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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

Parte de Guerra (12 page)

BOOK: Parte de Guerra
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Díaz Ordaz asegura no tenerle rencor a sus víctimas. Ni ese vínculo merecen. Han creído agraviar a la persona y se toparon con la institución. A él no lo agreden, sabe quién es, siempre lo ha sabido. «La injuria no me ofende. La calumnia no me llega. El odio no ha nacido en mí.» Cuando proyecta el Gran Castigo del 2 de octubre (no toma la decisión solo, no la toma acompañado), lo hace porque en su lógica ceder a la protesta es compartir el mando, y si en su fuero interno es una persona sencilla, su rango de Mexicano de Excepción (por la voluntad expresa de los mexicanos comunes) lo hace trascender la condición del individuo, volviéndolo representación viva, mientras dure en su encomienda, de lo más hondo de las entrañas de la Nación. Lo que murmuren sobre él lo perdona. Pero lo que digan aquí y allá sobre el Poder Ejecutivo ofende a todos. Por eso, al reaccionar punitivamente, no lo hace como Gustavo Díaz Ordaz, el hombre lastimado en su orgullo de hombre, el jefe de familia golpeado en la reputación que hereda a sus hijos (para que éstos, a su vez, la transmitan intacta y acrecentada), sino como el patriota que reacciona en defensa de la Patria que abandera…

Ni un mártir ni un improvisado. Al tomar su decisión sabe que les dolerá por unos días, y que chillarán y maldecirán desde su impotencia y luego no pasará nada. Y aunque pasara (lo que no sucederá), no le inmuta el porvenir. Al contrario. La Historia le hará justicia a la fuerza porque trabaja a su favor, y el compromiso de extinguir la subversión lo asume a través suyo una nación harta del relajo patrocinado, ansiosa de salvarse del caos y la anarquía, y que le demanda que respete y honre el sitio que concilia y armoniza todos sus intereses. Caiga quien caiga…

¿Por qué no? A Díaz Ordaz se le encomienda tripular el navío, dirigir la expedición hasta puerto seguro, y él es piloto y padre y capitán. Sabe con detalle del sentido de sus acciones, las ha meditado generosamente y se entrega confiado en las manos rugosas del porvenir. No está enojado ni podría estarlo: México actúa dentro de él y dirige sus pasiones, las ordena, las depura, las vuelve inflexibilidad de conducta. Con violencia y alharaca y héroes extraídos del forro de sus conciencias descastadas, los subversivos se proponen hacernos olvidar la verdad: somos una gran familia, el país que atravesó —entre sangre, sudor y lágrimas— por una gran revolución. Y a Díaz Ordaz le toca hacer que el país siga teniendo amor y respeto a las instituciones. A como dé lugar.

Los antecedentes del Movimiento Estudiantil

En 1968, una de las plazas fuertes de la izquierda partidaria (Partido Comunista Mexicano y grupúsculos) es la UNAM, y más específicamente Ciudad Universitaria. Sin ser numéricamente de consideración, la izquierda, en el páramo de las organizaciones estudiantiles, es la única con campañas definidas, la sombra de un proyecto y un discurso articulado, así sea de modo muy esquemático. ¿Quién se ofende ante las visiones presurosas y un tanto patéticas del Estado y la burguesía, si lo opuesto es el alegato priísta de vaguedades sonoras y promesas de ascensos individuales? De 1929 en adelante, el destino de las causas estudiantiles ha sido renovar las dirigencias gubernamentales, por lo menos en la parte operativa. No ha variado la máxima no escrita: «Quien no es radical en su juventud, no sabrá bien cómo reprimir a los radicales en su madurez».

