Papá Goriot (25 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Papá Goriot
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Vosotros nos juráis amor eterno; ¿cómo, entonces, tener intereses distintos? Vos no sabéis lo que he sufrido hoy cuando Nucingen se ha negado rotundamente a darme seis mil francos, él que se los da todos los meses a su amante, una corista de la Opera. Yo quería matarme. Las ideas más locas cruzaban por mi imaginación. Hubo momentos en que envidiaba la suerte de una criada, de mi doncella. Ir a encontrar a nuestro padre, ¡qué locura! Anastasia y yo le hemos arruinado: mi pobre padre se habría vendido si pudiera valer seis mil francos. Yo habría ido a desesperarle en vano. Vos me habéis salvado de la vergüenza y de la muerte; estaba ebria de dolor. ¡Ah!, caballero, yo os debía esta explicación: he sido una insensata para con vos. Cuando me habéis dejado, y os he perdido de vista, yo quería huir a pie… ¿Adónde? No lo sé. He aquí la vida de la mitad de las mujeres de París: lujo exterior, cueles preocupaciones en el alma. Conozco a pobres criaturas aún más desdichadas que yo. Hay mujeres que se ven obligadas a decir a sus proveedores que les hagan facturas falsas. Otras tienen que robar a sus criados: los unos roen que unas cachemiras de cien luises se dan por quinientos francos, los otros que una cachemira de quinientos francos vale cien luises. Hay algunas pobres mujeres que hacen ayunar a sus hijos y sisan para poder comprarse un vestido. Yo estoy limpia de tales odiosos engaños. He aquí mi última angustia. Si algunas mujeres se venden a sus maridos para poder gobernarles, yo, por lo menos, soy libre. Podría hacerme cubrir de oro por Nucingen y prefiero llorar con la cabeza apoyada en el corazón de un hombre al que pueda apreciar. ¡Ah!, esta noche el señor De Marsay no tendrá el derecho de mirarme como a una mujer a la cual ha pagado.

Diciendo esto, la señora de Nucingen se cubrió el rostro con las manos para no mostrar sus lágrimas a Eugenio, quien le apartó las manos para poder contemplar su cara. Estaba sublime.

—Mezclar el dinero con los sentimientos, ¿no es algo horrible? —añadió la joven—. Vos no podréis amarme.

Esta mezcla de buenos sentimientos, que hacen tan grandes a las mujeres, y de faltas que la actual constitución de la sociedad les hace cometer, conmovió a Eugenio, que decía palabras dulces y consoladoras, admirando a aquella bella mujer, tan ingenuamente imprudente en su grito de dolor.

—¿No usaréis esto como un arma contra mí? —dijo la señora de Nucingen—. Prometédmelo.

—¡Ah, señora! Soy incapaz de ello —respondió Eugenio.

Ella le cogió la mano y la puso sobre su corazón con un movimiento lleno de gratitud y afecto.

—Gracias a vos vuelvo a ser libre y feliz. Vivía oprimida por una mano de hierro. Ahora quiero vivir sencillamente, sin gastar nada. Os agradaré tal como voy a ser de ahora en adelante, ¿verdad, amigo? Quedaos con esto —dijo, tomando solamente seis billetes de banco—. En conciencia os debo mil escudos, porque me considero como si fuera a medias con vos.

Eugenio se defendió como una virgen. Pero tomó el dinero al decirle la baronesa:

—Os consideraré como mi enemigo si no sois mi cómplice.

—Lo pondremos como depósito para caso de desgracia —dijo.

—He aquí la palabra que tanto temía —exclamó la joven palideciendo—. Si queréis que sea algo para vos, juradme —le dijo— que no volveréis nunca más al juego. ¡Dios mío! ¡Corromperos yo! Me moriría de pena.

Habían llegado. El contraste de esta miseria y de esta opulencia aturdía al estudiante, en cuyos oídos resonaban las siniestras palabras de Vautrin.

—Venid —dijo la baronesa entrando en su habitación y señalando un diván junto a la chimenea—, voy a escribir una carta muy difícil. Aconsejadme.

