de la fábrica.
—¡No creas que vas a escapar! —le avisó Satake al tiempo que la buscaba con la linterna, cuya luz era demasiado débil para un espacio de aquellas dimensiones.
Finalmente decidió hacer guardia ante la persiana y esperar. Si bloqueaba la salida, tarde o temprano la atraparía. Además, la situación era de su agrado: cuanto más se le resistía, más se excitaba. Su testarudez incrementaba su odio y su placer a partes iguales.
—¡Ríndete, Masako!
Su voz resonó por todo el edificio. Al cabo de unos instantes, escuchó la respuesta de Masako.
—No pienso rendirme. Quiero saber por qué me persigues.
Al parecer, estaba en algún rincón alejado de la entrada.
—Por lo que me hiciste.
—Entonces, ¿por qué no persigues a Yayoi?
—Ya lo he hecho.
—¿Cómo?
Su voz temblaba, a causa del miedo o el frío. Iba descalza y sólo llevaba puesta una camiseta. Debía de estar congelada. Satake se acercó con sigilo a la rampa, cogió la ropa que le había quitado y la tiró a un rincón para asegurarse de que no pudiera recuperarla. En ese momento, volvió a escuchar su voz en la oscuridad.
—Te llevaste su dinero, ¿no? ¿No tienes suficiente? ¿Por qué vas sólo a por mí?
—No lo sé —murmuró Satake girándose hacia la dirección de donde provenía su voz.
—¿Porque perdiste tus negocios?
—En parte —respondió él.
»Pero también porque eres la única que conoce al verdadero Mitsuyoshi Satake, la única que ha logrado romper la coraza que me había construido a lo largo de estos años.»