En 1966, un grupo de estudiantes de la Facultad de Derecho, instigados por el gobierno, ataca al rector Ignacio Chávez, toma la Rectoría y pontifica necedades a nombre de «la educación popular». Al cabo de la huelga, algo se modifica. A la ya inoperante Federación Estudiantil Universitaria (FEU), campo de entrenamiento de priístas menores y zánganos adjuntos, la suceden los Comités de Lucha, al menos en el nombre más acordes con el auge impresionante de las divulgaciones marxistas y los dogmas de la izquierda latinoamericana. Y el porrismo, el caudal de «teóricos del Estado»

obstinados en liquidar la disidencia a punta de chacos y cadenas, languidece

«conceptualmente» al no tener a quién amenazar o enviar a la Sala de Urgencias. Así de pacificada se ve la UNAM.

A la izquierda estudiantil la mueve el compromiso con la Historia, lo que desde fuera no quiere decir nada y de cerca se traduce en enredijos teóricos. A la burguesía, por decir algo, no la intranquiliza el bagaje izquierdista, los seminarios de estudios de marxismo, los rudimentos de Historia de México con especialización en la etapa 1910-1940, las peregrinaciones del rollo revolucionario, las asambleas estudiantiles, las reuniones de célula o de grupo, los «Talleres de militancia» cifrados en el método de autopersuasión:

«De tanto repetirlas, me aprendí mis convicciones». Hay altruismo y voluntad de entrega; hay sectarismo e impaciencia histórica (o como se le diga a la certeza íntima de que cinco años más haciendo y diciendo lo mismo no se soportarán).

El Partido Comunista de 1968 se ha profesionalizado en la reducción de sus posibilidades, y (sea esto o no importante) se obstina en simbolizar la muerte de la voluntad de poder. Si su presencia en algunas escuelas y facultades es persistente, su influencia sólo se nota en las emergencias. Por lo menos la mitad de sus militantes viene de provincia, y su común denominador es la sensación de apartarse por un tiempo de la normalidad para retornar a ella con otros saberes básicos. Por supuesto, esta actitud no es deliberada, ni los cuadros del Partido se sienten de paso en la organización, pero no hay las perspectivas de largo plazo, y apenas un puñado de compensaciones sentimentales, que en algo equilibran la verbomanía de los «Martillos Teóricos» y la noción compulsiva de militancia. A las compensaciones las enmarca el amor por las causas perdidas y el nacionalismo tradicional de los comunistas, todavía capaces de extraer de los corridos la insurrección anímica que necesitan:

Señores, a orgullo tengo

de ser anti— imperialista,

y militar en las filas

del Partido Comunista,

y militar en las filas

del Partido Comunista.

(Con música de «El Corrido de Cananea»)

Y si la sociedad no se toma muy en serio a la izquierda, es por considerarla no tanto opción ideológica sino rito de tránsito que evocan con cierto gusto los poseídos por «la conciencia social». Lo típico de la izquierda es su incapacidad retentiva, y los pocos que perseveran en la militancia, para no amargarse tienden a burocratizarse. Ingresan a la organización, se enardecen, desprecian a «reformistas y socialtraidores», exprimen hasta el alba las probabilidades de reavivar la lucha de clases… y luego se alejan para añadirse al monorritmo de las instituciones.

La izquierda, proveedora de dirigentes del PRI. Al funcionario Guillermo Martínez Domínguez se le atribuye la frase: «El gobierno no necesita escuela de cuadros. Ya la tiene: es el Partido Comunista». ¿En qué otro espacio ideológico se aprende a leer la plataforma doctrinaria de los adversarios, en dónde más se estudian los golpes de la retórica y la enunciación de las preocupaciones nacionales? ¿Quién enseña mejor el Tono Comprometido? El PRI no maneja un discurso que así sea remotamente tenga sentido, y transcurre una generación antes de que un priísta renueve con modestia su vocabulario de campaña. (Un priísta histórico es, como se quiera, un va cío argumental orgánico.) Y la izquierda partidaria intenta desquitarse del Sistema que cada cinco o seis años le arrebata a sus jóvenes guerreros, sembrando sentimientos de culpa. «Vayanse, porque aquí nunca tendrán oportunidades, pero nunca olviden que han traicionado a la revolución». Y a lo largo de los años, la deserción se paga exacerbando en «los desertores» o el odio frenético a la izquierda o el espíritu autodestructivo, la impresión de haber canjeado la utopía por el plato de lentejas de un puesto o de un puestazo, la desazón más bien teatral de quien, ya en la ronda de los tragos, canta «La Internacional» desde el fondo del remordimiento. De allí el éxito perdurable del poema de José Emilio Pacheco: Antiguos compañeros se reúnen.

