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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

Parte de Guerra (10 page)

BOOK: Parte de Guerra
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A la Guerra Fría como el gran pretexto del control totalitario, deben atribuírsele los procesos monstruosos de Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania, Albania, Corea del Norte, Bulgaria, China y Alemania Oriental y la interminable cauda de confesiones. A la Guerra Fría del capitalismo le corresponden las represiones en Amé rica Latina y Asia, y la creación de ese organismo inquisitorial: el Comité de Investigación de las Actividades Antinorteamericanas, donde alcanza la fama y presta el apellido para designar una actitud persecutoria el senador por Wisconsin Joe MacCarthy.

En América Latina, es impresionante el éxito de la Guerra Fría. Se vuelve parte de la cultura popular, incorpora al imaginario colectivo las imágenes de la conspiración en las sombras y de los comunistas como traidores y seres deshumanizados en el peor sentido
(Ellos eligieron tal condición).
Y a la campaña de demonización la complementa la ofensiva política y policial: a la izquierda en general y a los comunistas en particular, no se les concede el derecho a la réplica, no se publican sus aclaraciones y desmentidos, y las masas a las que piensan rescatar del infierno capitalista los temen, los aborrecen o los ridiculizan.

En México, la campaña, particularmente eficaz, usa del cine, de las negativas de visa para entrar a Estados Unidos (que afecta incluso a figuras como Carlos Chávez y Dolores del Río, por haber firmado un manifiesto a favor de la paz), de los artículos, de los sermones parroquiales. Ya en 1940, el candidato a la Presidencia de la República Manuel Ávila Camacho, ataca a los comunistas, señalándolos como un grave peligro para la República. No hay tal cosa. Los comunistas son un grupo pequeño que en 1942 disuelve sus células obreras para contribuir a la Unidad Panamericana. Pero el temor existe y ya en 1947 o 1948 el anticomunismo es ideología oficial que defiende a México de la amenaza bolchevique.

¿Por qué el anticomunismo se convierte en creencia dominante? Entre otras razones deben analizarse las siguientes:

—La ignorancia sobre la naturaleza de las ideas socialistas y comunistas.

—La ofensiva ideológica permanente de los norteamericanos, que al convertir lo verdadero (el totalitarismo soviético) en una embestida contra los anhelos de justicia social, distorsiona el mensaje y lo vuelve parte de una mentira.

—La reacción de la iglesia católica contra el ateísmo militante de la izquierda («La religión es el opio del pueblo»). Si con los nazis el Vaticano pacta por un tiempo (el concordato entre el Vaticano y el régimen de Hitler), con los comunistas no hay tregua, particularmente luego de la confrontación entre el régimen húngaro y el cardenal Stefan Midzsenty, por largo tiempo en arresto domiciliario. Más que ningún otro episodio, el de Hungría desata la gran campaña de «la Iglesia del Silencio». Las jerarquías católicas de América Latina atacan por sistema a los comunistas y los movimientos sociales. Se demoniza (en sentido literal) a los marxistas y, por ejemplo, en los cincuenta, hay cartelitos de hojalata en las casas de conserva dores: «En esta casa somos católicos y no aceptamos propaganda comunista», a semejanza de los ya existentes contra los protestantes. Pero si los protestantes se obstinan en la conversión masiva de los católicos, los comunistas no proceden así, y en rigor el objetivo de la campaña católica es imprimirle un rango devocional a la Guerra Fría.

—Las realidades del mundo totalitario que se conocen parcialmente a partir de las denuncias de los Procesos de Moscú a fines de los treinta. Pero en 1956, al divulgarse el Informe del premier Nikita Jruschov al XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, sobre los crímenes de Stalin, y al invadir los soviéticos Hungría, se les da la razón a las denuncias acumuladas. Sin embargo, es tal la fuerza de la utopía que muchos continúan justificando a la URSS.

—El lenguaje cerrado de los comunistas, que ignora cualquier Propósito didáctico y más bien parece el habla de una secta apocalíptica anunciando el fin del mundo.

—El proceso policiaco en Norteamérica, que acosa a una ideología que, de cualquier manera, no es muy persuasiva. En México, Por las resonancias del radicalismo verbal del régimen, nunca se descalifica del todo el lenguaje de la justicia social, pero el anticomunismo convence porque alimenta los prejuicios populares y le da una causa irrefutable a las jerarquías empresarial y católica, a los sectores de clase media y a los tradicionalistas. El anticomunismo es algo muy distinto al antistalinismo. Es el odio a lo diferente, el rechazo beligerante de las protestas legítimas y de la defensa de los derechos humanos, el aplastamiento de la libertad de expresión que, sin embargo, desde los años cuarenta prende definitivamente en los círculos políticos, la burocracia, la clase media alta, los católicos militantes y vastos sectores populares. Casi reflejo condicionado, el anticomunismo le es necesario a los gobiernos comprometidos con el «panamericanismo» y la política norteamericana, y requeridos de la eliminación sistemática de la disidencia. Y el anticomunismo, también, exorciza los miedos de los ávidos de explicación enfática y milagrera de lo que no entienden. Eso explica el silencio y la indiferencia ante los asesinatos de izquierdistas en el país, la visión alarmada y alarmista de la mayoría ante los movimientos de independencia sindical de 1958-1959, y el desdén ante las atrocidades judiciales. ¿Para qué preocuparse del destino de «los subversivos»? La policía golpea, tortura y desaparece disidentes; el ejército ocupa las instalaciones ferrocarrileras; los agentes del Ministerio Público y los jueces inventan cargos y pruebas y emiten sentencias aberrantes, y todo se abona a la cuenta de los métodos legítimos contra la subversión.

