—Su licor de grosella purga como si fuera maná —dijo en voz baja el estudiante de medicina.
—¿Quieres callar, Bianchon? —exclamó Rastignac—. No puedo oír hablar de maná sin que el corazón… Sí, ve a buscar el vino de Champaña; yo lo pago —añadió el estudiante.
—Silvia —dijo la señora Vauquer—, traed las galletas los pastelillos.
En un momento circuló el vino de Burdeos, los comensales se animaron, la alegría fue en aumento. Hubo risas feroces, en medio de las cuales estallaron algunas imitaciones de diversas voces de animales. A los pocos instantes se había armado un barullo de mil demonios, una ópera que Vautrin dirigía como un director de orquesta, vigilando a Eugenio y a papá Goriot, que ya parecían estar borrachos. Con la espalda apoyada en la silla, los dos contemplaban aquel desorden insólito con aire grave, bebiendo poco; los dos estaban preocupados por lo que habían de hacer por la noche, y sin embargo sentíanse incapaces de levantarse. Vautrin, que seguía los cambios de su fisonomía lanzándoles miradas de soslayo, aprovechó el momento en que sus ojos vacilaron y parecieron querer cerrarse, para inclinarse al oído de Rastignac y decirle:
—Jovencito, no somos bastante astutos para luchar contra nuestro papá Vautrin, y éste os ama demasiado para dejar que hagáis tonterías. Cuando he decidido hacer alto, sólo Dios es lo bastante fuerte para cerrarme el paso. ¡Ah!, ¿queríamos ir a prevenir al padre Taillefer, a cometer faltas de colegial? El horno está caliente, la harina está amasada, el pan encima de la pala; mañana haremos saltar las migas por encima de nuestra cabeza; ¿y habríamos de impedir que se cociera el pan? No, no, todo cocerá. Si tenemos algunos pequeños remordimientos, la digestión se los llevará. Mientras nosotros estemos durmiendo, el coronel conde Franchessini os abrirá la sucesión de Miguel Taillefer con la punta de su espada. Al heredar de su hermano, Victorina tendrá quince mil francos de renta. Ya me he informado, y sé que la herencia de la madre asciende a más de trescientos mil…
Eugenio oía estas palabras sin poder contestar a ellas: sentía su lengua pegada al paladar y se encontraba presa de una invencible somnolencia; ya no veía la mesa y las caras de los huéspedes más que a través de una niebla luminosa. Pronto se desvaneció el ruido y los huéspedes fueron saliendo uno tras otro. Luego cuando no quedaron más que la señora Vauquer, la señora Couture, la señorita Victorina, Vautrin y papá Goriot, Rastignac vio, como en medio de un sueño, que la señora Vauquer cogía las botellas para vaciar lo que quedaba de ellas, de manera que se convirtieron en botellas llenas.
—¡Ah, son unos locos esos jóvenes! —decía la viuda.
Fue la última frase que Eugenio pudo comprender.
—Nadie más que el señor Vautrin puede hacer esas cosas —dijo Silvia—. Fijaos, Cristóbal ya está roncando.
—Adiós, mamá —dijo Vautrin—. Voy al bulevar a admirar al señor Marty en
El monte salvaje
, una gran pieza sacada del
Solitario
. Si queréis, puedo llevaros allá, lo mismo que a estas damas.
—Muchísimas gracias —dijo la señora Couture.
—¡Cómo! —exclamó la señora Vauquer—. ¿Rehusáis ir a ver una pieza que está sacada del
Solitario
, obra hecha por Atala de Chateaubriand, y que tanto nos gustaba leer, tan bella, que llorábamos como Magdalenas bajo los tilos el verano pasado, en fin, una obra moral que puede instruir a vuestra señorita?
—Nos está prohibido ir a la comedia —respondió Victorina.
—Vamos, éstos ya se han ido —dijo Vautrin moviendo de un modo cómico la cabeza de papá Goriot y la de Eugenio.
