Pathfinder (29 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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Hogaza ayudaba con las pértigas y los remos de vez en cuando. Sus músculos no estaban acostumbrados, pero era fuerte y aprendía rápido. Umbo, en cambio, era tan pequeño que cuando se ofreció a ayudar sólo consiguió que se rieran de él.

—Además —murmuró Hogaza—, tienes otra cosa que hacer. Dentro de tu cabeza.

Así que Umbo se pasaba hora tras hora tendido a la sombra de la vela, cuando el viento los ayudaba a remontar la corriente, o bajo una lona cuando no era así. Era fácil acelerar las percepciones de los tripulantes para que estuvieran más alerta y tuvieran tiempo de sobra para hacer frente a los posibles obstáculos en el río. Ninguno de ellos sospechaba estar recibiendo ayuda de Umbo, salvo el propio Hogaza, que se volvió hacia él con ojos entornados las pocas veces que lo hizo. Ahora estaba tratando de estudiar cómo funcionaba su don, cosa que no había hecho desde que El Vagabundo interrumpió sus lecciones, y estaba descubriendo algunos hechos interesantes.

Primero, el efecto de aceleración se prolongaba durante varios minutos cuando Umbo dejaba de hacerlo.

Segundo, era bastante parecido al torrente de energía que se desata cuando uno está en peligro, sólo que en lugar de acelerar el corazón, entrecortar la respiración e inspirar ese tipo de terror profundo que produce un estado de concentración y percepción acrecentadas, lo que Umbo les proporcionaba era una especie de pánico sin miedo.

Así que para generar el efecto en sí mismo y acelerar sus reacciones, trató de provocarse miedo durante un rato. No funcionó. Para empezar, no se lo creía de verdad. Y además, en realidad no se trataba de la misma cosa, así que el miedo no hacía efecto.

Si hubiera tenido un espejo, podría haberlo usado para proyectar el efecto sobre sí mismo, pero cuanto más lo pensaba, más ridículo le parecía. Sabía que lo que los espejos hacían era reflejar la luz, pero nada invitaba a creer que reflejaran también su poder.

Trató de mirarse las manos o los pies como miraba a las personas con las que utilizaba su don, pero de nuevo no hubo ningún efecto discernible, ni aceleración de sí mismo ni retardo perceptible del mundo.

Finalmente, desesperado, se rindió y se quedó allí tumbado sin más, a la sombra, dejando que el barco ascendiera entre gritos de «¡Pértigas!» o «¡Postes!» y luego volviera a hundirse al retirarse al unísono la mitad de las pértigas. Era un movimiento casi suave, pero no del todo, y allí, tendido sobre la cubierta, podía sentir las acometidas de avance y los pequeños retrocesos que las seguían. Se concentró profundamente en el movimiento y le pareció que comenzaban a aminorar, que los gritos se alzaban con más lentitud, que cada sacudida de avance duraba más tiempo y cada retroceso era más marcado.

Entonces se quedó dormido.

Y al despertar —ayudado por el puntapié de uno de los ribereños y por un grito de «El rancho, mozo»— casi se había olvidado de la sensación previa al sueño, la sensación de que todo se movía muy despacio y que le hizo pensar: «Me pregunto si es eso lo que se siente al estar bajo el influjo de mi don.»

—Idiota… —susurró.

—¿Cómo? —preguntó el ribereño más cercano. Habían recalado en la costa para almorzar y descansar un rato, así que en aquel momento no había nadie a las pértigas.

—Me lo decía a mí mismo —dijo Umbo—. Me he llamado idiota.

—El primer paso es aceptarlo —dijo el ribereño—. Aunque los demás ya lo teníamos claro hace tiempo.

Umbo sonrió al instante. Era agradable sentirse aceptado por ellos, aunque el mérito era de Hogaza, no suyo. Pero cuando sus ojos y los de Hogaza se encontraron por encima de las brasas del cocinero, aún candentes sobre el brasero, le guiñó un ojo y Hogaza asintió. Estaba haciendo progresos.

