La señorita Michonneau no comprendía nada, por lo cual Gondureau le explicó las dos palabras de argot de que se había servido.
Sorbona y troncho son dos expresiones enérgicas del lenguaje de los ladrones, que fueron los primeros que sintieron la necesidad de considerar la cabeza humana bajo sus dos aspectos. La sorbona es la cabeza del hombre vivo, su razón, su pensamiento. El troncho es una palabra despectiva destinada a expresar hasta qué punto la cabeza se convierte en poca cosa cuando es cortada.
—Collin se burla de nosotros —repuso—. Cuando encontramos hombres como esos en forma de barras de acero templadas a la inglesa, tenemos el recurso de matarlos si, durante su detención, tratan de ofrecer la menor resistencia. Nosotros contamos con algunas vías de hecho para matar a Collin mañana por la mañana. Se evitan de este modo el proceso, los gastos de guardia, el alimento, y esto desembaraza a la sociedad. Los procedimientos, las asignaciones a los testigos, sus indemnidades, la ejecución, todo lo que debe deshacernos legalmente de ello nos cuesta más de los mil escudos que vos tendréis. Hay ahorro de tiempo. Al dar un bayonetazo a la barriga de Burla-la-Muerte, impediremos un centenar de crímenes, y evitaremos la corrupción de cincuenta malos sujetos, que se mantendrán prudentemente a los alrededores del correccional. Según los verdaderos filántropos, conducirse así es prevenir los crímenes.
—Esto es servir a su país —dijo Poiret.
—Bien —replicó el jefe—, esta noche decís cosas sensatas. Sí, ciertamente servimos al país. Así, el mundo es muy injusto con nosotros. Nosotros prestamos a la sociedad servicios muy grandes que permanecen ignorados. En fin, es propio de un hombre superior el colocarse por encima de los prejuicios, y de un cristiano el adoptar las desgracias que el bien acarrea cuando no se realiza según las ideas recibidas. París es París, ¿sabéis? Esta palabra explica mi vida. Tengo el honor de saludaros, señorita. Mañana estaré con mi gente en el Jardín del Rey. Enviad a Cristóbal a la calle de Buffon, a la casa del señor Gondureau, donde yo estaba. Señor, yo soy vuestro servidor. Si alguna vez os hubiesen robado algo, usad de mí para hacer que vuelva a encontrarlo; estoy a vuestra disposición.
—Bien —dijo Poiret a la señorita Michonneau—, hay imbéciles a quienes esta palabra de policía trastorna en gran modo. Lo que ese señor os pide es sencillísimo.
El día siguiente había de ser uno de los más extraordinarios de la historia de la Casa Vauquer. Hasta entonces, el acontecimiento más sobresaliente de aquella vida apacible había sido la aparición meteórica de la pseudo-condesa de Ambermesnil. Pero todo había de palidecer ante las peripecias de aquel gran día, que habría de constituir perpetuamente el tema de las conversaciones de la señora Vauquer. Ante todo, Goriot y Eugenio de Rastignac durmieron hasta las once. La señora Vauquer, que había regresado a medianoche de la Gaîté, permaneció en la cama hasta las diez y media. El prolongado sueño de Cristóbal, que se había terminado de beber el vino ofrecido por Vautrin, ocasionó retrasos en el servicio de la casa. Poiret y la señorita Michonneau no se quejaron de que el desayuno se retrasara. En cuanto a Victorina y a la señora Couture, durmieron hasta muy tarde. Vautrin salió antes de las ocho y volvió en el momento en que el desayuno estuvo servido. Nadie reclamó, pues, en el momento en que, hacia las once y cuarto, Silvia y Cristóbal fueron a llamar a todas las puertas diciendo que el desayuno les esperaba. Mientras Silvia y el criado se ausentaron, la señorita Michonneau, descendiendo la primera, vertió el líquido en el vaso de plata que pertenecía a Vautrin y en el cual se calentaba al bañomaría la leche para su café. La solterona había contado con esta particularidad de la pensión para dar su golpe. Aunque con algunas dificultades, los siete huéspedes se encontraron reunidos. En el momento en que Eugenio, desperezándose, bajaba el último de todos, un recadero le entregó una carta de la señora de Nucingen. Esta carta se hallaba redactada en los siguientes términos:
«No tengo ni falsa vanidad ni cólera contra vos, amigo mío. Os he esperado hasta las dos de la madrugada. ¡Esperar a un ser al que se ama! El que ha conocido este suplicio no lo impone a nadie. Ya veo que amáis por vez primera. ¿Qué ha sucedido, pues? Se ha apoderado de mí la inquietud. Si yo no hubiese temido revelar los secretos de mi corazón, habría ido a enterarme de lo que os ocurría, tanto bueno como malo. Pero salir a esta hora, sea a pie, sea en coche, ¿no equivale a perderse? He sentido la desgracia de ser mujer. Tranquilizadme, explicadme por qué no habéis venido, después de lo que os ha dicho mi padre. Me enfadaré, pero os perdonaré. ¿Estáis enfermo? ¿Por qué os alojáis tan lejos? Contestadme. Hasta pronto, ¿verdad? Una palabra será suficiente si estáis ocupado. Decid: ya voy, o estoy sufriendo. Pero si estuvieseis enfermo, mi padre habría venido a decírmelo. ¿Qué ha sucedido, pues?…».
—Sí, ¿qué ha sucedido? —exclamó Eugenio, que se precipitó en el comedor estrujando la carta sin acabar de leerla—. ¿Qué hora es?
—Las once y media —dijo Vautrin poniendo azúcar a su café.
El presidiario evadido lanzó a Eugenio la mirada fríamente fascinadora que ciertos hombres eminentemente magnéticos tienen el don de lanzar, y que, según dicen, calma a los locos furiosos en las casas de dementes. Eugenio se estremeció. Oyóse el ruido de un coche, y un criado con la librea del señor Taillefer, al que inmediatamente reconoció la señora Couture, entró de pronto con aire asustado.
—Señorita —exclamó—, vuestro señor padre pregunta por vos. Una gran desgracia acaba de producirse. El señor Federico se ha batido en duelo y ha recibido un golpe de espada en la frente; los médicos desesperan de salvarle; apenas tendréis tiempo de decirle adiós; ya ha perdido el conocimiento.
—¡Pobre joven! —exclamó Vautrin—. ¿Cómo se querella uno cuando tiene sus buenas mil libras de renta? Decididamente, la juventud no sabe comportarse.
—¡Señor! —le gritó Eugenio.
—¿Qué ocurre? —dijo Vautrin acabando de beber su taza de café tranquilamente, operación que la señorita Michonneau seguía con demasiada atención para poder sorprenderse del acontecimiento extraordinario que dejaba atónitos a todos—. ¿Es que no hay duelos todos los días en París?
—Voy con vos, Victorina —decía la señora Couture.
Y aquellas dos mujeres se fueron sin chal ni sombrero. Antes de marcharse, Victorina, con los ojos llenos de lágrimas, lanzó a Eugenio una mirada que le decía: «Yo no creía que nuestra felicidad hubiera de producirme lágrimas».
—¡Bah! ¿Es que sois profeta, señor Vautrin? —dijo la señora Vauquer.
—Yo lo soy todo —dijo Jacques Collin.
—Es singular —dijo la señora Vauquer diciendo una serie de frases insulsas sobre aquel acontecimiento—. La muerte se apodera de nosotros sin consultarnos. Los jóvenes se van a menudo antes que los viejos. Nosotras, las mujeres, podemos considerarnos dichosas de no estar sujetas al duelo; pero tenemos otros achaques que los hombres no tienen. Hacemos niños y el mal de madre dura mucho tiempo. ¡Qué suerte para Victorina! ¡Su padre se ve obligado a adoptarla!
—Fijaos —dijo Vautrin mirando a Eugenio—, ayer ella estaba sin un céntimo; esta mañana posee varios millones.
—Señor Eugenio —exclamó la señora Vauquer—, habéis puesto la mano en buen sitio.
