Pathfinder (24 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—Vamos, maese Rigg, ¿esperas que crea que has recibido la educación necesaria para tratar en términos financieros y contractuales con un zorro astuto como el banquero Tonelero y, sin embargo, no conocéis el nombre de «Rigg Sessamekesh»?

—Yo me llamo Rigg —dijo Rigg—. Mi padre nunca mencionó apellido alguno. Así que reconocí la parte personal del nombre, pero no la familiar.

El general volvió a reírse.

—Y, dado que posees un férreo control de tu entonación vocal, tus gestos, tus expresiones faciales, ¿cómo puedo saber si mientes o dices la verdad? Pero si se trata de una mentira, es una mentira estúpida, porque todo el mundo conoce el nombre de Rigg Sessamekesh.

—Yo no lo conocía —dijo Umbo— y fui a la escuela mucho más tiempo que él. Nadie habla de la familia real. Va contra la ley.

—Vaya, vaya —dijo el general—. No tenía la menor idea. De que la ley se cumpliera, al menos río arriba, me refiero. En mi ciudad, y no hablo de O, el nombre y su historia son bien conocidos y la gente hace tan poco caso a la ley que prohíbe hablar de la familia real que nunca pensé que en el campo fuese todavía un tema tabú. ¿Habéis comido?

Umbo tardó un momento en darse cuenta de que había cambiado de tema.

—No estoy hambriento en este momento —dijo Rigg—, pero Umbo nunca rechaza una comida. Pero vos, señor, estáis en mejor posición que nosotros para saber cuándo volveremos a tener la ocasión de comer. Si nos estáis ofreciendo una comida, la aceptaré gustoso y haré cuanto esté en mi mano para que os merezca la pena dedicarnos vuestro tiempo.

—¿Me estás ofreciendo dinero? —preguntó el general.

—Ignoro, señor, si tengo acceso a mis fondos. A juzgar por lo que ha dicho Tonelero, yo apostaría a que han sido confiscados.

—Así es —dijo el general—. Pero aún no eres culpable a los ojos de la justicia popular. Así que tu dinero sigue siendo tuyo, aunque no dispongas de libre acceso a él. Yo, sin embargo, sí que dispongo de ese acceso… con tu consentimiento, claro.

—Pues en ese caso os lo doy para costear en su totalidad una buena comida.

—Una comida muy rápida, creo que querías decir.

—«Rápida» depende de lo que hagamos nosotros con la comida, señor. «Buena» depende de lo que haga el cocinero.

—Llevas aquí varias semanas. ¿Conoces algún sitio en nuestra ruta en el que merezca la pena parar?

—Si me indicáis cuál es nuestro destino —dijo Rigg—, elegiré un establecimiento situado en la ruta.

—El barco, claro está. El que ibais a tomar para llegar hasta Aressa Sessamo. Creía que me habías oído decirlo. Como ya has pagado el pasaje, la República Popular ahorrará un dinero aprovechándolo.

—Llegué a la conclusión de que íbamos a ir al barco, pero entonces me di cuenta de que lo único que dijisteis fue que llevaran allí a nuestro compañero, si lograban encontrarlo.

—Acabemos con esto de una vez, Rigg. ¿Eres Rigg Sessamekesh?

—Ese nombre significa algo para vos. Habláis de una historia que todo el mundo en Aressa Sessamo conoce. Pero yo no, así que no puedo decir si soy esa persona o no. Sólo conocí ese nombre tras la muerte de mi padre. ¿Se trataba acaso de alguna broma suya? ¿Un truco preparado para que me encontrara con vos? Mi padre era un hombre enigmático y no puedo ni imaginar lo que pretendía conseguir con eso. Sólo sé que tuve que mostrarle la carta a Tonelero para demostrar que tenía derecho a disponer de los fondos y las posesiones de mi padre. Él no pareció reconocer la piedra, sólo veía una piedra valiosa. Así que hasta vuestra aparición, la verdad es que no me había parado a pensar en ese nombre. Mi padre nunca me llamaba por él.

El general volvió a reírse.

—Oh, estás hecho un jugador, todo un jugador. Ni afirmas ni niegas nada. A juzgar por lo que admites, lo mismo podrías ser un inocente transeúnte.

—Os digo la pura verdad —dijo Rigg—. Y si mis palabras dan la impresión de que estoy jugando, debéis saber que el jugador era mi padre, señor mío, no yo. Estoy tan interesado como el que más en conocer las implicaciones de lo que escribió en esa carta. Pero parece que mi padre estaba decidido a continuar con mi educación más allá de la tumba.

—Tu padre… —dijo el general—. Si de verdad era tu padre, no puedes ser Rigg Sessamekesh.

—Padre nunca me contó las circunstancias de mi nacimiento. La gente de Vado Otoño dice que se marchó en un largo viaje y volvió con un niño. Estoy seguro de que nunca le explicó la verdad a nadie y nadie se atrevió a preguntarle. Nunca decía más de lo que quería que supieran otros y la gente no metía la nariz en sus asuntos.

—Todo el mundo piensa que es un bastardo que tuvo el Vagabundo con alguna mujer —dijo Umbo—. Y que el Vagabundo lo llevó a Vado Otoño para criarlo.