—No escribáis —le dijo Eugenio—; poned los billetes dentro de un sobre, poned las señas y enviadlos por mano le vuestra doncella.

—¡Pero si sois un sol! —exclamó la baronesa—. ¡Ved, señor, lo que vale el haber recibido una buena educación! Eso es Beauséant puro —añadió sonriendo.

—Es encantadora —pensó Eugenio, más enamorado cada vez. Miró hacia aquella estancia, en la que se respiraba la voluptuosa elegancia de una rica cortesana.

—¿Os gusta? —dijo llamando con la campanilla a su doncella—. Teresa, llevad esto al señor De Marsay y entregádselo personalmente. Si no le encontráis, me traeréis de nuevo la carta.

Teresa partió, no sin antes haber lanzado una maliciosa mirada a Eugenio. La comida estaba servida. Rastignac dio el brazo a la señora de Nucingen, la cual le condujo a un comedor delicioso, donde volvió a encontrar el lujo que había admirado en casa de su prima.

—Los días en que haya función en los Italianos —dijo la baronesa— vendréis a comer a mi casa y nos acompañareis.

—Me acostumbraría a esta dulce vida si había de durar; pero soy un pobre estudiante que ha de hacer aún su fortuna.

—Ya se hará —le dijo riendo la baronesa—; ya veis como todo se arregla: no esperaba ser tan feliz.

Es propio de la naturaleza femenina el demostrar lo imposible por medio de lo posible y destruir los hechos por medio de los presentimientos. Cuando la señora de Nucingen y Rastignac entraron en su palco de los Bouffons, ella aparecía con aire de satisfacción que la hacía tan hermosa, que todos se permitieron aquellas pequeñas calumnias contra las cuales las mujeres carecen de defensa y que a menudo hacen creer en desórdenes inventados. Cuando se conoce París, no se cree nada de lo que se dice y no se dice nada de lo que se hace.

Eugenio cogió la mano de la baronesa, y ambos se hablaron por medio de presiones más o menos intensas, comunicándose las sensaciones que les producía la música. Para ellos, aquella velada fue embriagadora. Salieron juntos, y la señora de Nucingen quiso acompañar a Eugenio hasta el Puente Nuevo, disputándole, durante todo el camino, uno de los besos que ella le había prodigado tan calurosamente en el Palacio Real. Eugenio le reprochó esta inconsecuencia.

—Antes —respondió la joven— era gratitud por una abnegación inesperada; ahora sería una promesa.

—Y no queréis hacerme ninguna, ingrata.

Eugenio se enfadó. Con uno de aquellos gestos de impaciencia que encantan a un amante, la baronesa le dio la mano para que se la besara.

—Hasta el lunes, en el baile —le dijo.

Mientras regresaba a pie, con una noche de luna, Eugenio se hallaba sumido en graves reflexiones. Estaba a la vez contento y descontento: contento de una aventura cuyo probable desenlace le brindaba una de las más bellas y elegantes mujeres de París, objeto de sus deseos; descontento de ver frustrados sus proyectos de fortuna, y fue entonces cuando sintió la realidad de los pensamientos indecisos a los que se había entregado dos días antes. La falta de éxito nos revela siempre el poder de nuestras pretensiones. Cuanto más gozaba Eugenio de la vida parisiense, tanto menos quería permanecer oscuro y pobre. Manoseaba su billete de mil francos en el bolsillo, haciéndose mil razonamientos capciosos para apropiárselo. Finalmente llegó a la calle Neuve-Sainte-Geneviève, y cuando estuvo en lo alto de la escalera, vio una luz encendida. Papá Goriot había dejado la puerta abierta y encendida su bujía para que el estudiante no se olvidase de contarle su hija, según su expresión. Eugenio no le ocultó nada.

—Pero —exclamó papá Goriot en un violento y desesperado acceso de celos— ellas me creen arruinado: todavía tengo mil trescientas libras de renta. ¡Dios mío! ¡Pobre pequeña!, ¿por qué no venía a verme? Yo habría vendido mis rentas, habríamos tomado del capital y con d resto yo me habría hecho un vitalicio. ¿Por qué no vinisteis a comunicarme el apuro en que se encontraba, mi buen vecino? ¿Cómo habéis tenido valor para arriesgar en el juego sus únicos cien francos? Esto me parte el alma. Ved lo que son los yernos. ¡Oh!, si pudiera, les estrangularía con mis propias manos. ¡Dios mío! ¿Ha llorado mi hija?

