Authors: Orson Scott Card
Una cosa estaba clara: Padre no había conseguido aquellas gemas ahorrando con las pieles que vendían.
En aquel momento se acordó de cuando tiró el dinero sobre el mostrador de la taberna de Hogaza y se preguntó lo que pensaría Tonelero si le mostraba el resto de las gemas y le preguntaba cuánto calculaba que podían valer entre todas. Pero no iba a hacerlo, claro está. Dudaba que hubiera un solo joyero en toda la ciudad capaz de comprar al contado una sola de ellas. Lo que harían sería entregar una cantidad a Tonelero a modo de depósito y luego pagar el resto cuando hubieran vendido la piedra a un joyero de Aressa Sessamo.
Pero el contrato con el joyero bastaría para que Tonelero le adelantara a Rigg cualquier cantidad razonable de dinero que quisiera pedir, hasta quizá un par de dorados. ¿Sería un reguero demasiado para un banquero de O? ¿Dónde iba a gastarlo? El resto del valor quedaría consignado en una carta de crédito que Rigg llevaría a Aressa Sessamo. Allí, dividiría los fondos entre varios bancos respetables y nombraría representantes acreditados para que compraran y administraran tierras y negocios en su nombre.
Todo esto Rigg lo había estudiado en su momento como una serie de problemas teóricos. La idea de llevarlo a la práctica en la realidad, con los costes reales que sufriría si se equivocaba o alguien lo engañaba, era desalentadora. «¿Así es como me voy a pasar la vida? ¿Persiguiendo a administradores y banqueros, asegurándome de que son relativamente honrados, decidiendo el futuro de otros hombres por mi capricho a la hora de comprar y vender? Yo lo que amo es el bosque, no las salas como las de la guarida de Tonelero, por muy luminosas que sean sus ventanas.»
Una vez todas las copias firmadas, todos los documentos plegados y la joya de color azul guardada en una cajita, Tonelero estaba radiante. Rigg sospechaba que la aparición de aquella piedra había triplicado de un golpe —al menos— los activos de su banca. En poco tiempo, la mayoría de los fondos se trasladarían a bancos de Aressa Sessamo, pero cada mano por la que pasaran el dinero o la piedra obtendría suculentos beneficios y la reputación de Tonelero mejoraría entre todos los hombres de negocios de O, pues la historia se propagaría. El propio Tonelero se encargaría de que así fuese.
—En modo alguno quisiera echaros —dijo el banquero—, pero debo marcharme para hablar con los joyeros y oír sus ofertas, y para ello debo cerrar el banco y salir a las calles con mi guardia, Beck.
—¿No será un poco inusual? —preguntó Hogaza con su acostumbrada prudencia—. ¿No alertará a la gente de que lleváis algo valioso encima?
—Hacéis bien en preguntarlo —dijo Tonelero—, pero siempre me acompaña cuando salgo de día y todo el mundo sabe que nunca llevo dinero encima en tales ocasiones. No habrá peligro… hasta que alguno de los joyeros comience a largar. —En ese momento su rostro enrojeció un poco, porque «largar» no era una palabra digna de un hombre de su categoría.
«No se preocupe, señor Tonelero —pensó Rigg—. Aquí todos somos impostores.»
Menos de una hora después, estaban instalados en unos aposentos de la primera casa de huéspedes que les había recomendado Tonelero.
—¿No vamos a ver las otras dos? —preguntó Umbo.
— Ésta ya es lo bastante buena y yo necesito un baño —dijo Hogaza. Despidió a los criados con un gesto y se quedaron solos.
—Le he pedido que nos recomendara tres hospederías —dijo Rigg— para que Tonelero supiera que no íbamos a dejar que nos indicara un establecimiento con cuyo propietario tuviera un acuerdo para llevarse un porcentaje de lo que gastáramos.
—¿La gente hace eso? —preguntó Umbo.
Hogaza se echó a reír.