Aquella tarde, Umbo se concentró en aislar lo que le hacía entrar en el trance. No era el sueño. El sueño había interrumpido el fenómeno, no lo había desencadenado. Tampoco era la concentración, en realidad. No había estado pensando en el ritmo de «Pértiga, poste, pértiga, poste» establecido por los dos grupos de ribereños al alternar sus movimientos. Era una cosa distinta, que le provocaba una sensación diferente cuando se la hacía a otros, pero aun así, de un modo extraño, era igual. Como aprender a utilizar un nuevo músculo. Y cuanto más practicaba, con más facilidad se encontraba en aquel lugar interior donde era capaz de frenar o acelerar el tiempo.

Era como si, en lugar de hacerse algo a sí mismo, sólo tuviese que encontrar en su interior el sitio en el que el tiempo se movía a una velocidad distinta. Y se dio cuenta de que, a medida que practicaba, tenía mucho más control sobre su propio trance que sobre el flujo temporal de los demás, cuando practicaba con ellos. Podía acelerarse a sí mismo mucho más que a los demás. Podía variar la velocidad dentro de un amplio abanico. Y no se fatigaba al hacerlo. En lugar de cansarlo, lo revitalizaba.

—Está muy bien —murmuró Hogaza—. Pero ¿puedes hacerlo con los ojos abiertos?

Umbo despertó. O no, porque esa vez no se había quedado dormido, pero al salir del trance siempre se sentía como si despertara, pero también como si saliera de casa a un mundo más hostil.

—¿Cómo sabías que lo estaba haciendo? —susurró Umbo.

—Porque cuando me siento a tu lado —murmuró Hogaza—, o paso cerca de ti, noto que me ocurre también a mí. Mis pasos se aceleran de pronto. Y es más intenso que cuando practicabas con los demás, al comienzo. Se intensifica cuando me acerco y se desvanece cuando me alejo.

—¿Crees que los demás lo han notado? —preguntó Umbo.

—Si es así, no saben cuál es la razón. Desde el punto de vista de un hombre de mi edad es como sentirse más joven, más fresco, menos cansado. Como si pudiera pensar de manera más penetrante, más clara, como si oyera las cosas desde más lejos y pudiera distinguirlas con más claridad. En otras palabras, es muy agradable. ¿Quién podría culpar de ello a un chico que parece haberse quedado dormido en la cubierta?

—Tengo que abrir los ojos —dijo Umbo—. No sé por qué no lo he hecho aún. No creo que necesite mantenerlos cerrados para hacerlo, ya no. Pero no sé si habrá algo que ver. Rigg veía a la gente moverse por el tiempo sin ninguna ayuda de mi parte.

—Pero tú sabes cómo hacer que una persona retroceda en el tiempo, pueda ver algo o no.

—Necesito a Rigg. En serio. Tal vez no envíe esos mensajes hasta que él no esté libre.

—Si fuese así, habría sido él el que entregase los mensajes y no tú, ¿no crees? —Hogaza volvió a ponerse en pie—. Se acabó mi descanso. Hoy me toca en el grupo de los postes. Pértiga, poste, pértiga, poste… ¡No me extraña que esos ribereños necesiten atracarse de cerveza al parar en El Atraque de Goteras!

En los dos últimos días de su viaje río arriba, Umbo llegó a acostumbrarse tanto a entrar en el trance de aceleración temporal que tuvo que empezar a controlarse para no hacerlo sin querer. Se sentía torpe y lento cuando no se encontraba en aquel estado de alerta y se preguntaba si su capacidad de acelerarse no sería para él como la cerveza para aquellos ribereños, un modo de hacer del mundo un lugar más brillante y agradable. Porque le gustaba mucho ser consciente de todo y tener tiempo de pensar lo que iba a decir antes de decirlo. Meditar las respuestas antes de hablar o mantenerse callado cuando su primer impulso era decir o pensar alguna estupidez, le hacía parecer más listo, tanto a sus ojos como a los de los demás.