Ya somos todo aquello

contra lo que luchamos

a los veinte años.

Los inicios: «Todo empezó con una bronca»

El 22 de julio, en la Plaza de La Ciudadela, dos pandillas delincuenciales, Los Arañas y Los Ciudadelos (más los alumnos de la escuela Isaac Ochoterena), se enfrentan a los estudiantes de las Vocacionales 2 y 5 del Politécnico, ubicadas en La Ciudadela. Al día siguiente, la bronca se reinicia. Al regresar los del Poli a sus escuelas, aparecen los granaderos, que incursionan provocadoramente en las Vocacionales, maltratando a quien pueden. Al cabo de un rato, los granaderos se van de las escuelas, sólo para regresar minutos después lanzando macanazos y bombas lacrimógenas. Exasperados, los estudiantes acuden inesperadamente a la acción insurreccional. Casi de la nada, la desesperación adolescente extrae garrotes, gases, diluvio de piedras. De las diez de la mañana a la una de la tarde, tres mil politécnicos riñen con cientos de granaderos. A la brutalidad policiaca se opone el deseo de restablecer la justicia como se pueda A los detenidos se les libera en unas cuantas horas, pero abundan los golpeados, entre ellos maestros.

El estudiante de Ciencias Marcelino Perelló comenta con acritud los sucesos: «Los más indignados eran los politécnicos. Ellos no sabían qué querían. Realizaban mítines en las calles. Sus reuniones se caracterizaban por la indignación» (
Excélsior,
17 de septiembre). En un nivel, han sabido lo que querían: no dejarse.

La dirección de la Vocacional 5 afirma:

Al retirarse los estudiantes se refugiaron en la Vocacional 5. Poco después, los granaderos irrumpen en el edificio golpeando a los jóvenes, hombres y mujeres indistintamente, pero fueron rechazados por todo el alumnado.

Los transeúntes exigían a los enfurecidos granaderos que no agredieran a los estudiantes, a lo que respondieron con improperios y nuevos ataques (
El Universal
, 24 de julio).

Es tan alta la cifra de golpeados, entre ellos maestros, que la indignación no amengua. Muy a su pesar, la Federación de Estudiantes Técnicos (FNET) le solicita al Departamento Central le permita hacer una marcha de protesta, de La Ciudadela a la Plaza del Carrillón en el Casco de Santo Tomás. El «exorcismo» de mantas, pancartas y consignas, calculan la FNET y sus manejadores, disipará la cólera. Algo les falla en sus razonamientos: se olvidan de la extensa red de activismo de izquierda, de las células del Partido Comunista, de la Juventud Comunista, del maoísmo, del espartaquismo. Si al producirse los acontecimientos, las organizaciones radicales no tie nen en rigor influencia alguna y los activistas escasean, en unas cuantas horas han centuplicado su ascendiente y su número. Véase el testimonio de Jaime García Reyes (en
Pensar el 68
):