—Lo más probable es que tenga acuerdos con los tres. Y espías para vigilar nuestros pasos, también. Lo tengo por un hombre muy cauteloso.
—Pero había que guardar las apariencias —dijo Rigg.
—Apariencias —resopló Hogaza—. ¿Dónde has aprendido a hablar así? Lo hacías tan bien con Goteras y conmigo que pensé que estabas dándote aires, ¡pero nunca como con Tonelero!
—Creí que ese viejo se había mojado los pantalones —murmuró Umbo.
—Con Goteras y contigo he utilizado un acento educado, porque la gente del curso bajo suele tener dificultades para entender cómo hablamos en Vado Otoño —dijo Rigg—. Pero con Tonelero no bastaba con un acento. Él necesitaba un dialecto señorial y una actitud a medida. ¿Me habría servido de algo hacerme pasar por rico contigo? —preguntó a Hogaza—. ¿O con Goteras?
—Conmigo no, y mucho menos con ella.
—Por eso con vosotros hablaba como un muchacho de cierta educación, pero criado en un pequeño pueblo del curso alto. Padre siempre decía: «Si hablas como alguien acostumbrado a que lo obedezcan, te obedecerán. Pero si hablas como alguien que tiene miedo de que lo desobedezcan, te despreciarán.»
—¿Y qué más decía? —preguntó Umbo—. A mí nunca me enseñó eso.
No tenía sentido explicarle a Umbo que Padre se pasaba todos los días enseñando a Rigg cosas que él pensaba que nunca le servirían de nada, y poniéndolo luego a prueba sobre lo que había aprendido.
—No me habría importado que, entre todo lo que decía, me hubiera dado alguna pista de dónde encontró una piedra tan valiosa como ésa.
—O más bien las diecinueve —dijo Hogaza—. Creo que lo que llevas en la entrepierna vale más que todo lo que contienen estas murallas. —Y entonces se echó a reír—. Pero eso es lo que piensan todos los jóvenes, ¿no?
Tres baños y una cena más tarde, mientras dormían en cómodas camas, cada uno de ellos en su propio cuarto, alguien llamó delicadamente a la puerta. Hogaza fue a abrir. Rigg supuso que se trataría de un mensajero del banquero, pero no… Era el banquero en persona. Hogaza lo hizo entrar en el salón, donde, sin perder un instante, les expuso la razón de su presencia.
—Los tres joyeros han dicho lo mismo, mi señor —le explicó Tonelero a Rigg—. La piedra es en todos los sentidos lo que esperábamos que fuese, pero, ay, también es más, mucho más. Se trata de una gema famosa, reconocible por marcas concretas que cada uno de ellos identificó sin mediar mención alguna por mi parte. Uno de ellos me contó que era la pieza central de la ancestral corona de una familia real del lejano noroeste. La obtuvo como premio en batalla un gran general, un héroe. Yo creía que el hombre era una mera leyenda, no un personaje real, pero el joyero daba crédito a su existencia. Según la historia, la arrancó de la corona de un golpe, el cual dejó las marcas en la piedra, y luego se la regaló a su gran amigo, el héroe conocido como el Centinela, quien según dicen, caminaba por las fronteras entre los mundos. Al margen del proceso por el que la piedra azul celeste del Centinela terminara en manos de vuestro padre, se trata de la misma que me habéis entregado, están seguros de ello. Su valor supera en tal medida el bolsón de la tasación original que ninguno de ellos quiere comprarla, pues no saben a quién podrían vendérsela.
Rigg sintió una punzada de temor al oír la velada referencia hecha por Tonelero al modo en que la piedra podía haber terminado en manos de Padre. ¿Pensaba declarar que era robada? No, en tal caso, el Consejo de la Revolución la confiscaría y Tonelero no vería ni una gorrina. No, Tonelero sólo estaba explicándoles que no sabía cómo venderla. Rigg se tranquilizó y empezó a trazar planes para salir de aquella situación.
Mientras tanto, Hogaza preguntó:
—¿Cuánto más que un bolsón?
