—Silencio, señor; no quiero volver a oír más de ello; me haríais dudar de mí mismo. En este momento el sentimiento es toda mi ciencia.
—Como queráis, hermoso niño. Os creía más fuerte —dijo Vautrin—; ya no os diré nada más. Una última palabra, sin embargo —miró fijamente al estudiante— vos tenéis mí secreto —le dijo.
—Un joven que os rechaza sabrá olvidar pronto tal secreto.
—Muy bien, esto me gusta. Otro será menos escrupuloso. Acordaos de lo que quiero hacer por vos. Os doy quince días. Es asunto de tomarlo o dejarlo.
—¡Qué cabeza de hierro tiene, pues, ese hombre! —díjose Rastignac al ver a Vautrin que se alejaba tranquilamente con el bastón bajo el brazo—. Él me ha dicho crudamente lo que la señora de Beauséant me decía en buena forma. Él me destrozaba el corazón con garras de acero. ¿Por qué he de ir a casa de la señora de Nucingen? Ha adivinado mis motivos tan pronto como yo los he concebido. En pocas palabras, ese bandido me ha dicho más cosas sobre la virtud que lo que sobre ella me han dicho los hombres y los libros. Si la virtud no tolera capitulación, ¿entonces he robado a mis hermanas? —dijo arrojando la bolsa encima de la mesa. Se sentó y permaneció allí sumido en una profunda meditación—. Ser fiel a la virtud, ¡martirio sublime! ¡Bah!, todo el mundo cree en la virtud; pero ¿quién es virtuoso? Los pueblos tienen a la libertad como ídolo; pero ¿dónde se encuentra en la tierra un pueblo libre? Mi juventud es todavía azul como un cielo sin nubes: querer ser grande o rico ¿no es acaso resolverse a mentir, a arrastrarse, a volver a erguirse, a adular, a disimular? ¿No es consentir en convertirse en el lacayo de aquellos que han mentido, se han arrastrado, han adulado? Antes de ser su cómplice hay que servirles. Pues no. Yo quiero trabajar noblemente, santamente; quiero trabajar de día y de noche, no deber mi fortuna más que a mi propio trabajo. Será la más lenta de las fortunas, pero cada día mi cabeza descansa sobre mi almohada sin un mal pensamiento. ¿Qué hay de más hermoso que contemplar la propia vida y encontrarla pura como un lirio? Yo y la vida somos como un joven y su prometida. Vautrin me ha hecho ver lo que sucede después de diez años de matrimonio. ¡Demonio!, mi cabeza se pierde. No puedo pensar en nada; el corazón es un buen guía.
Eugenio fue sacado de su meditación por la voz de la gruesa Silvia, que le anunció la llegada de su sastre, ante el cual se presentó llevando en la mano sus dos bolsas de dinero. Cuando hubo probado sus trajes de noche, volvió a ponerse su nuevo traje de mañana, con el que estaba completamente distinto.
—Bien valgo lo que el señor de Trailles —se dijo—. ¡En fin, que tengo el aire de un gentilhombre!
—Señor —dijo papá Goriot entrando en la habitación de Eugenio—, me habéis preguntado si conocía las casas que frecuenta la señora de Nucingen, ¿verdad?
—Sí.
—Pues bien, el próximo lunes va al baile del mariscal Carigliano. Si podéis ir, ya me diréis si mis dos hijas se han divertido, cómo iban vestidas, en fin, todo.
—¿Cómo habéis sabido esto, mi buen papá Goriot? —dijo Eugenio, haciéndole sentar junto a su chimenea.
—Su doncella me lo ha dicho. Sé todo lo que ellas hacen a través de Teresa y Constanza —repuso en tono alegre. El anciano se parecía a un amante lo bastante joven aún para sentirse dichoso de una estratagema que le pone en comunicación con su querida sin que ella se dé cuenta—. ¡Vos las veréis! —añadió expresando con ingenuidad una dolorosa envidia.