Pero en todo el tiempo que pasó en el trance, no vislumbró ni por un instante ninguno de los «rastros» que Rigg decía ver constantemente, y mucho menos a una persona de otra época. Comenzó a pensar que era imposible, porque Rigg, cuando Umbo aceleraba el tiempo para él, tenía que escoger un rastro concreto y concentrarse en él para que la persona apareciera con la suficiente claridad como para hurgarle en los bolsillos. Pero como Umbo no veía ningún rastro no podía elegir un objetivo ni, consiguientemente, hacerlo tangible y real.

«No puedo hacerlo. Y sin embargo, lo he hecho.»

Hasta llegar a El Atraque de Goteras no tuvieron otra ocasión de hablar, pues Hogaza conocía bien aquel tramo del río, que había recorrido innumerables ocasiones en ambas direcciones para comprar provisiones, sábanas, herramientas y aperos, muebles y bebidas para la posada. Así que al pasar por cada lugar destacable, Hogaza ofrecía su opinión sobre él —«No les compréis sábanas a los tejedores de ese pueblo. Las hacen demasiado pequeñas y no caben en una cama como es debido»—, secundado a continuación por alguno de los tripulantes —«Ahí vive una chica tan fea que ya no tienen ni que castrar a los gorrinos. Simplemente se los llevan y cuando la ven, las partes se les caen»—.

Umbo era consciente de que lo que decía Hogaza era siempre cierto, literalmente, mientras que lo que decían los tripulantes no lo era casi nunca. Y sin embargo, ninguno de ellos mentía y todos se entretenían con las historias ajenas. Umbo podía entender por qué los ribereños preferían un mundo exagerado o directamente imaginario: en su vida no hacían otra cosa que trabajar con las pértigas y ver pasar una y otra vez el mismo río. Mientras que Hogaza, soldado, curtido hombre de negocios, maestro en toda clase de quehaceres, necesitaba mantener una visión nítida de la realidad.

Al llegar a la posada se despidieron de los ribereños, que no iban a quedarse a pasar la noche.

—¿Por qué íbamos a devolverte, a cambio de comida y cerveza, el dinero contante y sonante que nos acabas de pagar por los pasajes? —le dijo el capitán del barco.

Goteras apenas mostró el menor interés por ellos, ni por Umbo ni por su propio marido. Estaba ocupada, les dijo, y no tenía tiempo que perder en bienvenidas teniendo que hacerlo todo por sí sola mientras ellos se dedicaban a hacer turismo por países lejanos. La respuesta de Hogaza no fue arremeter contra ella, como habría hecho el padre de Umbo, sino acercarse y ayudarla a acabar las tareas. Y mientras trabajaban codo con codo, ella comenzó a sonreír de vez en cuando —sin mirarlo, simplemente sonriendo para sí— y luego comenzó a canturrear y luego a cantar, y por fin comenzó a contarle las cosas que habían pasado por allí mientras él estaba fuera.

Umbo, entre tanto, trataba de ayudar también, aunque no sabía cómo se hacían muchas de las tareas y tenía que aprender sobre la marcha, mirando. Sin embargo, también esto se le daba muy bien, porque podía ralentizar el tiempo y así disponer de todo el que necesitara para ver y comprender exactamente lo que estaban haciendo, y luego observar sus propias acciones y corregirlas. No se movía más rápido que normalmente, esto es, en relación con el paso del tiempo de la gente, las criaturas o las cosas con las que se relacionaba. Pero tenía tiempo en pensarse las cosas dos veces y detenerse o cambiar de idea. Aquella capacidad era un lujo extraordinario.

Así que al fin entendía cómo ayudaba su don a la gente, aunque aún no comprendiera en realidad cómo lo hacía. El Vagabundo lo llamaba «enlentecer» porque hacía que las cosas parecieran pasar más despacio alrededor de la gente. Lo había entendido al revés, como si El Vagabundo creyera que lo que Umbo hacía era afectar al tiempo, y no a las percepciones y los procesos mentales de las personas dentro de ese tiempo.