—Sin comprador, ¿quién puede saberlo? Un brinco, como mínimo. Pero ¿quién, en esta República Popular, posee dinero suficiente para comprarla, o para admitir que lo ha hecho, sabiendo que le sería arrebatada al instante?
—¿Y por qué supone eso un problema? —preguntó Rigg—. Sólo habría que vender la joya en privado a alguien que supiera lo que vale y no revelara a nadie que la tenía.
—Pero en ese caso el precio sufriría un drástico recorte. En lugar de cincuenta bolsones, no llegaría ni a los cinco. Y muy probablemente ni eso. Puede que dos.
—¿Y un consorcio? —preguntó Rigg—. ¿No podrían plantearse la adquisición y venta de la pieza entre los tres?
—Tal vez, si alguien se lo sugiriera. Quizá formando una sociedad entre los tres, de la que también yo podría ser copartícipe…
—¿Para reemplazar vuestra comisión con un porcentaje de los beneficios?
—Salvo que su señoría esté en desacuerdo… —dijo Tonelero.
—No soy un señor. O al menos, si lo soy, mi padre nunca me lo dijo. Llamadme maese Rigg y nada más, os lo ruego.
—Claro, señor —dijo Tonelero.
—Parece que tendré que quedarme aquí más tiempo del previsto. Pero confío en que podáis poner en práctica el plan que os he expuesto. Supongo que un joyero en Aressa Sessamo venderá la piedra en secreto al modesto precio de tres bolsones, de los cuales entregará dos y medio a la sociedad de la que hemos hablado, y luego se me hará entrega a mí de dos bolsones, asegurándoseme de que cada uno de sus miembros sólo está ganando un reguero —lo dijo con una sonrisa, y meneó la cabeza para acallar las protestas de Tonelero—. No tengo nada en contra de que alguien haga su fortuna con los beneficios, señor Tonelero —le dijo.
—No puedo estar de acuerdo con lo que proponéis, por muchos beneficios que pudiera reportarme —dijo Tonelero—. La piedra no tiene precio.
—Sin embargo, yo necesito que se lo pongáis.
—Pero aunque todo saliera conforme a vuestras predicciones, maese Rigg, sólo obtendríais un veinticinco por ciento del valor real de la gema.
—Mi padre sabía perfectamente que me costaría venderla cuando me la entregó. Si la hubiera valorado más que el dinero que se podría obtener de su venta, se la habría llevado consigo.
Todos lo miraron con una mezcla de asombro y consternación.
—No es más que la broma que él habría hecho. No podía llevarse la gema, así que me la dejó a mí. A mí no me sirve de nada salvo para obtener dinero, un dinero que necesito. Así que canjearemos esta preciosa reliquia por el dinero que se pueda obtener por su venta, no por el precio de su fama. Entre tanto, tendré que usar mi imaginación para averiguar cómo llegó la joya del héroe a manos de mi padre, puesto que él ya no puede contármelo. Manos a la obra, señor Tonelero, y cumplid con lo que os pido lo antes posible. Y he aquí un incentivo para azuzaros: los costes de nuestro alojamiento saldrán de vuestros beneficios en la venta, no de los míos.
Tonelero sonrió.
—Yo mismo iba a proponerlo.
—Ya decía yo que no estabais satisfecho con vuestros tres cuartos de punto —dijo Rigg, todavía sonriendo.
—Os mostrasteis generoso en extremo, señor —dijo Tonelero—. Sois vos el que ha propuesto la idea del consorcio y no he visto razón para que los joyeros hicieran una fortuna mientras yo me contentaba con mis tres cuartos de punto… que habrían supuesto una suma magnífica de no haber sabido yo que los beneficios de los demás serían mucho mayores.
—Yo también entiendo de beneficios —dijo Rigg— y no os censuro por vuestra actitud. Únicamente os pido que se mantengan en secreto tanto los términos del acuerdo como el nombre del vendedor, pues no quisiera adquirir fama de ingenuo. Y que quede una cosa bien clara: averiguaré, a su debido tiempo, lo que ha pagado el comprador privado por la piedra y si mi parte fuese inferior a las dos terceras partes del montante, iré a veros, acompañado por mis abogados si tenéis suerte.