—No lo sé —respondió Eugenio—. Iré a casa de la señora de Beauséant a preguntarle si puede presentarme a la mariscala.
Eugenio pensaba con cierta alegría interior mostrarse en casa de la condesa vestido tal como iría vestido en lo sucesivo. Lo que los moralistas llaman los abismos del corazón humano son únicamente los decepcionantes pensamientos, los involuntarios movimientos del interés personal. Estas peripecias, tema de tantas declamaciones, estos retornos súbitos constituyen cálculos hechos en provecho de nuestros goces. Al verse bien vestido, bien enguantado, bien calzado, Rastignac olvidó su virtuosa resolución.
La juventud no se atreve a mirarse en el espejo de la conciencia cuando ésta se inclina hacia el lado de la injusticia, mientras que sí se mira en él la edad madura: en ello estriba toda la diferencia entre estas dos fases de la vida. Desde hacía algunos días, los dos vecinos, Eugenio y papá Goriot, habíanse convertido en buenos amigos. Su amistad secreta se basaba en razones psicológicas que habían engendrado sentimientos contrarios entre Vautrin y el estudiante. El audaz filósofo que quiera comprobar los efectos de nuestros sentimientos en el mundo físico hallará sin duda más de una prueba de su efectiva materialidad en las relaciones que crean entre nosotros y los animales. ¿Qué fisonomista es más ducho en adivinar un carácter de lo que es un perro en saber si un desconocido ama o no ama? Los átomos ganchudos, expresión proverbial de la que todo el mundo se sirve, constituyen uno de esos hechos que quedan en las lenguas para desmentir las necesidades filosóficas de las que se ocupan aquellos que gustan de aventar las peladuras de las palabras primitivas. Uno se siente amado. El sentimiento se imprime en todas las cosas y atraviesa los espacios. Una carta es un alma, es un eco tan fiel de la voz que habla, que los espíritus delicados la cuentan entre los más ricos tesoros del amor. Papá Goriot, al que su sentimiento irreflexivo elevaba hasta el grado sublime de la naturaleza canina, había olido la compasión, la bondad admirativa, las simpatías juveniles que se habían suscitado para él en el corazón del estudiante. Sin embargo, esta unión naciente no había provocado aún ninguna confidencia. Si Eugenio había manifestado el deseo de ver a la señora de Nucingen, no era que contase con el anciano para que él le presentase; pero esperaba que una indiscreción pudiera servirle. Papá Goriot no le había hablado de sus hijas más que a propósito de lo que se había permitido decir de ellas públicamente el día de sus dos visitas.
«Señor mío —le dijo el día siguiente—, ¿cómo habéis podido creer que la señora de Restaud se enfadara con vos por haber pronunciado mi nombre? Mis dos hijas me quieren mucho. Solamente mis dos yernos se han portado mal conmigo. No he querido hacer sufrir a esas pobres criaturas con mis disensiones con sus maridos, y he preferido verlas en secreto. Este misterio me procura mil goces que no comprenden los otros padres que pueden ver a sus hijas cuando quieren. Yo no puedo hacerlo, ¿comprendéis? Entonces, cuando hace buen día, voy a los Campos Elíseos después de haber preguntado a las doncellas si mis hijas salen de casa. Las aguardo a que pasen, el corazón me late apresuradamente cuando llegan los coches, las admiro, ellas me dedican al pasar una sonrisa que me dora la naturaleza como si cayera en ella un hermoso rayo de sol. Y yo me quedo, y ellas han de regresar. ¡Todavía las veo! El aire les ha sentado bien, tienen sonrosadas las mejillas. Oigo decir a mi alrededor: he ahí una mujer hermosa. Esto me alegra el corazón. ¿Acaso no se trata de mi propia sangre? Amo los caballos que las conducen, y quisiera ser