A esta interpelación, papá Goriot miró al estudiante y le vio en la mano la carta.
—¡No la habéis terminado! ¿Qué quiere decir esto? ¿Seréis como los demás? —le preguntó.
—Señora, nunca me casaré con la señorita Victorina —dijo Eugenio dirigiéndose a la señora Vauquer con un sentimiento de horror y de disgusto que sorprendió a los presentes.
Papá Goriot cogió la mano del estudiante y se la estrechó. Habría querido besársela.
—¡Oh, oh! —dijo Vautrin—. Los italianos tienen una frase apropiada:
Col tempo
!
—Espero la respuesta —dijo a Rastignac el enviado de la señora de Nucingen.
—Decid que iré.
El hombre se fue. Eugenio se hallaba en un violento estado de irritación que no le permitía ser prudente.
—¿Qué hacer? —decía en voz alta, hablando consigo mismo—. ¡Nada de pruebas!
Vautrin se sonrió. En aquel momento, la poción absorbida por el estómago empezaba a producir su efecto. Sin embargo, el presidiario era tan robusto que se levantó, miró a Rastignac y le dijo con voz cavernosa:
—Muchacho, el bien nos llega durmiendo.
Y dicho esto, cayó rígido como un muerto.
—Hay, pues, una justicia divina —dijo Eugenio.
—¿Qué es lo que le ha sucedido a ese pobre señor Vautrin?
—Un ataque de apoplejía —gritó la señorita Michonneau.
—Silvia, vamos, hija mía, ve a buscar al médico —dijo la viuda—. ¡Ah!, señor Rastignac, corred en seguida a buscar al señor Bianchon; quizá Silvia no encuentre a nuestro médico, al señor Grimprel.
Rastignac, feliz de tener un pretexto para abandonar aquella espantosa caverna, huyó corriendo.
—Vamos, Cristóbal, ve en seguida a la farmacia a pedir algo contra la apoplejía.
Cristóbal salió.
—Papá Goriot, ayudadnos a subirlo a su habitación. Cogieron a Vautrin, lo subieron por la escalera y lo llevaron a su cama.
—Yo no les sirvo de nada, y por lo tanto, me voy a ver a mi hija.
—¡Viejo egoísta! —exclamó la señora Vauquer—. Deseo que mueras como un perro.
—Id a ver si tenéis éter —dijo a la señora Vauquer la señorita Michonneau, la cual, ayudada por Poiret, había desabrochado el traje de Vautrin.
La señora Vauquer bajó a sus habitaciones y dejó a la señorita Michonneau dueña del campo de batalla.
—¡Vamos, quitadle la camisa! Servid para algo, evitando que yo vea desnudeces —le dijo a Poiret—. Estáis ahí como pasmado.
La señorita Michonneau dio una fuerte palmada a la espalda del enfermo y las dos letras fatales reaparecieron en blanco en medio del lugar rojo.
—Habéis ganado muy hábilmente vuestra gratificación de tres mil francos —exclamó Poiret, sosteniendo a Vautrin de pie, mientras la señorita Michonneau volvía a ponerle la camisa—. ¡Uh, cuánto pesa! —añadió acostándole.
—¡Callaos! ¡Si hubiera aquí una caja! —dijo vivamente la solterona, cuyos ojos parecían taladrar los muros, con tanta avidez examinaba los más insignificantes muebles del aposento—. ¡Si pudiésemos abrir ese escritorio con un pretexto cualquiera! —añadió.
—Quizás estaría mal —respondió Poiret.
—No. El dinero robado, habiendo sido el de todo el mundo, ya no pertenece a nadie. Pero no tenemos tiempo. Estoy oyendo a la Vauquer.
—Aquí tenéis el éter —dijo la señora Vauquer—. ¡Caramba!, hoy es el día de las aventuras. ¡Dios mío!, ese hombre no puede estar enfermo. Está blanco como la cera.
—Como la cera —repitió Poiret.
—Su corazón palpita acompasadamente —dijo la viuda poniéndole la mano sobre el corazón.