—Con la cabeza apoyada en mi chaleco —dijo Eugenio.

—¡Oh!, dádmelo —dijo papá Goriot—. Habrá quedado en él la huella de sus lágrimas, lágrimas de mi querida Delfina, que nunca lloraba siendo niña. ¡Oh!, ya os compraré otro; no lo llevéis, dejádmelo. Mi hija, según su contrato, debe disfrutar de sus bienes. ¡Ah!, iré a ver a Derville, un procurador, a partir de mañana. Voy a exigir la imposición de su fortuna. Conozco las leyes; soy un viejo lobo, y voy a recobrar mis dientes.

—Tomad —dijo el estudiante—; aquí tenéis mil francos que ella ha querido darme por lo que hemos ganado. Guardádselos en el chaleco.

Goriot miró a Eugenio, le tendió la mano para coger la suya, sobre la cual dejó caer una lágrima.

—Vos triunfaréis en la vida —le dijo el anciano—. Dios es justo, ¿sabéis? Yo sé lo que es la honradez, y puedo aseguraros que hay pocos hombres que se parezcan a vos. ¿Queréis, pues, ser mi hijo querido? Id a dormir. Podéis dormir porque todavía no sois padre. Ella ha llorado, y me entero de esto yo, que estaba tranquilamente comiendo como un imbécil mientras ella sufría; yo, que vendería al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para evitar una lágrima a las dos!

—A fe mía —decíase Eugenio al acostarse—, creo que seré un hombre honrado toda mi vida. Se encuentra un gran placer en obedecer las inspiraciones de la conciencia.

Quizá sólo aquellos que creen en Dios hacen el bien en secreto, y Eugenio creía en Dios.

Al día siguiente, a la hora del baile, Rastignac fue a casa de la señora de Beauséant, quien se lo llevó para presentárselo a la duquesa de Carigliano. Fue acogido del modo más cordial por la mariscala, en cuya casa encontró a la señora de Nucingen. Delfina se había arreglado con la intención de agradar a todos para mejor agradar a Eugenio, de quien esperaba impaciente una mirada, creyendo disimular su impaciencia. Para quien sabe adivinar las emociones de una mujer, este momento está lleno de delicias. ¿Quién no se ha complacido a menudo en hacer esperar su opinión, en disimular coquetamente su placer, en buscar confesiones en la inquietud que uno ocasiona, en gozar de temores que uno disipará con una sonrisa? Durante aquella fiesta, el estudiante midió de un solo golpe el alcance de su posición y comprendió que ocupaba en el mundo una posición importante al ser primo de la señora de Beauséant. La conquista de la señora baronesa de Nucingen, que la gente ya le atribuía, le hacía destacar de tal modo, que todos los jóvenes le lanzaban miradas de envidia; al sorprender una de estas miradas, saboreó los primeros placeres de la fatuidad. Al pasar de un salón a otro, al atravesar los grupos, oyó alabar su suerte. Las mujeres le predecían éxitos todas ellas. Delfina, temiendo perderle, le prometió que no le negaría por la noche el beso que tanto empeño había puesto en no darle dos días antes. En aquel baile, Rastignac recibió varias invitaciones. Fue presentado por su prima a algunas mujeres, todas las cuales tenían pretensiones de elegancia, y cuyas casas pasaban por agradables; viose, arrojado al mundo más grande y hermoso de París. Aquella velada, pues, tuvo para él los encantos de un brillante debut, y había de acordarse de ella hasta en los días de la ancianidad, como una muchacha se acuerda del baile en el que obtuvo triunfos. Al día siguiente, cuando, durante el desayuno, contó sus éxitos a papá Goriot delante de los huéspedes, Vautrin comenzó a sonreír de un modo diabólico.

