La señora de Beauséant dirigió al estudiante una de esas miradas penetrantes, en las que las grandes almas saben poner a la vez gratitud y dignidad. Esta mirada fue como un bálsamo que calmó la llaga que acababa de producir en el corazón del estudiante la mirada inquisidora con la cual la duquesa le había tasado.
—Figuraos que acababa de ganarme la benevolencia del conde de Restaud —dijo Eugenio— porque —añadió volviéndose hacia la duquesa con aire a la vez humilde y malicioso—, debo deciros, señora, que no soy más que un pobre diablo de estudiante, muy solo, muy pobre…
—No digáis eso, señor de Rastignac.
—¡Bah! —dijo Eugenio—, sólo tengo veintidós años; hay que saber soportar las desgracias de la edad. Por otra parte, me estoy confesando; es imposible ponerse de rodillas en un confesionario más hermoso: en él se cometen los pecados de que uno se acusa en el otro.
La duquesa asumió un aire de frialdad al oír este discurso antirreligioso.
La señora de Beauséant se rió de su sobrino y de la duquesa.
—El señor llega…
—Llega, querida, y busca una institutriz que le enseñe el buen gusto.
—Señora duquesa —dijo Eugenio—, ¿no es natural querer iniciarse en los secretos de aquello que nos encanta?
«Vamos —se dijo a sí mismo—, estoy seguro de que le estoy haciendo frases de peluquero».
—Pero —dijo la duquesa—, según creo, la señora de Restaud es alumna del señor de Trailles.
—No sabía nada de ello, señora —dijo el estudiante—. Así, me lancé atolondradamente entre los dos. En fin, me las había entendido bastante bien con el marido, me veía tolerado por algún tiempo por la mujer, cuando se me ocurrió decirles que conocía a un hombre al que veía salir por una escalera secreta, y que en el fondo de un pasillo había besado a la condesa.
—¿Quién era? —dijeron las dos mujeres.
—Un viejo que vive a razón de dos luises mensuales en el barrio de Saint-Marceau, como yo, pobre estudiante que soy; un verdadero desgraciado de quien todos se burlan y al que llamamos papá Goriot.
—Pobre criatura —exclamó la vizcondesa—. Es que la señora de Restaud es una señorita Goriot.
—La hija de un fabricante de fideos —repuso la duquesa—, una mujer que se hizo presentar el mismo día que una hija de pastelero. ¿No os acordáis, Clara? El rey se echó a reír y dijo en latín una frase graciosa sobre la harina. Una gente, ¿cómo diremos?, una gente…
—
Ejusdem farinae
—dijo Eugenio.
—Eso es —dijo la duquesa.
—¡Ah!, es su padre —repuso el estudiante con un gesto de horror.
—Pues sí; ese buen hombre tenía dos hijas, por las cuales está casi loco, aunque tanto la una como la otra casi hayan renegado de él.
—La segunda —dijo la vizcondesa mirando a la señora de Langeais— ¿no está casada con un banquero cuyo apellido es alemán, cierto barón de Nucingen? ¿No se llama Delfina? ¿No es una rubia que tiene un palco lateral en la Ópera, que también va a los
Bouffons
y ríe muy alto para hacerse notar?
La duquesa sonrió, diciendo:
—Pero, querida, os admiro. ¿Por qué os ocupáis tanto, entonces, de esas gentes? Hay que haber estado locamente enamorado, como lo estaba Restaud, para haberse enharinado con la señorita Anastasia. ¡Oh, no ha hecho buena ganga! Ella se encuentra en manos del señor de Trailles, que la perderá.
—Ellas han renegado de su padre —repetía Eugenio.
—¡Ah!, sí, su padre —repuso la vizcondesa—, un buen padre que les dio, según dicen, a cada una quinientos o seiscientos mil francos para labrar su felicidad casándolas bien, y que no se reservó más que ocho o diez mil libras de renta para sí, creyendo que sus hijas seguirían siendo sus hijas, que se había creado con ellas dos existencias, dos casas, en las que sería adorado, mimado. En dos años, sus yernos le expulsaron de su sociedad como al último de los miserables.