Lo dijo con un tono tan alegre que casi se podía obviar el hecho de que contenía una amenaza de venganza sangrienta. Tonelero respondió con la misma alegría, pero sin perder detalle de la amenaza.
Después de su marcha, Rigg se volvió hacia Hogaza al instante y dijo:
—También tu tarifa aumentará.
—Mi tarifa será la convenida —dijo Hogaza.
—Si hubiera sabido lo que valían las gemas, nunca habría accedido a pagarte tan poco.
—Y si yo hubiera sabido lo que valía una sola de ellas, nunca habría accedido a traeros hasta aquí —respondió Hogaza—. Ahora me doy cuenta de que esto me superaba incluso antes de que le mostraras la piedra a Tonelero. Es demasiado grande para mí. La tarifa acordada era justa en su momento y sigue siéndolo ahora.
Rigg no protestó más, porque estaba razonablemente seguro de que en su momento, cuando lo hablara con Goteras, ella convendría en que un sustancial aumento de la tarifa no iba a empobrecer a Rigg y estaba justificado teniendo en cuenta los riesgos que había corrido Hogaza sin saberlo. ¿Para qué discutir de momento con Hogaza, cuando Goteras ya lo haría más tarde?
Al final, el consorcio tardó casi dos semanas en constituirse. En este tiempo, Rigg, Umbo y Hogaza se familiarizaron más con las tabernas, los restaurantes, las galerías, las tiendas, los parques, las librerías, las bibliotecas y el resto de la oferta recreativa de O de lo que ninguno de ellos hubiera esperado. Pero la espera mereció la pena, puesto que la venta alcanzó una suma superior a la estimada por Rigg, y su parte ascendió a tres bolsones.
El último día, Rigg volvió del banco de Tonelero con un dorado y doce luminarias, una de los cuales le pidió que le cambiara allí mismo por 120 marjales, la tasa de intercambio en O entre la moneda del río y la de la República Popular.
También llevaba dos documentos, firmados por testigos. Uno de ellos era una carta de crédito por valor de dos bolsones, que Rigg colocaría en depósito en uno o más bancos de Aressa Sessamo, a los que se transferirían los fondos… posiblemente sin llegar a pasar nunca por O ni por el banco de Tonelero.
El otro documento era un certificado de depósito por un valor de un bolsón al tres por ciento, garantizado por el patrimonio personal de Tonelero, que se enumeraba en parte. En términos prácticos, Rigg había comprado el banco y se lo había prestado a continuación a Tonelero por una tasa de interés anual del tres por ciento. Si pedía la devolución de cualquier parte de su dinero y Tonelero no podía (o no quería) reintegrársela, el documento otorgaba a Rigg el derecho a enajenarse, sin pasar por los tribunales, todas y cada una de las posesiones de Tonelero.
La confianza entre amigos era una cosa estupenda en los negocios, pero la presencia de una sólida documentación legal ayudaba a mantener la amistad incluso en casos de dilatada ausencia o de largas distancias.
Y en la mente de Rigg, así como en las de Hogaza y Umbo, estaba muy presente el hecho de que aún llevaba, colgadas de una cuerda alrededor de la cintura, otras dieciocho gemas de quién sabía qué valor. Era posible que no fuesen reliquias de un pasado intemporal. Rigg podía haber elegido, por pura casualidad, la única gema de la bolsa que valía más de un reguero o dos. Pero hasta eso sería suficiente para comprar todo cuanto había en Vado Otoño sin apenas acusar el desembolso. Era una riqueza que excedía su capacidad de cálculo. Si Rigg hubiera querido gastarla entera, no habría sabido por dónde empezar. Podía derrochar verdaderas fortunas durante todos los días de su vida sin llegar a conseguirlo.