—Acompasadamente —dijo Poiret asombrado.
—Está muy bien.
—¿Lo creéis así? —preguntó Poiret.
—¡Caramba!, parece como si durmiera. Silvia ha ido a buscar un médico. Mirad, señorita Michonneau, está reaccionando al éter. ¡Bah!, es un espasmo. Su pulso es normal. Es fuerte como un turco. Ese hombre vivirá cien años. Su peluca aguanta bien. Está pegada. Ese hombre es pelirrojo, y dicen que los pelirrojos son muy buenos o muy malos. ¿Será bueno este hombre?
—Bueno para que lo cuelguen —dijo Poiret.
—Queréis decir que lo cuelguen del cuello de una mujer guapa —exclamó vivamente la señorita Michonneau—. Marchaos, pues, señor Poiret. Es cosa que nos incumbe a nosotras el cuidaros cuando estáis enfermos. Además, para lo que servís, bien podéis ir a pasear —añadió—. La señora Vauquer y yo cuidaremos bien a ese señor Vautrin.
Poiret se marchó sin rechistar, como un perro al que su dueño acaba de dar un puntapié. Rastignac había salido a pasear, para que le diera el aire, porque sentía que se asfixiaba. Aquel crimen cometido a hora fija había querido evitarlo el día antes. ¿Qué había sucedido? ¿Qué debía hacer? Tenía miedo de ser cómplice. La sangre fría de Vautrin aún le asustaba.
—Sin embargo, si Vautrin muriese sin hablar… —decíase Rastignac.
Iba por las avenidas del Luxemburgo como perseguido por una jauría, y parecíale oír los ladridos de los perros.
—¡Hola! —le gritó Bianchon—. ¿Has leído El Piloto?
El Piloto era un periódico radical dirigido por el señor Tissot, y que daba para la provincia, unas horas después de los periódicos de la mañana, una edición en la que se encontraban las noticias del día, que entonces, en los departamentos, llevaban veinticuatro horas de ventaja sobre las otras hojas.
—Hay una extraordinaria historia —dijo el interno del hospital Cochin—. El hijo de Taillefer se ha batido en duelo con el conde de Franchessini, de la vieja guardia, que le ha metido dos pulgadas de hierro en la frente. He aquí la pequeña Victorina, uno de los partidos más ricos de París. ¿Es verdad que Victorina te miraba con buenos ojos?
—Cállate, Bianchon; no me casaré nunca con ella. Yo amo a una mujer deliciosa, soy amado por ella, yo…
—Muéstrame una mujer que valga el sacrificio de la fortuna del señor Taillefer.
—¿Es que todos los demonios andan detrás de mí? —exclamó Rastignac.
—¿Estás loco? Dame la mano para que te tome el pulso. Tienes fiebre.
—Ve a casa de la señora Vauquer —le dijo Eugenio— ese malvado de Vautrin acaba de caer como muerto.
«¡Ah! —dijo Bianchon, que dejó a Rastignac solo—, tú me confirmas unas sospechas que yo quiero ir a comprobar».
El largo paseo del estudiante de Derecho fue solemne. Hizo en cierto modo un examen de conciencia. De la terrible discusión que sostuvo consigo mismo, su honradez salió probada como una barra de hierro que resiste todas las pruebas. Recordó todas las confidencias que papá Goriot le había hecho el día antes, acordóse del apartamento escogido para él cerca de Delfina, en la calle de Artois; volvió a leer la carta, la besó. «Tal amor es mi áncora de salvación —se dijo—. Ese pobre viejo ha sufrido mucho. No dice nada de sus penas, pero ¿quién no las adivinaría? Bien, cuidaré de él como de un padre; le daré mil satisfacciones. Si ella me quiere, vendrá a menudo a mi casa a pasar el día cerca de su hija. Esa gran condesa de Restaud se comporta de un modo infame con su padre. ¡Querida Delfina! Ella es mejor para el pobre hombre; es digna de ser amada. ¡Ah, esta noche yo seré feliz! —Sacó el reloj y lo admiró.— Todo me ha salido bien.