¿El barón de Rastignac quiere ser abogado? ¡Oh!, magnífico. Hay que pasarlo mal durante diez años, gastar mil francos al mes, tener una biblioteca, un despacho, frecuentar la sociedad, besar el traje de un procurador para poder tener pleitos, barrer el palacio de justicia con la lengua. Si este oficio os diera buen resultado, yo no diría que no; ¿pero podréis encontrarme en París cinco abogados que, a los cincuenta años de edad, ganen más de cincuenta mil francos al año? ¡Bah!, antes que cercenarme de tal modo el alma preferiría hacerme corsario. Por otra parte, ¿dónde encontrar escudos? Todo esto no es nada alegre. Tenemos el recurso en la dote de una mujer. ¿Queréis casaros? Será ataros una piedra al cuello; además, si os casaseis por el dinero, ¡qué sería de nuestros sentimientos de honor, de nuestra nobleza! Sería mejor comenzar hoy vuestra revuelta contra los convencionalismos humanos. Nada representaría el acostaros como una serpiente delante de una mujer, lamer los pies de la madre, cometer bajezas como para darle asco a una trucha, ¡uf! ¡Si con todo ello hubieseis de dar con la felicidad! Pero seríais desgraciado con una mujer con la que os hubieseis casado en tales circunstancias. Es mejor guerrear contra los hombres que luchar con la propia mujer. Ahí tenéis la encrucijada de la vida, jovencito; elegid. Ya habéis elegido: habéis estado en casa de nuestro primo de Beauséant, y habéis olido allí el lujo. Habéis estado en casa de la señora de Restaud, hija de papá Goriot, y allí habéis olido a la parisiense. Ese día habéis regresado con una palabra escrita sobre vuestra frente, y yo he podido leer: ¡Llegar! Llegar a toda costa. ¡Bravo!, he dicho; he ahí un buen mozo que me va. Os ha hecho falta dinero. ¿Dónde tomarlo? Habéis sangrado a vuestras hermanas. Todos los hermanos sangran más o menos a sus hermanas. Vuestros mil quinientos francos arrancados, Dios sabe cómo, en un país en el que hay más castañas que monedas de cien sueldos, van a desfilar como soldados. Después, ¿qué vais a hacer? ¿Trabajaréis? El trabajo, entendido como vos lo entendéis en este momento, da, en la vejez, un apartamento en casa de mamá Vauquer y unos hombres del tipo de Poiret. Una rápida fortuna es el problema que en este momento tratan de resolver cincuenta mil jóvenes que se hallan en vuestra situación. Vos formáis una unidad de ese número. Juzgad de los esfuerzos que tenéis que hacer y de lo encarnizado del combate. Es preciso que os devoréis los unos a los otros como arañas en una olla, dado que no existen cincuenta mil buenos puestos. ¿Sabéis cómo sigue aquí cada uno su camino? Por el brillo del talento o por la habilidad de la corrupción. Hay que penetrar en esa masa de hombres como una bala de cañón o deslizarse en ella como la peste. La honradez no sirve de nada. La gente admira el poder del talento, le odia, trata de calumniarlo, porque toma sin compartir; pero se le admira si persiste; en una palabra, se le adora de rodillas cuando no se le ha podido enterrar bajo el barro. La corrupción es fuerte, el talento es raro. Así, la corrupción es el arma de la mediocridad, que abunda, y por todas partes sentiréis su influencia. Veréis a mujeres cuyos maridos tienen seis mil francos de sueldo y que gastan más de diez mil francos en arreglarse. Veréis a empleados con mil doscientos francos comprar tierras. Podréis ver a mujeres que se prostituyen para ir en el coche del hijo de un par de Francia, que puede correr en Longchamp por la calzada de en medio. Habéis visto al pobre animal de Goriot obligado a pagar la letra de cambio endosada por su hija, cuyo marido tiene cincuenta mil libras de renta. Os desafío a dar dos pasos en París sin encontrar embrollos infernales. Apostaría la cabeza a que toparéis con un avispero en la primera mujer que os agrade, aunque sea rica, bella y joven. Todas están en guerra con sus maridos por cualquier asunto. No acabaría de contaros los enredos que se arman con respecto a sus amantes, trapos, hijos, o por la vanidad, raramente por la virtud; podéis estar seguro de ello. Así, el hombre honrado es el enemigo común.