—¿Te parece bien, maese Rigg, que tu amigo te llame «bastardo»? —preguntó el general.

Umbo hizo ademán de protestar. Iba a decir que no pretendía llamarlo tal cosa, pero Rigg lo detuvo con una sonrisa.

—Lo que mi amigo dice es que las malas lenguas de Vado Otoño me llaman «bastardo» —dijo Rigg—, no que él piense que lo sea. Pero ¿qué pasa si lo soy? Mi padre me reconoció.

—Pero si eres Rigg Sessamekesh, él no es tu padre.

—Algún día tendréis que contarme esa historia.

Una vez más, el general estudió el rostro de Rigg en busca de indicios de sarcasmo. Umbo podría haberle dicho que no le serviría de nada. Rigg nunca mostraba lo que no quería. Incluso en el acantilado, aquel terrible día, cuando Kyokay estaba colgado de la roca mientras él trataba de rescatarlo, no había nada en su expresión, ni preocupación ni tan siquiera interés. Y no es que Rigg no pudiera demostrar sus emociones, pero ¿para qué iba a molestarse en hacerlo cuando sabía que nadie lo estaba mirando? Las demostraciones de emoción eran una de las muchas cosas que separaban a Rigg del resto del mundo. La cosa había sido distinta cuando Umbo y Rigg eran pequeños. Rigg era un niño totalmente normal por entonces, un niño pequeño, tan propenso al enfado, el llanto o la risa como cualquier otro. Pero con cada día que pasaba con su padre lejos de allí, se volvía más distante, más dueño de sus emociones. Más frío, salvo cuando decidía no serlo. Por esa razón a Umbo le había sido tan fácil creer que Rigg hubiera asesinado a su hermano en el acantilado. Su rostro era el de un desconocido. El único que había tenido en los últimos tiempos.

Llegaron a un lugar que Umbo había encontrado en sus paseos por la ciudad durante las últimas semanas. Había llevado a Hogaza allí y luego, cuando éste dio su aprobación, también a Rigg. Umbo sintió un profundo orgullo al saber que Rigg iba a elegir aquel sitio para tomar su última comida en O. E incluso, hasta donde él sabía, la que podía ser su última comida en general.

Rigg firmó la cuenta, como siempre, incluida una generosa propina. Escribió el nombre del banco y el del establecimiento en el que se habían alojado hasta aquella mañana. El dueño, que los conocía, hizo una reverencia y les dio las gracias. A juzgar por su actitud, no parecía que la noticia sobre el arresto de Rigg a manos del Ejército hubiera llegado hasta allí.

«¿Qué querrá este general? —pensó Umbo—. Es muy amable con nosotros. Se pone un poco aburrido con el tema de la historia, pero eso es mucho mejor que el tratamiento que suelen deparar las autoridades a los prisioneros.»

Pidieron la comida: queso, huevos cocidos y verduras entre dos hogazas de pan. Umbo se puso manos a la obra de inmediato —estaba hambriento— y el general lo observó como si no supiera cómo se hacía. «Puede que nunca haya comido por la calle —pensó Umbo—. Puede que en la capital no haya nada tan bueno como esto… O tan tosco y vulgar. Bueno, aunque piense que es algo muy de privos, es una comida de primera y no pienso avergonzarme por ello.»

Momentos después, el general estaba comiendo con el mismo gusto —y con la barbilla igualmente manchada— que Umbo o Rigg.

El general tenía las manos ocupadas, pero Umbo ya se había dado cuenta de que no serviría de nada echar a correr. Lo encontrarían de nuevo y, sin duda, lo tratarían de otro modo después de que hubiera intentado fugarse. Había oído hablar de los latigazos y de los grilletes. No quería probar ninguna de las dos cosas.

Estaban terminándose la comida cuando llegaron al muelle y se abrieron paso entre los pasajeros, ribereños, estibadores y paseantes. No les costó demasiado. El uniforme del general tuvo el efecto que se esperaba de él: alertar a todo el mundo y quitarlos de su camino. De hecho, nadie miraba al general a los ojos. Se apartaban discretamente para no interponerse en su camino. Con Rigg y Umbo, en cambio, no mostraban los mismos escrúpulos. A fin de cuentas, no eran más que unos niños de aspecto adinerado, que se merecían algún que otro empujón, por pura envidia.

Umbo sentía ganas de gritarles: «¡Hasta hace pocas semanas, yo era tan pobre como vosotros!» Pero ¿de qué le habría servido? No quería ni necesitaba el cariño de la gente de los muelles.

Había seis guardias custodiando la nave. Dos en la pasarela, otros dos junto a unas tiendas situadas a cierta distancia, pero lo bastante cerca como para acudir en caso de ser llamados, y los dos últimos a bordo, desde donde observaban con calma el gentío.

—Como podéis ver, vuestras cosas ya están a bordo del barco —dijo el general.

—La verdad —dijo Rigg— es que lo único que veo es que nuestras cosas no siguen donde estaban.

El general suspiró —¿divertido o exasperado?— y dijo:

—Supongo que al subir a bordo veréis que las han cargado.