—El control derechista de los medios informativos. A lo largo del siglo, es muy difícil infundir en la prensa (en la televisión será imposible) el sentido de objetividad y de trato justo.

Las publicaciones se conciben al servicio de causas un tanto resonantes («Las libertades de Occidente»), y en la práctica resultan genuflexiones ante los poderes políticos, empresarial y clerical. Así se procede en 1952 con el movimiento henriquista, en 1958-1959 con la disidencia obrera, y clásicamente, en 1968 con el Movimiento estudiantil.

Únete pueblo (para facilitarles la tarea de reprimirte)

En 1958, el último año de su sexenio, el Presidente Adolfo Ruiz Cortines cuida del aura de su anacronismo y de las formalidades administrativas. (Según se cuenta, cada que pronuncia una «mala palabra agrega de inmediato: «Perdón, Investidura».) Si le confiaron un país, le toca preservar la fe en la eternidad del Sistema. Y, además, una de sus grandes convicciones (la naturaleza sacrílega de la oposición) se ajusta al clima político en Occidente, al que México idealmente pertenece. La Guerra Fría sataniza a la izquierda (corroída por el stalinismo) y consolida su aplastamiento. Y Ruiz Cortines, cuya sabiduría en asuntos internacionales mezcla la ideología del
Reader's Digest
con la Historia tal y como la transmiten las anécdotas, nunca humaniza del todo a los disidentes, para él monstruosos, y lo que es peor, incomprensibles. No se han ido a Rusia y todavía se ponen al brinco. Que se les castigue (y él ya lo ha hecho en 1956 con los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional), no para exterminarlos sino para darles una lección.

El Presidente, al vigilar ese salón de clases que es la nación, se apoya en la grisura burocrática y la represión sorda y selectiva en todos los terrenos (el moral incluido). Y en el último año de su gobierno, estalla la insurgencia sindical. Los que desean independizarse de la CTM, ganan elecciones y producen asambleas, mítines, paros, huelgas. Se movilizan los electricistas, los ferrocarrileros, los telegrafistas, un sector de los petroleros, los profesores de la sección IX del SNTE. Y para colmo, los estudiantes, el contingente de relevo, también se indisciplinan.

La secuencia es dramática. En 1958 se agudiza el hartazgo que provoca la Confederación de Trabajadores de México (CTM), y su imperturbable dirigente Fidel Velázquez, que apenas tardará otros cuarenta años en abandonar el liderazgo. La independencia sindical es la causa que conduce a batallas campales con los granaderos, a los que en 1958, en vibrante artículo (que nadie lee) califico de «inconsciente liberado del régimen». Los granaderos son feroces y a veces también los obreros. Martín Reyes Vayssade refiere, horrorizado, la acción de unos petroleros cerca del Monumento a la Revolución, que «mantean» contra el cemento a un granadero. (No murió, si uno se fía de la prensa.)

La insurgencia crece y colma las calles. 1958 es año de enfrentamientos. Del 26 al 29 de junio los ferrocarrileros se lanzan al paro, y el 13 de agosto, Demetrio Vallejo, miembro del Partido Obrero Campesino Mexicano (POCM), grupúsculo de excomunistas, es elegido secretario general del Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana por 56 mil votos contra nueve. Al mismo tiempo, se fortalece el Movimiento Revolucionario del Magisterio (MRM), dirigido por un joven comunista de Guerrero, Othón Salazar, elegido hacía poco secretario general de la sección IX del SNTE. Las autoridades no lo reconocen. Se le encarcela el 6 de septiembre y en Prisión gana de nuevo las elecciones por más de 12 mil votos contra 3.

Othón exige dignidad salarial y autonomía sindical para un gremio indispensable en la construcción del Estado mexicano, y uncido desde los años cuarenta a la burocracia y el pago muy mezquino.

Los profesores se lanzan a un paro de labores y hacen una guardia de 38 días en la Secretaría de Educación Pública. Los ferrocarrileros aturden al gobierno. Othón y Demetrio (así les dicen todos) comparten características: la intransigencia, la fidelidad a los principios, el espíritu de sacrificio. Y son castigados con dureza, para que la fruta envenenada no dañe la recolección de voluntades (la metáfora es priísta).