Pero ¿qué creéis que es el hombre honrado? En París, el hombre honrado es el que se calla y se niega a tomar parte. No os hablo de esos pobres ilotas que en todas partes cumplen con su cometido sin verse jamás recompensados por su trabajo, y a los que yo llamo la hermandad de las chancletas de Dios. Cierto que allí se encuentra la virtud en toda la flor de su estupidez, pero allí también está la miseria. Desde aquí estoy viendo la mueca de esa buena gente si Dios nos hiciese la mala pasada de ausentarse durante el juicio final. Si, pues, queréis hacer pronto fortuna, hace falta ser ya rico o parecerlo. Para enriquecerse hay que ser muy audaz. Si en el centenar de profesiones que podréis abrazar se encuentran diez hombres que triunfan rápidamente, el público les llama ladrones. Sacad vuestras conclusiones. He ahí la vida tal como es. Esto no es más hermoso que la cocina; huele igual que ella; hay que ensuciarse las manos si uno quiere cocinar; sabed solamente lavaros bien: en esto estriba toda la moral de nuestra época. Si os hablo así del mundo, tengo derecho a hacerlo, porque lo conozco. ¿Creéis que lo censuro? En absoluto. Siempre ha sido así. Los moralistas no lo cambiarán nunca. El hombre es imperfecto. A veces es más o menos hipócrita, y los necios dicen entonces que carece de costumbres. No acuso a los ricos en favor del pueblo: el hombre es el mismo arriba, abajo y en medio. Por cada millón de ese rebaño se encuentran diez despreocupados que se colocan por encima de todo, incluso de las leyes. Yo soy uno de ellos. Vos, si sois un hombre superior, id en línea recta y con la cabeza alta. Pero habrá que luchar contra la envidia, la calumnia, la mediocridad, contra todo el mundo. Napoleón encontró un ministro de la guerra que se llamaba Aubry y al que fue preciso mandar a las colonias. Ved si vos podéis levantaros cada mañana con más voluntad que el día anterior. En estas circunstancias, voy a haceros una proposición que nadie rechazaría. Escuchadme bien. Tengo una idea. Mi idea consiste en ir a vivir una vida patriarcal en medio de una gran finca, en los Estados Unidos, en el Sur.
Quiero hacerme allí plantador, tener esclavos, ganar algunos milloncitos vendiendo mis bueyes, mi tabaco, mis bosques, viviendo como un soberano, haciendo lo que me dé la real gana, llevando una vida que aquí no se concibe, aquí donde la gente se acurruca en una madriguera de yeso. Yo soy un gran poeta. Mis poesías no las escribo: consisten en acciones y sentimientos. Poseo en este momento cincuenta mil francos que apenas me procurarían cuarenta negros. Tengo necesidad de doscientos mil francos, porque quiero doscientos negros, con objeto de satisfacer mis deseos de vida patriarcal. Negros, ¿sabéis? Se trata de criaturas con las que uno hace lo que quiere, sin que un procurador del rey os pida cuentas de ello. Con este capital negro, dentro de diez años tendré tres o cuatro millones. Si triunfo, nadie me preguntará: ¿quién eres? Yo seré el señor Cuatro Millones, ciudadano de los Estados Unidos. Tendré cincuenta años y no estaré aún podrido, por lo cual me divertiré a mi manera. Dicho en pocas palabras, si yo os procuro una dote de un millón, ¿me daréis doscientos mil francos? ¿Es demasiado? Os haréis amar de vuestra mujercita. Una vez casado, manifestaréis inquietudes, remordimientos, os haréis el triste durante quince días. Una noche, después de algunas monadas, declararéis, entre beso y beso, doscientos mil francos de deudas a vuestra mujer, diciéndole: «Amor mío». Este vodevil es representado a diario por los jóvenes más distinguidos. Una joven no rehúsa la bolsa a aquel que le roba el corazón. ¿Creéis que perderéis con ello? No. Hallaréis el medio de recuperar vuestros doscientos mil francos en un negocio. Con vuestro dinero y vuestro talento amasaréis una fortuna tan considerable como podáis desear. Ergo, habréis hecho, en el espacio de seis meses, vuestra felicidad, la de una mujer amable y la de vuestro papaíto Vautrin, sin contar la de vuestra familia, que se sopla los dedos en invierno por falta de leña. No os asombréis por lo que os propongo ni por lo que os pido. De sesenta bellas bodas que se celebran en París, hay cuarenta y siete que dan lugar a semejantes tráficos. La Cámara de los Notarios ha obligado al señor…
—¿Qué es preciso que haga yo? —dijo ávidamente Rastignac interrumpiendo a Vautrin.