Colocando la cabeza del estudiante encima de una silla, para que pudiera dormir cómodamente, le besó calurosamente en la frente, cantando:
¡Dormid, mis caros amores!
Por vosotros yo siempre velaré.
—Temo que esté enfermo —dijo Victorina.
—Quedaos a cuidarle, entonces —repuso Vautrin—. Es —añadió hablándole al oído— vuestro deber de esposa sumisa. Este joven os adora, y vos seréis su mujercita, os lo pronostico. En fin —dijo luego en voz alta—, fueron bien considerados en todo el país, vivieron felices y tuvieron muchos hijos. He ahí cómo terminan todas las novelas de amor. Vamos, mamá —dijo volviéndose hacia la señora Vauquer, a la que abrazó—, poneos el sombrero, el vestido de flores y el echarpe de la condesa. Voy a buscaros un coche.
Y se alejó cantando:
¡Oh sol, divino sol!
Tú que haces madurar las calabazas…
—¡Dios mío! Ese hombre no tiene igual, señora Couture. Vamos —dijo volviéndose hacia el fabricante de fideos—, papá Goriot ya se ha ido. Este viejo carcamal nunca ha tenido la idea de llevarme a ninguna parte. Pero va a caerse al suelo, ¡santo cielo! ¡Es algo tan vergonzoso que un hombre de edad pierda la razón! Me diréis que es imposible perder lo que no tiene. Silvia, subidle a su habitación.
Silvia cogió al buen hombre por debajo de los brazos, le hizo andar y lo arrojó vestido como estaba, como un paquete, a la cama.
—Pobre joven —decía la señora Couture separando los cabellos de Eugenio, que le caían en los ojos—, es como una muchacha; no sabe lo que es un exceso.
—¡Ah!, bien puedo decir que desde hace treinta y un años que tengo la pensión han pasado muchos jóvenes por mis manos, como suele decirse; pero jamás había visto uno tan simpático, tan distinguido como el señor Eugenio. ¡Qué guapo está cuando duerme! Apoyad su cabeza sobre vuestro hombro, señora Couture. ¡Bah!, se le cae encima del de la señorita Victorina: hay un dios para los niños. Si nos descuidamos se rompe la cabeza contra la silla. Los dos harían una buena pareja.
—Vamos, vecina, callaos ya —exclamó la señora Couture—; estáis diciendo unas cosas…
—¡Bah! —dijo la señora Vauquer—, no nos oye. Vamos, Silvia; ven a vestirme. Voy a ponerme mi gran corsé.
—¡Ah, ya!, vuestro gran corsé, señora, después de haber comido —dijo Silvia—. No, buscad a alguien más para que os apriete; no seré yo vuestro asesino. Cometeríais una imprudencia que os costaría la vida.
—Me da igual; hay que hacer honor al señor Vautrin.
—¿Es que no amáis a vuestros herederos?
—Vamos, Silvia, no discutamos —dijo la viuda al marcharse.
—A su edad —dijo la cocinera a Victorina, señalando a su dueña.
La señora Couture y su pupila, sobre cuyo hombro dormía Eugenio, permanecieron en el comedor. Los ronquidos de Cristóbal resonaban en la casa silenciosa y contrastaban con el apacible sueño de Eugenio, que dormía dulcemente como un niño. Feliz de poder permitirse uno de esos actos de caridad por los cuales se expansionan todos los sentimientos de la mujer, y que le hacía sentir sin escrúpulos de conciencia el corazón del joven latiendo encima del suyo, Victorina tenía en el rostro algo de maternalmente protector que la hacía sentirse orgullosa. A través de los mil pensamientos que se elevan en su corazón surgía un tumultuoso movimiento de placer puro y cálido a un tiempo.
—¡Pobre hija mía! —dijo la señora Couture apretando su mano.