—Y ahora nos toca a nosotros.

Luego, el general le habló al joven sargento que estaba al mando del destacamento de soldados. Umbo se fijó en que éste llevaba una insignia. Sólo el general y el otro oficial que los había abordado en la torre no llevaban distintivo alguno en el uniforme. Esto hizo sonreír a Umbo: el Ejército revolucionario no tenía insignias para sus oficiales de alta graduación, pero sí para identificar a los de baja. De este modo, la ausencia de insignias era la mayor de ellas. Era lo que siempre había dicho su padre: la Revolución Popular sólo había sido un cambio de uniformes. La misma gente de siempre seguía dirigiéndolo todo.

—Estos muchachos pueden moverse libremente por el barco, pero no salir de él. Éste —señaló a Rigg— es el terrible alborotador para cuyo arresto se ha tenido que enviar a un oficial de mi rango. No prestéis atención a las manchas de tomate de su camisa. Es del curso alto… Aún no han descubierto las servilletas.

El sargento se echó a reír y Umbo sintió el deseo de hacer alguna réplica mordaz. Pero mientras tomaba aliento antes de hablar, Rigg le rozó el dorso de la mano, con un mensaje muy claro: «Paciencia. Esperemos.»

Había sido divertido correr por la pasarela cuando recalaban en los diversos pueblos de la ribera. Pero eso era cuando Umbo era libre. Ahora tenía prohibido abandonar el barco, de modo que al cruzarla se sintió casi como si recorriera el camino al cadalso.

Acababan de asegurarse de que sus bolsos y sus baúles estaban convenientemente guardados cuando reapareció el general y les dijo:

—Maese Rigg, el capitán de la nave ha tenido la amabilidad de prestarme su camarote. ¿Os importaría que empezásemos ahora vuestro interrogatorio?

Dijo la palabra «interrogatorio» con una leve sonrisa en los labios, sin duda con el propósito de disipar sus miedos y dejar claro que se trataba de una conversación inocente e informal. Pero la palabra que había escogido había sido ésa y probablemente no por accidente. Por muy amable que pareciese el general, seguía teniendo el poder de someterlos a tortura o hacer con ellos lo que se le antojase, y por mucho que hubiera dicho que no se les podía considerar culpables hasta que un tribunal se hubiera pronunciado, Umbo no podía estar tranquilo.

Al ver que Rigg se colocaba junto al general y comenzaba a andar con él hacia el camarote del capitán, Umbo fue con ellos, sencillamente porque no se le ocurrió hacer otra cosa. Pero el general se dio cuenta al instante y, con un gesto, le indicó que los dejara solos. Al parecer se trataría de un interrogatorio individual. No obstante, Umbo estaba seguro de que en algún momento le tocaría a él.

No podía quedarse merodeando junto a la puerta con la esperanza de oír la conversación, así que Umbo se dirigió a la cocina, donde el cocinero le gritó que se largara.

—Sólo quería ayudar —dijo Umbo.

—¿Y tú qué sabes de cocina?

—En Vado Otoño todo el mundo dice que sé cocinar —dijo Umbo—. El hombre que se muere de hambre por no tener una esposa que le cocine no sirve de nada.

—¿Eso es un proverbio, o algo así? —preguntó el cocinero.

—Sí, señor —respondió Umbo.

—Pues entonces has llegado a un lugar lleno de auténticos inútiles —dijo el cocinero.

—Gracias, señor —contestó Umbo—. ¿Significa eso que puedo ayudar?

—Si rompes un solo plato, te zurro en la cabeza, te rompo el cráneo y lo abro como si fuera un huevo cocido.

—Espero que no se corra la voz de que no le hacéis ascos a la carne de muchacho para reemplazar el cordero o el cerdo en vuestros estofados.

—Tampoco pasaría nada si fuera así —dijo el cocinero—. En esta bañera, o comes lo que sirvo o pruebas suerte en ese río dejado de la manos de los santos.

Al cabo de unos instantes, el cocinero tenía a Umbo haciendo recados, lo que para el chico era como volver a estar en casa. No tuvo que ocultarse ni desviarse demasiado para ir a mirar en el sitio donde había ocultado el cuchillo y comprobar que seguía allí. Pero de momento no lo sacó del escondrijo. Aún no sabía si el Ejército estaba al corriente de la existencia de la antigualla. El general parecía sentir una verdadera obsesión por las cosas antiguas, así que era mejor que no supiera nada de la única cosa que Rigg sí que había robado.

Finalmente, el cocinero lo puso a mondar nabos para preparar el puré para el desayuno del día siguiente. Era un trabajo lento, pero al menos se podía hacer prestando la atención justa para impedir que uno de tus dedos acabase en la comida.

Y así, mientras mondaba y cortaba en rodajas, Umbo pensó en lo que sabía que iba a tener que hacer. De algún modo debía averiguar cómo podía remontarse en el tiempo, hasta aquella misma mañana para transmitir sus advertencias a Rigg y a sí mismo.

Su futuro yo podría haber tenido la amabilidad de darle alguna pista sobre cómo podía hablar con la gente del pasado, ¿no?

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