Lo cierto es que era un alivio constatar que El Vagabundo no lo sabía todo sobre todas las cosas. Se preguntó si lo habría descubierto antes de morir. O puede que, precisamente porque estaba tan seguro de todo, no se le ocurriera que podía equivocarse sobre la dirección en la que iba a caer un árbol.

El almuerzo fue el mejor que había probado Umbo en el río y así lo dijo.

—Eso es porque ahora estás comiendo como uno más de la familia y no la porquería que les echamos a los cerdos —dijo Hogaza. Y al oírlo, Goteras le dio una palmada en la frente y replicó:

—Comemos del mismo caldero que los clientes. Y esto es un hecho, como tú bien sabes, Hogaza, y no permitiré que digas otra cosa.

—No, amor mío, no permitirás que diga otra cosa en tu presencia —comentario que le valió una nueva palmada, esta vez más fuerte.

La habitación en la que alojaron a Umbo no era una de las reservadas a los huéspedes. Era un pequeño dormitorio contiguo al de ellos y el muchacho comprendió que era la habitación en la que habría dormido su hijo si lo hubieran tenido. «¿Qué edad tiene Goteras? —se preguntó mientras se preparaba para dormir—. ¿Podrá tener hijos aún? ¿O será incapaz uno de ellos? Está claro que, cuando construyeron este sitio, pretendían tenerlos.» Era una lástima que no pudieran tener lo que querían, cuando un gusano como el padre de Umbo dejaba preñada a toda mujer que le dejaba acercarse, sabía el cielo por qué razón.

Umbo acababa de quedarse dormido cuando Hogaza lo despertó sacudiéndolo con delicadeza.

—¿Qué sucede? —murmuró.

—Sé que no puedes verlos —dijo Hogaza—. Pero ¿qué más da eso, si sabes dónde están?

Umbo estaba demasiado cansado para entender lo que Hogaza intentaba decirle y volvió a quedarse dormido en cuestión de segundos. Pero cuando despertó en mitad de la noche para orinar, las palabras volvieron a él y de repente cobraron sentido. De hecho, se dio cuenta de que había estado soñando con ellas. En sus sueños, Umbo veía a Rigg de pie junto al carruaje, así que no tenía que poder verlo para darle el mensaje. Y el suyo lo había recibido cuando estaba tumbado en la cama de la posada de O, es decir, en un sitio donde había estado parado durante mucho tiempo. Así que tampoco tenía que verse a sí mismo para darse el mensaje.

Ya despierto, trató de recordar el aspecto que tenía su yo futuro, y se dio cuenta de que había tenido la cabeza inclinada, como si estuviera mirando hacia el suelo y no hacia la cama, donde él estaba tumbado. Le había parecido un gesto de timidez o humildad, pero ¿y si simplemente no estaba mirando nada, sino hablando al aire, con la esperanza de que alguien recibiera su mensaje?

Pero no, él había oído lo que Umbo le preguntaba, ¿no? Quizá, sabiendo lo que iba a decir el Umbo del pasado, dado que lo había dicho él mismo, el Umbo del futuro pudo responder.

Tras cerrar la tapa del orinal, estuvo a punto de bajar al primer piso para tratar de acelerarse y luego hablar con las invisibles versiones pasadas de Hogaza, Goteras y él mismo. Pero se contuvo justo a tiempo. No podía hacerlo porque no lo había hecho. La pasada noche no se había producido la visita ni el mensaje. Tendría que hacerlo esa noche.

Salvo que Hogaza tuviera razón y le fuera posible volver atrás en el tiempo y transmitir un mensaje a pesar de no haberlo recibido, lo que, al provocar que sí lo hubiera recibido, cambiara el futuro. Después de eso no haría falta transmitir el mensaje de nuevo. Pero Umbo no entendía cómo podía ocurrir tal cosa. Era una idea tan disparatada que al tratar de encontrarle sentido volvió a quedarse dormido casi en el mismo instante en que estuvo de nuevo bajo las mantas.

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