La anciana señora admiraba a aquel rostro cándido y sufrido, sobre el cual había descendido la aureola de la felicidad. Victorina parecía una de aquellas ingenuas pinturas de la Edad Media en las cuales todos los accesorios han sido negligidos por el artista, que ha reservado la magia de un pincel sereno y orgulloso para el rostro de tono amarillo, pero en la que el cielo parece reflejarse con sus matices de oro.
—Sin embargo, no ha bebido más de dos vasos, mamá —dijo Victorina pasando sus dedos por entre los cabellos de Eugenio.
—Es que si fuera un libertino, hija mía, habría soportado el vino como todos esos otros. Su embriaguez constituye su elogio.
En la calle resonó el ruido de un coche.
—Mamá —dijo la joven—, ahí está el señor Vautrin. Coged, pues, al señor Eugenio. No quisiera que me viera así ese hombre; tiene unas expresiones que ensucian el alma y unas miradas que molestan a una mujer como si la desnudaran.
—No —dijo la señora Couture— te equivocas. El señor Vautrin es un buen hombre, un poco al estilo del señor Couture, que en paz descanse; brusco, pero bueno.
En aquel momento entró Vautrin suavemente y miró el cuadro formado por aquellas dos criaturas a las que la luz de la lámpara parecía acariciar.
—Bien —dijo cruzándose de brazos—, he ahí unas escenas que habrían inspirado hermosas páginas al bueno ese de Bernardino de Saint-Pierre, autor de Pablo y Virginia. La juventud es muy hermosa, señora Couture. Duerme, pobre niño —dijo contemplando a Eugenio—; el bien viene a veces durmiendo. Señora —añadió dirigiéndose a la viuda—, lo que me gusta de ese joven, lo que me emociona, es saber que la belleza de su alma está en armonía con la de su rostro. Mirad, ¿no es un querubín apoyado en el hombro de un ángel? ¡Es digno de ser amado! Si yo fuera mujer, quisiera morir, mejor dicho, vivir para él. Al admirarles así, señora —dijo en voz baja e inclinándose al oído de la viuda—, no puedo por menos de pensar que Dios los ha creado el uno para el otro. La Providencia tiene unos caminos muy escondidos.
—Ella sondea los riñones y los corazones —exclamó en voz alta—. Al veros unidos, hijos míos, unidos por una misma pureza, por todos los sentimientos humanos, me digo que es imposible que en el futuro lleguéis a separaros jamás. Dios es justo. Pero —dijo a la joven— me ha parecido ver en vuestra mano las líneas de la prosperidad. Dadme la mano, señorita Victorina. Entiendo de quiromancia; a menudo he dicho la buenaventura. Vamos, no tengáis miedo. ¡Oh!, ¿qué es lo que veo? A fe de hombre honrado, vos seréis dentro de poco una de las más ricas herederas de París. Colmaréis de felicidad al hombre que os ama. Vuestro padre os llama a su lado. Os casaréis con un joven que posee título, joven, guapo, que os adora.
En aquel momento, los pesados pasos de la coqueta viuda que bajaba la escalera interrumpieron las profecías de Vautrin.
—He ahí a la señora Vauquer, bella como una estrella, esbelta como una zanahoria. ¿No vamos un poquitín apretados? —dijo tocándole el busto—. Los antecorazones están bien apretados, mamá. Si lloramos, habrá explosión; pero yo recogeré los fragmentos con un cuidado propio de anticuario.
—¡Conoce el lenguaje de la galantería francesa, el muy pícaro! —dijo la viuda inclinándose al oído de la señora Couture.
—Adiós, hijos míos —dijo Vautrin volviéndose hacia Eugenio y Victorina—. Yo os bendigo —les dijo imponiéndoles las manos por encima de sus cabezas—. Creedme, señorita, los votos de un hombre honrado son muy importantes; han de traer suerte, porque Dios hace caso de ellos.
—Adiós, querida amiga —dijo la señora Vauquer a su huéspeda—. ¿Creéis —añadió en voz baja— que el señor Vautrin tenga intenciones relativas a mi persona?