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Eugenio, recientemente refrescado por las puras y santas emociones de la familia, aún bajo el encanto de sus creencias juveniles y que sólo se encontraba en la primera jornada en el campo de batalla de la civilización parisiense.
Las emociones verdaderas son tan comunicativas, que durante un instante estas tres personas se miraron en silencio.
—¡Oh!, Dios mío —dijo la señora de Langeais—, sí, esto parece horrible, y sin embargo, lo vemos todos los días. ¿No hay una causa en ello? Decidme, querida, ¿habéis pensado alguna vez en lo que es un yerno? Un yerno es un hombre para quien criaremos una amada criatura, a la cual retendremos por medio de mil lazos, que durante diecisiete años será la alegría de la familia, que es de ella el alma blanca, como diría Lamartine, y que se convertirá en la peste. Cuando este hombre nos la haya arrebatado empezará a coger su amor como un hacha, con objeto de cortar en el corazón y a lo vivo de ese ángel todos los sentimientos por los cuales estaba unida a su familia. Ayer, nuestra hija lo era todo para nosotros, y nosotros lo éramos todo para ella; al día siguiente se ha convertido en nuestra enemiga. ¿No vemos consumarse todos los días esta tragedia? Aquí, la nuera se muestra impertinente con el suegro, que todo lo ha sacrificado por su hijo. Más allá, un yerno pone a su suegra de patitas en la calle. Hay quien pregunta qué hay de dramático hoy en la sociedad; pero el drama del yerno es espantoso, sin contar nuestros casamientos, que se han convertido en cosas muy estúpidas. Yo me doy cuenta muy bien de lo que le ha ocurrido a ese viejo fabricante de fideos. Creo recordar que ese Foriot…
—Goriot, señora.
—Sí, ese Moriot fue presidente de su sección durante la revolución; estuvo en el secreto de la famosa escasez de alimentos, y comenzó su fortuna vendiendo en aquella época harinas diez veces más caras de lo que le costaban. Ha tenido tanta harina como ha querido. El intendente de mi abuela le vendió sumas inmensas. Goriot estaba relacionado, como toda esa gente, con el Comité de Salud Pública. Recuerdo que el intendente le decía a mi abuela que podía permanecer con toda seguridad en Grandvilliers, porque sus trigos eran una excelente carta cívica. Bien, ese Loriot, que vendía trigo a los cortadores de cabezas, sólo tuvo una pasión. Adora, según dicen, a sus hijas. Endosó la mayor a la casa de Restaud e injertó a la otra sobre el barón de Nucingen, un rico banquero que se hacía pasar por monárquico. Comprenderéis que, bajo el Imperio, los dos yernos no se escandalizaran de tener en su casa a ese viejo Noventa y Tres; ello era aún compatible con Bonaparte. Pero cuando volvieron los Borbones, el buen hombre estorbó al señor de Restaud, y más aún al banquero. Las hijas, que quizá seguían amando a su padre, quisieron quedar bien con la cabra y con la col, o sea, con el padre y con el marido; recibieron a Goriot cuando no tenían a nadie en casa; imaginaron pretextos de cariño: «Venid, papá; estaremos mejor, porque estaremos solos», etc… Pero, querida, creo que los sentimientos verdaderos tienen ojos e inteligencia: el corazón de ese pobre Noventa y Tres ha sangrado. Ha visto que sus hijas se avergonzaban de él; que si ellas amaban a sus maridos, él molestaba a sus yernos. Era preciso, pues, sacrificarse. El se sacrificó, porque era padre: se desterró de sí mismo. Al ver a sus hijas contentas, comprendió que había hecho bien. El padre y las hijas fueron cómplices de este pequeño crimen. Vemos esto por todas partes. Ese papá Doriot, ¿no habría sido una mancha de sebo en el salón de sus hijas? Habríase sentido violento, se habría aburrido. Lo que le ocurre a ese pobre padre puede ocurrirle a la mujer más bella con el hombre al que más ame: si ella lo aburre con su amor, él se irá; cometerá cobardías para huir de ella. Todos los sentimientos están allí. Nuestro corazón es un tesoro; vaciadlo de golpe, y quedaréis arruinados. No perdonamos más a un sentimiento el haberse mostrado por entero que a un hombre el no poseer un céntimo. Ese padre lo había dado todo. Había dado durante veinte años sus entrañas, su amor; había dado su fortuna en un día. Una vez exprimido el limón, sus hijas dejaron la piel en una esquina.