El 26 de julio de 1968, la marcha de la FNET para protestar tibiamente por la agresión de los granaderos en días anteriores, se les volteó en el Carrillón cuando los opositores de la FNET nos apoderamos del sonido que ellos mismos había llevado. En ese momento pudimos contar con algunas fuerzas más y organizarnos. Salimos con la pretensión de ir hasta el Zócalo. Caminamos unas dos cuadras hasta la calle de Nogal o de Fresno, tomamos autobuses, nos bajamos en el Panteón de San Fernando y desde ahí iniciamos nuestra marcha independiente. En la Torre Latinoamericana coincidimos con una marcha que había organizado la CNED en apoyo a la Revolución Cubana. Ahí nos marcaron una línea para que ellos se dirigieran al Hemiciclo a Juárez y nosotros tuvimos que meternos por la calle de Madero. Casi llegando al Zócalo, en Palma, los granaderos nos hicieron sandwich. Nos pegaron a muchos, posteriormente se corrió la versión de que yo estaba conmocionado, pero sólo salimos golpeados, y nos reorganizamos; en el camino, algunos compañeros sacaron las alcantarillas, que antes eran de concreto, las estrellaron contra el piso y nos proveyeron de piedras.

No recuerdo que hubiera piedras en los basureros. Nosotros hicimos las piedras con las alcantarillas. Desorganizados, llegamos al Hemiciclo a Juárez y en ese momento se dejó venir la policía civil, encabezada por el jefe policiaco Mendiolea Cerecero, con la idea de meterse entre nosotros, dar pequeños golpes y desbaratar la manifestación, pero en cuanto los tuvimos a tiro los apedreamos.

Cualquier reexamen del Movimiento destaca lo apenas registrado en su momento: la voluntad de resistencia de los politécnicos, considerablemente mayor que la de los universitarios, y sus habilidades en la violencia callejera. A esta resistencia, de ningún modo adscrita a un plan revolucionario, se le percibe como la gran reivindicación. En primerísimo término, el Movimiento surge gracias a los politécnicos, capaces de combinar, entre otros elementos, la rabia ante las arbitrariedades de la policía, el rencor social y el impulso de la marginalidad que quiere dejar de serlo. Pero si el hábito de las contiendas físicas se enmarca dentro de la cultura urbana, Díaz Ordaz lo considera el preámbulo del levantamiento.

26 de julio: A la salida de la Preparatoria

La impunidad, el principio sagrado. Al intensificarse el conflicto, las autoridades del IPN retroceden un tanto y «lamentan los acontecimientos»; la FNET, muy parecida a la FEU, oscila entre la bravata tímida y la aceptación rauda de las disculpas que en rigor la policía nunca entrega. Y el 26 de julio en la tarde coinciden la protesta y la conmemoración. La Confederación Nacional de Estudiantes Democráticos (CNED) de filiación comunista, celebra como cada año el asalto al Cuartel Moneada en 1953 que originó el movimiento de Fidel Castro, y también, enardecidos, los estudiantes del Politécnico marchan al Zócalo a denunciar los atropellos. En el Hemiciclo a Juárez, los comunistas se cobijan al amparo de la gritería histórica («Fidel, / Fidel, / ¿qué tiene Fidel? / que los americanos no pueden con él»). Apenas se atiende a los oradores y su venidero de incienso revolucionario. Del otro lado de la Alameda se expresan, con bastante más energía, los politécnicos.

De pronto, una explosión salvaje de «generación espontánea». Cinco o seis núcleos de jóvenes y adultos, con aspecto de porros o de agentes judiciales, apedrean los aparadores de Avenida Juárez, insultan y maltratan a los transeúntes, persiguen a los jóvenes. En la Avenida San Juan de Letrán hay retenes policiacos. Para quien consigue pasar, la Avenida Madero es otro foso del terror. Comercios y joyerías asaltados, golpizas, agentes que se ríen como festejando una proeza, la de probar con sus instrumentos de trabajo la fragilidad de los cuerpos ajenos. Aturden las sirenas de las ambulancias, los gritos de heridos y vapuleados, las amenazas policiacas. En la Avenida 5 de Mayo la situación es más dramática. Los que pueden huyen hacia el Zócalo. Los agentes se multiplican. Nadie intenta el orden, ni se transmiten explicaciones. Alguien recuerda un cerro de zapatos perdidos en la corretiza.

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