Authors: Orson Scott Card
—¿La Tienda y la Piedra? —preguntó Rigg.
—Sí —dijo el general—. La Tienda que mantenía vivo el recuerdo de los tiempos en que los sessamidas eran nómadas, y la Piedra, perdida hace milenios pero aún reverenciada, y reemplazada simbólicamente por un guijarro de río. La misma piedra que tú, tan amablemente, te ofreciste a vender.
Rigg no dijo nada, porque en aquel momento estaba pensando en las otras dieciocho piedras y se preguntaba por qué, en el despacho de Tonelero, había tenido que ir a escoger precisamente la que más problemas podía causarle.
El general continuó con la historia:
—Así que, cuando corrió la voz de que Rigg Sessamekesh había muerto siendo un niño, los que lo creyeron se sintieron aliviados. Pero otros pensaron que era una estratagema, que unos conspiradores se habían llevado al niño para usarlo, no sólo para restaurar la monarquía, sino también para abolir la ley de la primogenitura femenina.
—En ese caso, debo de ser un completo necio para hacerme pasar por él —dijo Rigg—. No sólo el Consejo de la Revolución sino también aquellos que están de acuerdo con la ley promulgada por la reina Aptica me quieren muerto. Los amigos que pudiera tener un impostor de esta naturaleza no pueden ser sino una triste minoría.
—Bueno, ahí es donde las cosas comienzan a complicarse —dijo el militar con una risilla—. Porque una parte importante del apoyo recibido por la Revolución fue de los opositores a la monarquía exclusivamente femenina. Cuando estalló la Revolución, no había herederos varones, de modo que el único modo de abolir el gobierno de las reinas era abolir la monarquía por entero. Pero si apareciera un heredero varón, parte del apoyo del Consejo de la Revolución, la mayor parte, según algunos, se evaporaría para rendirse a este heredero, dado que siempre ha habido muchos que consideraban que Aptica era una abominación y su ley antivarones un sacrilegio.
—Me sorprende que no asesinaran al pequeño Rigg Sessamekesh nada más ver su cosita —dijo Rigg—. Para evitar todas estas complicaciones.
—Lo dices como si no fueras él —dijo el general.
—Hasta donde yo sé, no lo soy —dijo Rigg—. Pero también sé que no soy un farsante. Siempre omitís la posibilidad de que todo lo que os he dicho sea cierto. De que, en mi ignorancia, sea inocente de todo crimen.
—Sea como sea —dijo el militar—, me han asignado este cometido porque ciertas personas creían que se podía confiar en que averiguara la verdad sobre ti.
—¿Para que, si resulto ser el verdadero Rigg Sessamekesh, podáis matarme?
El general Ciudadano le sonrió.
—Ya veo que no soy el único que tiende trampas.
En efecto, Rigg le había tendido una trampa. Si la situación que había descrito el general era cierta, un leal servidor del Consejo de la Revolución no habría vacilado en matar a Rigg a la menor ocasión, puesto que en ninguno de los desenlaces posibles su supervivencia era conveniente. Como es natural, lo disimularían como un accidente, pero ocurriría igualmente, porque fuese un farsante o fuese el auténtico heredero, tenía que morir.
—General Ciudadano —dijo Rigg—, tengo la impresión de que os da igual que sea el Rigg Sessamekesh al que dio a luz Hagia Sessamin hace trece años.
—Pues no es así en absoluto —dijo el militar.
—Lo que sí os importa es que puedo resultar creíble para el pueblo de Aressa Sessamo, lo bastante para que el Consejo de la Revolución pueda ser derribado y reemplazado por un regente que gobierne en mi nombre… ¿Vos mismo, tal vez?
—Solamente te has equivocado en una cosa —dijo el general.
—No lo creo —dijo Rigg—. Ahora vais a decirme que únicamente lo habéis hecho para comprobar si representaba un peligro, pero que en realidad sois totalmente leal al Consejo de la Revolución.
El general Ciudadano no dijo nada y no demostró nada.
—Puede que seáis leal o puede que no, y puede que os mueva la ambición o puede que no —dijo Rigg—. No tengo manera alguna de influir en vuestro juicio. Pero no hay nada en lo que he dicho o hecho que sugiera que estaría dispuesto a participar en un plan destinado a derrocar al Consejo de la Revolución. Y si no participo voluntariamente, ninguna conspiración podrá utilizarme.
—¿Y si la supervivencia de tus amigos estuviera en juego? ¿No harías lo que se te dijera en ese caso? —preguntó el general.
¿Realmente contaba el general Ciudadano con la lealtad de Rigg hacia sus amigos para convertirlo en una herramienta dócil? Padre había citado en una ocasión a un filósofo que decía: «El hombre bueno cuenta con que otros compartan sus virtudes, mientras que el hombre malvado cuenta con las virtudes de hombres mejores que él. Ambos se equivocan.» ¿Era el general Ciudadano tan estúpido como para cometer cualquiera de estos dos errores?
De repente estalló un griterío fuera del camarote y, un momento más tarde, alguien abrió bruscamente la puerta. Era un soldado.