—El mundo es infame —dijo la vizcondesa, sin levantar los ojos, porque se sentía vivamente afectada por las palabras que la señora de Langeais había dicho, para ella, al contar esta historia.
—Infame, no —repuso la duquesa—; sigue su curso, he ahí todo. Si os hablo de ese modo es para demostraros que no me dejo engañar por el mundo. Yo pienso como vos —añadió estrechando la mano de la vizcondesa—. El mundo es un cenagal; procuremos permanecer en las alturas. —Se levantó, besó a la señora de Beauséant en la frente, diciéndole:— Estáis muy hermosa en este momento, querida. Tenéis los más bellos colores que haya visto jamás.
Dicho esto, salió, después de inclinar ligeramente la cabeza al mirar al primo.
—Papá Goriot es un papá sublime —exclamó Eugenio, recordando haberle visto romper sus objetos de plata sobrecortada aquella noche.
La señora de Beauséant no oía; estaba pensativa. Transcurrieron unos instantes de silencio, y el pobre estudiante, con una especie de estupor vergonzoso, no se atrevía a marcharse, ni a quedarse, ni a hablar.
—El mundo es infame y ruin —dijo al fin la vizcondesa—. Tan pronto como nos sobreviene una desgracia, siempre se encuentra un amigo dispuesto a venir a contárnosla y a hurgar en nuestro corazón con un puñal, haciéndonos admirar el mango. Empiezan los sarcasmos y las burlas. ¡Ah!, me defenderé. —Levantó la cabeza como una gran dama que era, y sus ojos despidieron destellos de orgullo.— ¡Ah! —dijo al ver a Eugenio—, estáis ahí.
—Sí, todavía —dijo el joven.
—¡Bien!, señor de Rastignac, tratad a ese mundo como se merece. Vos queréis llegar; yo os ayudaré. Comprobaréis cuán profunda es la corrupción femenina, mediréis la amplitud de la miserable vanidad de los hombres. Aunque yo he leído en el libro de este mundo, había, sin embargo, páginas que me eran desconocidas. Ahora ya lo sé todo. Cuanto más fríamente calculéis, tanto más lejos llegaréis. Pegad sin piedad, y seréis temido. No aceptéis a los hombres y a las mujeres más que como caballos de posta que dejaréis reventar a cada parada, y de este modo llegaréis al colmo de vuestros deseos. Ya veis, aquí no seréis nada si no tenéis a una mujer que se interese por vos. Os hace falta una mujer joven, rica, elegante. Pero si tenéis un sentimiento verdadero, escondido, no lo dejéis vislumbrar jamás; de lo contrario estaríais perdido. Ya no seríais el verdugo, sino la víctima. Si alguna vez amaseis, guardad vuestro secreto; no lo reveléis antes de haber sabido bien a quién abrís el corazón. Para preservar de antemano este amor que aún no existe, aprended a desconfiar de este mundo. Escuchadme bien, Miguel… (Ella se equivocaba ingenuamente de nombre sin darse cuenta de ello). Hay algo más espantoso que el abandono del padre por sus dos hijas, que quisieran que estuviese muerto. Es la rivalidad de las dos hermanas entre sí. Restaud pertenece a una familia noble; su mujer ha sido adoptada, ha sido presentada a la Corte; pero su hermana, su rica hermana, la hermosa señora Delfina de Nucingen, mujer de un hombre de dinero, se muere de pena; los celos la devoran, se encuentra a cien leguas de su hermana; su hermana ya no es su hermana; estas dos mujeres reniegan la una de la otra tal como reniegan de su padre. Así, la señora de Nucingen recogería a lengüetadas todo el barro que hay entre la calle de Saint-Lazare y la calle de Grenelle para entrar en mi salón. Ella ha creído