—Casi nada —respondió aquel hombre dejando escapar un movimiento de alegría parecido a la sorda expresión del pescador que siente picar un pez al extremo del sedal—. Escuchadme bien. El corazón de una pobre muchacha desgraciada y miserable es la esponja más ávida para llenarse de amor, una esponja seca que se dilata tan pronto como cae en ella una gota de sentimiento. ¡Hacer la corte a una joven que se encuentra en condiciones de soledad, de desesperación y de pobreza sin que sospeche la fortuna que va a caerle encima! ¡Diantre!, esto es jugar sobre seguro. Estáis echando cimientos a un matrimonio indestructible. Si a esa joven le sobrevienen millones, os los arrojará a los pies como si se tratara de guijarros. ¡Toma, amado mío! ¡Toma, Alfredo! ¡Adolfo! ¡Toma, Eugenio!, dirá, si Alfredo, Adolfo o Eugenio han tenido la buena idea de sacrificarse por ella. Lo que yo entiendo por sacrificios es vender un traje viejo para ir a comer unas setas al Cadran-Bleu; de ahí, por la noche, al Ambigu-Comique; es empeñar el reloj para comprarle un chal. No os hablo de las tonterías del amor a que tan inclinadas son las mujeres, como, por ejemplo, esparcir unas gotas de agua sobre el papel de una carta a modo de lágrimas cuando uno está lejos de ellas: me parece que conocéis bien el argot del corazón. París, como veis, es como una selva del Nuevo Mundo, en la que se agitan veinte especies de tribus salvajes, los Illinois, los Hurones, que viven del producto que les dan las diferentes cazas sociales; vois sois un cazador de millones. Para cobrarlos usáis toda suerte de trampas. Hay diversas maneras de cazar. Unos cazan la dote, otros cazan el capital; aquéllos pescan conciencias; éstos venden a sus víctimas atadas de pies y manos. El que regresa con el morral lleno es saludado, festejado, recibido en la buena sociedad.
Hagamos justicia a este suelo hospitalario; tenéis que véroslas con la ciudad más complaciente del mundo. Si las orgullosas aristocracias de todas las capitales de Europa se niegan a admitir en sus filas a un millonario infame, París le abre los brazos, corre a sus fiestas, come sus banquetes y brinda con su infamia.
—Pero ¿dónde encontrar a una muchacha? —dijo Eugenio.
—La tenéis delante de vos.
—¿La señorita Victorina?
—¡Exactamente!
—¿Y cómo?
—¡Ya os ama vuestra pequeña baronesa de Rastignac!
—¡Pero si no tiene un céntimo! —repuso Eugenio, atónito.
—Ahí está el detalle. Dos palabras más —dijo Vautrin—, y todo quedará aclarado. El tío Taillefer es un viejo bribón que pasa por haber asesinado a uno de sus amigos durante la revolución. Es uno de esos sujetos, como yo, que tienen independencia en sus opiniones. Es banquero, principal socio de la casa Federico Taillefer y compañía. Tiene un hijo único, al que quiere legar sus bienes en detrimento de Victorina. A mí no me gustan estas injusticias. Yo soy como Don Quijote, me gusta defender al débil contra el fuerte. Si la voluntad de Dios fuera arrebatarle a su hijo, Taillefer se haría cargo entonces de su hija; querría un heredero cualquiera, una tontería que se encuentra en la naturaleza, y él no puede tener más hijos, yo lo sé. Victorina es dulce y amable, pronto habrá engatusado a su padre y le hará girar como tina peonza con el bramante del sentimiento. Será demasiado sensible a vuestro amor para olvidaros, y se casará con vos. Yo me encargaré del papel de la Providencia, yo haré la voluntad de Dios. Tengo un amigo por el que me he sacrificado, un coronel del ejército del Loira que acaba de incorporarse a la guardia real. El escucha mis consejos, se ha hecho ultrarrealista: no es uno de esos imbéciles que se aferran a sus opiniones.