Cachún, cachún, ra ra

En 1958 el voluntarismo es la expresión del delirio o del ensueño de quienes sienten a su alcance el resquebrajamiento del régimen de la Revolución Mexicana («Habrá revolución, compañeros, si llegamos a tiempo a las reuniones de célula y repartimos los volantes en sitios estratégicos.»).

En política, la única «aventura existencial» de una generación, estudiantil, dura unas semanas pero no deja consecuencias. Si nadie la evoca, debió ser un mero trámite o, sin negar el componente idealista de algunos, un experimento de juventud, una algarada, hoy en el olvido porque no fue reprimida. El Movimiento Camionero, como se le conoce, es producto del azar, o del azar orientado por un grupo pequeño, lo que a estas alturas da lo mismo. Un día se produce el alza en los transportes, «severo golpe a la economía popular». A las diez de la mañana, un camión atropella frente a su Facultad al estudiante de Leyes Alfredo V. Bonfil (cuya vocación agraria lo depositó en la dirección de la Central Nacional Campesina del periodo de Echeverría). Como suele ocurrir, el incidente, politizado como es debido, se torna conmoción. En unas horas, Ciudad Universitaria es un cementerio de autobuses secuestrados, no sin escenas de violencia, y emisora de demandas de justicia para Bonfil, que dura unos días en el hospital.

Estallido de huelga, documentos que cimbran a los tipógrafos de los diarios que los publican, verbo flamígero de los estudiantes de Leyes que conmemoran la unión indestructible de los universitarios con el pueblo. Para no decepcionar a la costumbre, se recorre C.U. (Ciudad Universitaria) entonando el estribillo que condensa la experiencia de choque: «Me voy pal pueblo / hoy es mi día / chingue su madre la policía». Un buen número de los que en 1968 tratarán a los estudiantes con encono republicano, desfilan rumbo al Zócalo y hacen acopio de gravísimas reflexiones que nunca compartirán. Los más jóvenes se divierten haciendo guardia por las noches en las escuelas. No de otro modo se evita «la toma de las instalaciones».

Los transportistas se encrespan, y los estudiantes se sienten ante el pozo de vivencias que necesitaban. Se marcha del Monumento a la Revolución al Zócalo, a veces en compañía de los sindicatos independientes. El ejército cerca la Ciudad Universitaria, algo en principio terrible que en la práctica no lo es tanto, nadie cree en la invasión y se confía en las soluciones de última hora.

No hay tensiones genuinas, sólo hay la previsión en la mayoría de los líderes (o que de esto hacen las veces) que atesoran técnicas útiles a la hora del poder y la responsabilidad. Por lo menos una vez en la vida, reza el proverbio en la pared de las tradiciones curriculares, un joven discrepará de las autoridades. Luego, llegan la reconciliación y el usufructo de la experiencia.

En 1958, los porros (los «paramilitares» en el universo estudiantil) se inauguran como tales, ansiosos de quebrantar a golpes la «subversión». (Antes de estos golpeadores, los porristas saltan encabezando el desfogue en los juegos de fútbol americano.) Mientras, en el Zócalo, el exhibicionismo reta a las instituciones. Un estudiante, adueñado del micrófono, tutea a don Adolfo Ruiz Cortines: «Y tú, Presidente, no te hagas el sordo, que ya sabemos que estás allí en tu despacho.»

Nada es eterno, salvo la mecánica de los derrumbes, y la rendición del Movimiento Camionero se negocia en penumbras. Se convoca a una marcha, y antes de que salga del Monumento a la Revolución, se difunde el rumor: la Gran Comisión Estudiantil, órgano máximo de la contienda, ha pactado y acordó levantar la huelga. Gritos de «¡Traición, traición!», empellones, arrebatos y lo demás. A esa hora, los de la Gran Comisión se agolpan en el despacho presidencial, y con la sola excepción del estudiante comunista José Guerrero y Guerrero, aceptan volver en el acto a clases y lanzan un «Goya» en honor de don Adolfo.

«¡Tiembla, burguesía!»

A lo largo de tres décadas, de los cuarenta a los sesenta, el anticomunismo continúa su implantación triunfal. Pero en 1959 el triunfo de la Revolución Cubana matiza la importancia de esta ideología de masas. El castrismo, antes de petrificarse en la dictadura, alienta las esperanzas de cambio en América Latina. Es posible conquistar el poder a 90 millas de los Estados Unidos. Castro es el héroe fulgurante de una etapa, al punto de anular las críticas continuas a la rigidez de su gobierno, los fusilamientos, la salida de millones de personas de la isla, los miles de presos políticos, la conversión en policía doméstica de los comités de Defensa Popular, la introducción en Cuba del Estado-policía. Nada de eso registra el entusiasmo ante la novedad liberadora.

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