—¡Oh, querida madre —dijo Victorina suspirando y mirando sus manos cuando las dos mujeres estuvieron solas—, si ese buen señor Vautrin dijera la verdad!
—Pero para eso sólo hace falta una cosa —respondió la anciana señora—: que ese monstruo de tu hermano se caiga del caballo.
—¡Ah, mamá!
—¡Dios mío!, quizá sea pecado el desear mal a su enemigo —repuso la viuda—. Bien, haré penitencia por ello. En realidad, le llevaré de buen corazón flores a la tumba. ¡Qué mal corazón! No tiene el valor para hablar por su madre, de la cual conserva la herencia en detrimento tuyo. Mi prima tenía una buena fortuna. Para desgracia tuya, nunca se ha hablado de su aportación en el contrato.
—Mi felicidad me sería a menudo difícil de soportar si costase la vida a alguien —dijo Victorina—. Y si fuese preciso, para ser feliz, que mi hermano desapareciese, preferiría siempre estar aquí.
—Dios mío, como dice ese buen señor Vautrin, el cual, como ves, es muy religioso —repuso la señora Couture—, he tenido la satisfacción de saber que no es incrédulo como los demás, que hablan de Dios con menos respeto que el diablo. Bien, ¿quién puede saber por qué caminos se complace la Providencia en conducirnos?
Ayudadas por Silvia, las dos mujeres acabaron transportando a Eugenio a su habitación, le acostaron en su cama y la cocinera le aflojó la ropa para que estuviera cómodo. Antes de marcharse, cuando su protectora hubo vuelto la espalda, Victorina dio un beso a Eugenio en la frente, con toda la felicidad que había de procurarle aquel criminal latrocinio. Miró hacia su habitación, reunió, por así decirlo, en un solo pensamiento las mil felicidades de la jornada, trazó un cuadro que contempló durante un buen rato y se durmió la criatura más dichosa de París. El festejo a favor del cual Vautrin había hecho beber a Eugenio y a papá Goriot el vino narcotizado decidió la pérdida de aquel hombre.
Bianchon, medio embriagado, olvidóse de interrogar a la señorita Michonneau sobre Burla-la-Muerte. Si hubiera pronunciado aquel nombre, habría despertado ciertamente la prudencia de Vautrin o, para llamarle por su verdadero nombre, de Jacques Collin, una de las celebridades del presidio. Además, las bromas de que la hacía objeto decidieron a la señorita Michonneau a entregar al presidiario en el momento en que, confiando en la generosidad de Collin, calculaba que no era mejor prevenirle y hacer que se evadiera durante la noche. Acababa de salir, acompañada de Poiret, para ir al encuentro del famoso jefe de la policía de seguridad, en la callejuela de Santa Ana, creyendo que tenía que vérselas con un empleado superior llamado Gondureau. El jefe de la policía judicial le recibió con amabilidad. Luego, después de una conversación en la que todo quedó precisado, la señorita Michonneau pidió la poción con ayuda de la cual había de efectuar la verificación de la marca. Ante el gesto de satisfacción que hizo el hombre de la callejuela de Santa Ana, buscando un frasco en el cajón de su escritorio, la señorita Michonneau adivinó que había de haber en aquella captura algo más importante que la detención de un simple presidiario. Después de devanarse un buen rato los sesos sospechó que la policía esperaba, según algunas revelaciones hechas por los traidores del presidio, llegar a tiempo para, echar el guante a unos ladrones considerables. Cuando ella hubo manifestado sus conjeturas a aquel zorro, él se puso a reír, y quiso apartar las sospechas de la mente de la solterona.
—Os engañáis —respondió—. Collin es la sorbona más peligrosa que jamás se haya encontrado al lado de los ladrones. Eso es todo. Los pillos lo saben; es su bandera, su sostén, su Bonaparte; todos le aman. Ese sujeto no nos dejará nunca su troncho.