Si tengo aún un consejo que daros, ángel mío, es el de no aferraros ni a vuestra opinión ni a vuestra palabra. Cuando os pidan la una o la otra, vendedla. Un hombre que se jacta de no cambiar nunca de opinión es un hombre que quiere ir siempre en línea recta, un necio que cree en la infalibilidad. No hay principios, sólo acontecimientos: no hay leyes, sólo hay circunstancias: el hombre superior adopta los acontecimientos y las circunstancias para poder manejarlos. Si hubiera principios y leyes fijas, los pueblos no los cambiarían como cambian de camisa. El hombre no tiene la obligación de ser más juicioso que una nación entera. El hombre que menos servicios ha prestado a Francia es un fetiche venerado por haber vestido siempre de color rojo; a lo sumo vale para que se le coloque en el Conservatorio, entre las máquinas, poniéndole la etiqueta de La Fayette; mientras que el príncipe contra el cual cada uno lanza su piedra, y que desprecia lo suficiente a la humanidad para esculpirle al rostro tantos juramentos como ella le exija, ha impedido el reparto de Francia en el congreso de Viena: se le deben coronas, y le arrojan fango. ¡Oh, yo conozco los negocios! Poseo el secreto del bien de muchos hombres. Ya es suficiente. Tendrá una opinión inquebrantable el día en que haya encontrado tres cabezas de acuerdo sobre la aplicación de un principio, y aguardaré mucho tiempo. En los tribunales no se encuentran tres jueces que tengan la misma opinión sobre un artículo de la ley. Vuelvo a mi hombre. Volvería a crucificar a Cristo si yo se lo dijera. A una sola palabra de su papá Vautrin, buscará querella a aquel imbécil que no envía cien sueldos a su pobre hermana y… —en esto Vautrin se levantó, se puso en guardia e hizo el movimiento de un maestro de armas que se tira a fondo— ¡a la sombra! —añadió.
—¡Qué horror! —dijo Eugenio—. ¿Queréis bromear, señor Vautrin?
—Calma, calma —repuso el hombre—. No os hagáis el niño; sin embargo, si ello ha de divertiros, enojaos, indignaos. Decid que soy un infame, un bandido, pero no me llaméis estafador ni espía. Vamos, hablad, soltad vuestra andanada. Os perdono. ¡Es tan propio de vuestra edad! Yo también he sido así. Pero reflexionad. Algún día obraréis peor. Iréis a coquetear con alguna linda mujer y os dará dinero. ¿Habéis pensado en ello? —dijo Vautrin—. ¿Cómo triunfaréis si no sois calculador en vuestro amor? La virtud, querido estudiante, no se divide: existe o no existe. Se nos habla de hacer penitencia por nuestras faltas. Todavía otro lindo sistema como éste, en virtud del cual paga uno un crimen mediante un acto de contrición. Seducir a una mujer para situaros en tal o cual peldaño de la escala social, sembrar cizaña entre los hijos de una familia, en fin, todas las infamias que se practican hoy día, ¿creéis que se trata de actos de fe, de esperanza y de caridad? ¿Por qué dos meses de cárcel al dandy que en una noche arrebata a una criatura la mitad de su fortuna, y por qué el presidio al pobre diablo que roba un billete de mil francos con las circunstancias agravantes? He ahí vuestras leyes. No hay un solo artículo que no llegue al absurdo. El hombre de guante y de palabras melifluas ha cometido asesinatos en los que no se derrama sangre, pero en los que se da sangre; el asesino ha abierto una puerta con la ganzúa: he ahí dos cosas nocturnas. Entre lo que yo os propongo y lo que haréis un día sólo hay la diferencia de la sangre. ¿Creéis en algo fijo en este mundo? Despreciad, pues, a los hombres y considerad las mallas por las que uno puede pasar a través de la red del Código. El secreto de las grandes fortunas sin causa aparente es un crimen olvidado, porque se ha cometido de una manera limpia.