—¿Y creéis —exclamó aquel lógico feroz— que un joven de moda puede vivir en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, en Casa Vauquer, pensión infinitamente respetable por todos conceptos, ciertamente, pero que no es en modo alguno una pensión elegante? Es hermosa en su abundancia, está orgullosa de ser la mansión provisional de un Rastignac; pero, después de todo, está en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, y no sabe lo que es el lujo, porque es puramente
patriarcalorama
. Mi joven amigo —prosiguió Vautrin con aire paternalmente burlón—, si queréis triunfar en París necesitáis tres caballos y un tílburi por la mañana y un cupé por la tarde, en total mil francos por el vehículo. Seríais indigno de vuestro destino si no gastaseis más que tres mil francos en casa de vuestro sastre, seiscientos francos en el perfumista, cien escudos en el zapatero y cien escudos en el sombrerero. En cuanto a vuestra lavandera, os costará mil francos. Los jóvenes de moda no pueden prescindir del asunto de la ropa blanca: ¿no es acaso lo que con mayor frecuencia se examina en ellos? El amor y la iglesia quieren bellos manteles sobre sus altares. Estamos a catorce mil. No os hablo de que perderéis en el juego, en apuestas, en regalos; yo he llevado esa clase de vida, y la conozco bien. Añadid a esas necesidades primeras trescientos luises para el pienso y mil para el alojamiento. Vamos, hijo mío, o contamos con veinticinco mil al año o hacemos el ridículo y perderemos nuestro porvenir, nuestros éxitos, nuestras amantes. Me olvidaba del ayuda de cámara y el lacayo. ¿Será Cristóbal el que llevará vuestras tiernas misivas? ¿Las escribiréis en el papel que usáis? Equivaldría a suicidaros. Creed a un viejo lleno de experiencia —agregó haciendo un
rinforzando
en su voz de bajo—. O vais a desterraros a una humilde buhardilla y os casáis con el trabajo, o tomáis otro camino.

Y Vautrin guiñó el ojo mirando hacia la señorita Taillefer de una forma que recordó y resumió con esta mirada los razonamientos seductores que había sembrado en el corazón del estudiante para corromperlo. Varios días transcurrieron durante los cuales llevó Rastignac la vida más disipada. Comía casi todos los días con la señora de Nucingen, a la que acompañaba en sociedad.

Regresaba a las tres o las cuatro de la madrugada, se levantaba a mediodía para asearse, iba a pasear al Bosque de Bolonia con Delfina cuando hacía buen tiempo, prodigando así su tiempo sin saber el precio del mismo, y aspirando todas las enseñanzas, todas las seducciones del lujo con el ardor que se apodera del impaciente cáliz de una palmera datilera hembra para el polvo fecundante de su himeneo. Jugaba fuerte, perdía o ganaba mucho y acabó habituándose a la vida exorbitante de los jóvenes de París. Al obtener sus primeras ganancias, había enviado mil quinientos francos a su madre y a sus hermanas, acompañando su restitución de ricos presentes. Aunque había manifestado su intención de abandonar la Casa Vauquer, se encontraba todavía en ella durante los últimos días del mes de enero, y no sabía cómo salir de ella. Los jóvenes se hallan sometidos casi todos a una ley en apariencia inexplicable, pero cuya razón proviene de su misma juventud y de la especie de furor con la que se entregan al placer. Ricos o pobres, nunca tienen dinero para las necesidades de la vida, en tanto que lo encuentran siempre para sus caprichos. Pródigos de todo lo que se obtiene a crédito, son avaros de todo lo que se paga en el instante mismo, y parecen vengarse de lo que no tienen, disipando todo lo que pueden tener. Así, para exponer la cuestión de un modo claro, un estudiante se preocupa mucho más por su sombrero que por su traje. La enormidad de la ganancia hace al sastre esencialmente fiador, mientras que lo módico de la suma hace del sombrerero uno de los seres más intratables entre los cuales se ve obligado a mantener relaciones. Si el joven ofrece en un teatro magníficos chalecos a los binóculos de las mujeres, es dudoso que lleve calcetines. Rastignac era también así. Siempre vacía para la señora Vauquer, siempre llena para las exigencias de la vanidad, su bolsa poseía reveses y éxitos lunáticos en desacuerdo con los pagos más naturales.

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