—¡Han saltado por la borda! ¡Y han tirado al Gritos al agua!
—Vigila al prisionero —dijo el general mientras echaba a correr hacia la puerta.
El soldado cerró y se plantó delante de ella.
—No intentéis ni siquiera hablarme —le dijo a Rigg.
—¿Ni aunque sea para preguntar cómo demonios puede llamarse alguien «el Gritos»?
El soldado permaneció allí un largo rato y Rigg llegó a la conclusión de que no iba a responder. Pero entonces lo hizo.
—No se llama así en realidad, señor. Es como lo llamamos a su espalda. Espero que el general no se haya dado cuenta.
—Yo no apostaría por ello —dijo Rigg—. Se da cuenta de todo.
El soldado asintió y suspiró.
—Ojalá sólo me reduzcan las raciones y no tenga que probar el látigo. —Y entonces se puso colorado, porque posiblemente no tendría que haberle dicho semejante cosa a un prisionero.
—¿Te ayudaría si le digo que te has arrepentido al momento?
—No, porque eso significaría que he hablado con vos.
—Cosa que, ciertamente, no has hecho —dijo Rigg—, a pesar de todos mis esfuerzos por inducirte a ello.
El soldado se mantuvo en silencio largo rato. En el exterior continuaba el griterío. La nave aminoró la marcha y luego cambió de sentido. Después volvió a avanzar. Alguien llamó dos veces a la puerta. El soldado la abrió ligeramente, salió del camarote —sin darle la espalda ni un instante a Rigg— y un momento después volvió a entrar.
—Vuestros amigos se han escapado, señor —dijo el soldado en voz baja, tan baja que casi no pronunció las palabras, cosa que hizo con tanta naturalidad que Rigg supuso que debía de ser el modo en que se comunicaban los soldados cuando estaban de guardia.
Rigg no preguntó al soldado por qué lo llamaba «señor». Sabía perfectamente que el secreto de su supuesta identidad había circulado entre los soldados, y quizá entre toda la tripulación y la mitad de O antes de que levaran anclas. El soldado lo llamaba «señor» porque aún sentía respeto por la realeza y Rigg era, teóricamente, el heredero al trono.
Así que el miedo a que existiera un movimiento contrario al Consejo de la Revolución no carecía del todo de fundamento.
Bien, ¿era posible que Padre lo hubiera sacado de niño de la casa real? La única pregunta, entonces, era si lo había hecho obedeciendo los deseos de sus padres o en contra de ellos. ¿Se lo habrían entregado sus padres al Vagabundo con la esperanza de salvar su vida? ¿O lo había secuestrado él?
¿O podía ser —una posibilidad intrigante— que Padre, sabiendo que el verdadero Rigg había sido asesinado y su cuerpo ocultado o destruido, hubiese cogido a un niño completamente normal y lo hubiera criado para que un día pudiera hacerse pasar por el Sessamekesh? En tal caso, no había escatimado esfuerzos para dar con un niño que, presumiblemente, al crecer se pareciera lo bastante a la familia Sessamoto como para suplantar a su perdido hijo y heredero.
Lo que Rigg no podía entender era por qué Padre habría organizado las cosas de tal modo que su complot echara a andar después de su muerte. ¿Por qué no había querido estar allí para guiar a Rigg en su peligroso camino?
¿O es que acaso ya le había dado toda la guía que podía necesitar?
Permaneció allí sentado, tratando de pensar qué cosas de las que le había enseñado Padre podían resultarle útiles en aquella situación. No acudió nada a su mente. Por difícil que fuera de creer, parecía que Padre no lo había pensado todo.
Pero Padre sabía que nadie podía pensarlo todo. Así que debía de haber creído que había brindado a Rigg las herramientas que necesitaba para hacer frente a cualquier situación, incluida aquélla. El problema era que Rigg no tenía ni la menor idea de lo que podía hacer, así que no podría utilizar lo que quiera que Padre había pensado que podía utilizar.
La puerta se abrió. No fue el general Ciudadano el que entró, sino un oficial empapado, al parecer el conocido como el Gritos. Unos soldados lo introdujeron en el cuarto a empujones y al instante lo ataron a Rigg con unos grilletes, muñeca contra muñeca y tobillo contra tobillo.
Entonces apareció el general en la puerta, desde donde le gritó al desgraciado y tembloroso oficial:
—¡A ver si puedes impedir que éste se tire por la borda, maldito imbécil! ¡Y a ver si no te tira a ti también!
Rigg dedujo al instante que el objetivo de los gritos era transmitir un mensaje a todos los soldados. No le daba la impresión de que el militar estuviera realmente enfadado con el Gritos. La mirada que le dirigió a él sí que era de enojo.
Cuando el general se marchó y Rigg se quedó a solas con el Gritos, le costó un gran esfuerzo no echarse a reír allí mismo. El viejo Hogaza no sólo había conseguido escapar del barco con Umbo, sino que también había arrojado al agua a su perro guardián. Y el general Ciudadano, fuera el que fuese su auténtico propósito, no podía estar contento.