el perrillo que ellas llevan en sus rodillas. Yo vivo de sus placeres. Cada cual tiene su modo de amar; el mío, sin embargo, no hace mal a nadie; ¿por qué, entonces, la gente habrá de ocuparse de mí? Yo soy feliz a mi manera. ¿Va contra las leyes el que yo vaya a ver a mis hijas, por la noche, en el momento en que ellas salen de su casa para dirigirse al baile? ¡Qué pena para mí si llego tarde y me dicen: la señora ha salido! Una noche estuve esperando hasta las tres para ver a Nasia, a la que no había visto desde hacía dos días. Estuve a punto de reventar de alegría. Os lo ruego, no habléis de mí si no es para decir cuán buenas son mis hijas. Ellas quieren colmarme de toda suerte de regalos; yo se lo impido diciéndoles: Guardaos vuestro dinero. ¿Qué queréis que haga yo de eso? No necesito nada. En efecto, señor, ¿qué soy yo? Un cadáver cuya alma se encuentra dondequiera que están mis hijas. Cuando hayáis visto a la señora de Nucingen me diréis a cuál de las dos preferís», dijo el buen hombre, tras un momento de silencio, al ver que Eugenio se disponía a partir para ir a pasear a las Tullerías aguardando la hora de presentarse en casa de la señora de Beauséant.
Este paseo fue fatal para el estudiante. Algunas mujeres se fijaron en él. ¡Era tan guapo, tan joven y tan elegante!
Al verse convertido en objeto de una atención casi admirativa, ya no pensó en sus hermanas ni en su tía, todas ellas por él despojadas, ni en sus virtuosos escrúpulos. Había visto pasar por encima de su cabeza a ese demonio que es tan fácil de tomar por un ángel, a ese Satanás de brillantes alas, que siembra rubíes, que arroja sus flechas de oro delante de los palacios, cubre de púrpura las mujeres, reviste de un vano esplendor los tronos, tan sencillos en su origen; había escuchado al dios de esa vanidad crepitante cuyo ruido nos parece un símbolo de poder. Las palabras de Vautrin, por cínicas que fuesen, habíanse alojado en su corazón como en la memoria de una virgen se graba el innoble perfil de una vieja alcahueta que le ha dicho: «Oro y amor a raudales». Después de haber paseado indolentemente, hacia las cinco de la tarde Eugenio se presentó en casa de la señora de Beauséant, y en ella recibió uno de esos golpes terribles contra los cuales los corazones jóvenes se hallan inermes. Hasta entonces había encontrado a la vizcondesa llena de esa cortés amabilidad, de aquella gracia meliflua dada por la educación aristocrática y que no es completa más que cuando procede del corazón.
Cuando entró, la señora de Beauséant hizo un gesto seco, y le dijo con voz breve:
—Señor de Rastignac, me es imposible recibiros, en este momento por lo menos. Estoy muy ocupada…
Para un observador, y Rastignac habíase convertido pronto en un observador, esta frase, el gesto, la mirada y la inflexión de la voz eran la historia del carácter y de las costumbres de la casta.
Vio la mano de hierro bajo el guante de terciopelo; la personalidad, el egoísmo, bajo las maneras; la madera, bajo el barniz. Oyó, en fin, el: «Yo, el Rey», que empieza bajo los penachos del trono y termina bajo la cimera del último gentilhombre. Eugenio se había entregado con excesiva facilidad a creer en la nobleza de la mujer. Como todos los desgraciados, había firmado de buena fe el pacto delicioso que debe atar al bienhechor con el favorecido, y cuyo primer artículo consagra entre los corazones grandes una perfecta igualdad. El hacer bien, que reúne a dos seres en uno solo, es una pasión celestial tan incomprendida, tan rara corno pueda serlo el amor verdadero. Tanto el uno como el otro es la prodigalidad de las almas hermosas. Rastignac quería llegar al baile de la duquesa de Carigliano, y devoró aquella borrasca.