que De Marsay la haría llegar adonde ella quería, y se hizo esclava de De Marsay. De Marsay se preocupa poco de ella. Si me la presentáis, seréis su Benjamín, os adorará. Amadla, si podéis; luego, si no, servíos de ella. Yo la veré una o dos veces, durante una gran velada, cuando haya mucha gente; pero jamás la recibiré por la mañana. La saludaré, esto bastará. Vos os habéis cerrado la puerta de la casa de la condesa por haber pronunciado el nombre de Goriot. Sí, querido, veinte veces iríais a casa de la señora de Restaud, y veinte veces os dirían que está ausente. Bien, que papá Goriot os presente en casa de la señora Delfina de Nucingen. La hermosa señora de Nucingen será para vos una bandera. Sed el hombre al que ella distinga; las mujeres se volverán locas por vos. Sus rivales, sus amigas, sus mejores amigas, vendrán a raptaros de sus brazos. Hay mujeres que aman al hombre ya escogido por otra, como hay pobres burguesas que, al tomar nuestros sombreros, esperan tener nuestras maneras. Vos tendréis éxitos. En París, el éxito lo es todo, es la llave del poder. Si las mujeres hallan en vos ingenio y talento, los hombres lo creerán si vos no les desengañáis. Entonces podréis quererlo todo, tendréis el pie en todas partes. Sabréis entonces lo que es el mundo, una reunión de burlados y de burladores. No estéis entre los unos ni entre los otros. Yo os doy mi nombre como un hilo de Ariadna para entrar en ese laberinto. No lo comprometáis —dijo inclinando el cuello y lanzando una mirada de reina al estudiante—, devolvédmelo blanco. Idos, dejadme. También nosotras, las mujeres, tenemos nuestras batallas que librar.
—¿No necesitaríais un hombre de buena voluntad para ir a poner el fuego en una mina? —le interrumpió Eugenio.
—¿Y bien? —dijo la vizcondesa.
El joven se golpeó el corazón, correspondió a la sonrisa de su prima y salió. Eran las cinco. Eugenio tenía hambre, temía no poder llegar a tiempo para la hora de la comida. Este temor le hizo sentir la felicidad de ser arrastrado rápidamente por las calles de París. Este placer puramente maquinal le dejó por entero entregado a las ideas que le asaltaban. Cuando un hombre de su edad es alcanzado por el desprecio, se indigna, se encoleriza, amenaza con el puño a la sociedad entera, quiere vengarse y duda también de sí mismo.
Rastignac se hallaba en aquel momento abrumado por estas palabras:
Os habéis cerrado la puerta de la casa de la condesa
. «¡Iré! —decíase—, y si la señora de Beauséant tiene razón, si yo… La señora de Restaud me encontrará en todos los salones adonde vaya. Aprenderé a manejar las armas, a disparar la pistola, le mataré a su Máximo.» ¡Y el dinero! —le gritaba la conciencia—. ¿De dónde tomarás el dinero? De pronto, la riqueza exhibida en casa de la condesa de Restaud brilló ante sus ojos. Había visto allá el lujo que debía ser amado por una señorita Goriot: dorados, objetos de gran valor, el lujo falto de inteligencia de los nuevos ricos, el derroche de la mujer entretenida. Esta fascinante imagen quedó de súbito eclipsada por el grandioso hotel de Beauséant. Su imaginación, transportada a las altas regiones de la sociedad parisiense, le inspiró mil malos pensamientos al corazón, la cabeza y la conciencia. Vio el mundo tal como es: las leyes y la moral impotentes entre los ricos, y vio en la fortuna la última
ratio mundi
. «Vautrin tiene razón; la fortuna es la virtud», se dijo.