MARCHA ATRÁS
Esta vez, los ordenadores tardaron once días en dar con una respuesta.
—Traduciendo los requisitos energéticos a masa —dijo el prescindible—, todos los ordenadores coinciden en que, sin quebrantar las leyes de la física constatadas hasta la fecha, el coste previsible para volver desde el pliegue a nuestra posición anterior en el espacio-tiempo, pero en sentido contrario, sería de unas diecinueve veces la masa de la nave y todo lo que contiene.
—Diecinueve ordenadores —dijo Ram— y diecinueve veces la masa.
—¿Te parece significativa la coincidencia? —preguntó el prescindible.
—Cada ordenador, como observador, interfirió en el espacio-tiempo en el momento en que se generó el pliegue —dijo Ram—. Tú y yo no éramos observadores, puesto que no podíamos ni ver ni comprender las convoluciones de los campos que estaban apareciendo. Así que para cada observador tuvo que haber un salto distinto. Y para cada salto, tuvo que haber un gasto de masa igual a la masa total de la nave y sus contenidos.
—Así que si hubiera habido sólo nueve o diez ordenadores —dijo el prescindible—, ¿sólo habríamos retrocedido la mitad hasta el presente?
—No —respondió Ram—. Creo que si sólo hubiera habido un ordenador, sólo nos habríamos adentrado una diecinueveava parte en el pasado del sistema estelar que era nuestro objetivo antes de salir despedidos en sentido contrario.
—Pareces muy satisfecho con tu hipótesis —dijo el prescindible—, pero no entiendo por qué. Sigue sin explicar nada.
—¿No lo ves? —dijo Ram—. El paso por el pliegue nos ha empujado hacia el pasado en una medida basada en la masa de la nave, su velocidad o lo que sea. Pero el único modo de «pagar» esa transición fue enviar una masa idéntica en sentido contrario. Y como había diecinueve observadores creando los campos que generaron el pliegue, el fenómeno ha sucedido diecinueve veces.
—Pero, en realidad, sólo ha sucedido una —dijo el prescindible.
—No —dijo Ram—. Han sido diecinueve veces. Por cada salto, una copia de la nave salió despedida hacia atrás en el tiempo. Hay otras dieciocho versiones de nosotros en el mismo espacio que la nave original, sólo que moviéndose en sentido contrario en el tiempo en dirección a la Tierra, todas ellas invisibles entre sí.
—¿Así que el fracaso de la misión se debe a que nos fiamos de los ordenadores? —preguntó el prescindible.
—La misión no ha fracasado —dijo Ram—. Ha tenido éxito diecinueve veces. Simplemente, nosotros somos el rastro de su paso.
Hogaza había hecho toda clase de planes para volver a O y ocultarse allí el tiempo suficiente para que Umbo pudiera entregar sus mensajes. Pero cuando éste logró al fin convencerlo de que no tenía ni la menor idea de cómo hacerlo, comprendió que sería mejor marcharse a otra parte para que pudiera aprender a saltar hacia atrás en el tiempo.
—Podría tardar semanas en conseguirlo —dijo Umbo mientras caminaban por los bosques de regreso a O—. O meses. —«Si es que lo consigo»—. Sólo Rigg podía saltar hacia atrás en el tiempo. Yo lo ayudaba, ralentizándolo. O acelerándolo.
—¿Cómo?
—Siempre pensé que ralentizaba a la gente, pero Rigg me dijo que lo que hacía en realidad era acelerarlos, de modo que todo a su alrededor parecía moverse más despacio.
Hogaza respondió a esto refunfuñando, mientras apartaba una rama del camino y la mantenía así un momento para que no golpeara al muchacho en la cara al pasar.
—Gracias —dijo Umbo—. Mira, Rigg podía ver los rastros dejados por la gente en el pasado. Los veía en todo momento. Mucho antes de que yo lo ayudara. Sabía lo que estaba buscando. Pero yo no.
Hogaza volvió a refunfuñar.
—Tenemos que ir a un sitio en el que pueda practicar. E incluso entonces, cualquiera sabe si podré ver algo.
—Mira —dijo Hogaza—, sabemos que lo conseguiste. Sabemos que ha sucedido. Sólo tenemos que ser pacientes. Sólo tienes que esforzarte, para que no perdamos mucho tiempo.
—No se trata de tiempo perdido —dijo Umbo—. Tardaremos lo que tardemos.
—Así es como veo yo las cosas —dijo Hogaza—. Ya hemos debido de pasar por esto, sólo que la primera vez, Rigg fue arrestado sin que tú escondieras el cuchillo y sin que yo ocultara las joyas y el dinero. Luego aprendiste a desplazarte hacia atrás en el tiempo, volviste a O, transmitiste tus advertencias y ahora todo está sucediendo de manera distinta. Así que, ¿por qué tienes que transmitir los mensajes otra vez?
—Porque nada de esto ha sucedido aún, así que esta vez no va a suceder —dijo Umbo—. Tengo que aprender a retroceder en el tiempo para volver a este momento y transmitir de nuevo el mismo mensaje.