—Señora —dijo con voz emocionada—, si no se tratase de una cosa importante, no habría venido a importunaros; os ruego, por lo tanto, que tengáis la bondad de recibirme más tarde, y aguardaré.
—Bien, venid a comer conmigo —dijo algo confusa por la dureza que había puesto en sus palabras; porque aquella mujer era tan buena como grande.
Aunque se sintió afectado por aquel cambio repentino, Eugenio se dijo mientras se iba: «Arrástrate, sopórtalo todo. ¿Qué deben ser los otros seres si, en un instante, la mejor de las mujeres borra las promesas de su amistad y te deja ahí como un zapato viejo? Entonces, ¿cada cual debe mirar por sí? Es verdad que su casa no es ninguna tienda y que hago mal en tener necesidad de ella. Es preciso, como dice Vautrin, convertirse en bala de cañón.». Las amargas reflexiones del estudiante fueron pronto disipadas por el placer que se prometía al ir a comer con la vizcondesa. Así, por una especie de fatalidad, los más mínimos acontecimientos de su vida conspiraban para empujarle a la carrera en la que, según las observaciones de la terrible esfinge de Casa Vauquer, debía, como en un campo de batalla, matar para que no le matasen, engañar para no ser engañado, en la que había de dejar a un lado su conciencia, su corazón, cubrirse el rostro con una máscara, burlarse sin piedad de los hombres y, como en Lacedemonia, coger su fortuna sin ser visto, para merecer la corona.
Cuando volvió a la casa de la vizcondesa, la encontró llena de aquella bondad que siempre le había testimoniado. Ambos se dirigieron a un comedor en el que el vizconde aguardaba a su esposa, y en el que resplandecía aquel lujo de mesa que bajo la Restauración, como todo el mundo sabe, fue elevado al más alto grado. El señor de Beauséant, semejante a muchas otras personas infatuadas, apenas tenía otros placeres que los de la buena mesa; por lo que a la gula se refiere, pertenecía a la escuela de Luis XVIII y del duque de Escars. Su mesa, pues, ofrecía un doble lujo, el del continente y el del contenido. Jamás semejante espectáculo había sido presenciado por Eugenio, el cual comía por primera vez en una de aquellas casas en las que las grandezas sociales son hereditarias. La moda acababa de suprimir las cenas con que en otro tiempo terminaban los bailes del Imperio, en las que los militares tenían necesidad de adquirir fuerzas para prepararse para todos los combates que les aguardaban tanto dentro como fuera. Eugenio no había asistido aún más que a bailes. El aplomo que más tarde le distinguió de un modo tan eminente y que empezaba a adquirir le impidió manifestar una bobalicona admiración. Pero al ver aquella platería esculpida y los mil rebuscados detalles de una mesa suntuosa, al admirar por primera vez un servicio que se hacía sin ruido, era difícil para un hombre de ardiente imaginación no preferir aquella vida constantemente elegante a la vida de privaciones que quería abrazar aquella mañana. Su pensamiento le devolvió por un instante a su pensión, y fue tan profundo el horror que experimentó, que se juró abandonarla en el mes de enero, tanto para entrar en una casa limpia como para huir de Vautrin, cuya manaza sentía sobre su hombro.
Si pensamos en las mil formas que en París asume la corrupción, parlante o muda, un hombre de buen sentido se pregunta por qué aberración el Estado establece escuelas, reúne jóvenes en ellas, cómo son respetadas las mujeres, cómo el oro de los cambistas no se esfuma mágicamente. Pero si pensamos en el escaso número de crímenes, incluso de delitos en general, cometidos por los jóvenes, ¡qué respeto no debemos sentir por esos pacientes Tántalos que se combaten a sí mismos y casi siempre salen victoriosos! Si se les describiera bien en su lucha contra París, el pobre estudiante suministraría uno de los temas más dramáticos de nuestra civilización moderna. La señora de Beauséant miraba en vano a Eugenio para invitarle a hablar, pero el joven no quería decir nada en presencia del vizconde.