Pathfinder (15 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—¿Y por qué ibas a hacer tal cosa por nosotros? —preguntó Rigg.

—Por dinero, niño estúpido. Soy un hombre honrado, pero no rico. Iremos al banco y cuando el banquero, un hombre llamado Tonelero, os dé el dinero, habrá una comisión para mí. Y no temáis que os estafe. Dejaremos que el banquero establezca la comisión. Un precio justo por protegeros y llevaros hasta allí.

—Ese banquero es amigo tuyo, no mío —dijo Umbo.

—Pero sois vosotros los que tenéis las piedras, no yo —dijo Hogaza—. Y eso lo convertirá en amigo vuestro, no mío. —Luego señaló a Rigg—. O más bien suyo y no nuestro.

—¿Qué clase de nombre es «Tonelero»? —preguntó Umbo—. No me digas que por aquí los toneles se llaman «bancos»…

—La ciudad en la que vive tiene una ley por la que los nombres se transmiten de padres a hijos y de maridos a esposas, independientemente de que hagan honor a la realidad. Hace tiempo, un pariente suyo fue tonelero y eso es lo único que significa.

—Me parece un modo absurdo de bautizar a la gente —dijo Goteras.

Hogaza se volvió de nuevo hacia Rigg.

—Os cobraré por llevaros hasta allí, pero será un dinero ganado honradamente, puesto que, sin mi ayuda, es muy probable que acabéis muertos antes incluso de salir de El Atraque de Goteras.

—¿Es el nombre de la taberna? —preguntó Rigg, pensando que habría sido mejor que la bautizaran con el nombre de Hogaza, que sugería algo comestible, en lugar de con aquello, que parecía una invitación a mantenerse alejado de allí en las noches lluviosas.

—Es el nombre de la ciudad entera —dijo Goteras.

—¿Se lo pusieron por ti? —preguntó Umbo.

—Puede que sí o puede que no —respondió la posadera.

—¿Este nido de termitas? —intervino Hogaza—. Lo llamaban de dieciséis maneras distintas hasta que llegamos aquí y les dijimos que si no se decidían por un nombre concreto, no construiríamos aquí nuestra posada. Les sugerí que le pusieran mi nombre, así que le pusieron el de ella para demostrar que no tienen que hacer lo que se les dice, aunque sea un buen consejo. La población se ha triplicado en los quince años que llevamos aquí.

—¿Qué más da que la ciudad tenga un nombre? —preguntó Umbo.

Hogaza puso los ojos en blanco.

—Me estoy imaginando al especulador de tierras diciendo: «¡Venid, comprad una parcela aquí y construid una casa en una ciudad tan dejada de la mano de los santos que no tiene ni nombre!» O al viajero: «Vamos a pernoctar en la posada de esa ciudad, ya sabéis, la que no tiene nombre.»

—Creo que ya lo han entendido —dijo Goteras.

Rigg quería saber cuál era el plan.

—Bueno, entonces vamos a ir a… la ciudad del banquero llamado Tonelero…

—¿Ésa tiene nombre? —preguntó Umbo—. ¿O van a esperar a que os mudéis allí para ponérselo?

—El Atraque de Goteras es una ciudad reciente —dijo Hogaza—. La otra lleva allí dos veces cinco mil años. Es la más vieja del mundo. Nadie recuerda siquiera en qué lengua le pusieron su nombre.

—Se llama «O» —dijo Goteras.

—Y tiene la Torre de O —añadió Hogaza como si eso lo dijera todo.

—No debía de haber muchas ciudades en el mundo cuando la bautizaron —dijo Rigg—. ¿Hay más ciudades con nombres de vocales?

Hogaza miró a su mujer, puso los ojos en blanco y al fin dijo:

—Va a ser un largo viaje. —Luego se volvió hacia Rigg—. Para responder a la pregunta que deberíais haber hecho, creo que, antes de salir para O, vamos a compraros algo de ropa que no llame la atención. Ni demasiado cara ni demasiado barata, desde luego no de cuero fibroso y tampoco a la última moda del curso alto del río. Tú —dijo señalando a Umbo— te harás pasar por mi hijo, así que vestirás como yo.

—Qué emoción —murmuró Umbo.

—Y como un hijo, recibirás un cachete en la cabeza cada vez que te hagas el listillo, como ahora —dijo Hogaza.

—No, de eso nada —dijo Rigg mientras se acercaba a Umbo.

—Si quisiera que me pegaran —dijo Umbo—, me habría quedado en casa. Mi padre lo hacía de sobra. Y gratis.

Goteras se echó a reír.

—Está de broma, bobos. Ésta es una ciudad dura y la violencia no escasea, pero Hogaza nunca le ha puesto una mano encima a nadie, salvo para echar a los alborotadores.

—Me aburrí de hacer daño a la gente cuando estaba en el ejército —dijo Hogaza—. No os pondré un dedo encima.

Umbo se relajó y Rigg también.

—Umbo es mi hijo —continuó Hogaza— y Rigg será el hijo de mi cuñado, cuyos padres tienen algo más de dinero que nosotros. Estaba de visita y lo llevamos a reunirse con los hombres de su padre en O.

—¿Y para qué tantas mentiras? —preguntó Rigg.

—Para explicar por qué vas a llevar ropa mejor que la nuestra. Cuando nos veamos con Tonelero, debe creer que eres lo que dices ser. La carta tiene valor, pero no tanto como piensas porque no está dirigida a él. No conoce a Vagabundo más que yo. Así que, cuando te vea, tiene que ver a un muchacho que podría venir de una familia con dinero.

—Si el banquero descubre nuestras mentiras —dijo Rigg—, lo más probable es que no crea que las piedras son mías.

—Bueno, pues cuéntale la verdad hasta donde necesite saber. Reservaremos las mentiras para la gente entrometida del camino, para explicarles por qué vistes de manera distinta a nosotros. Y por qué hablas mucho mejor que tu amigo.

—¡Eso no es verdad! —dijo Umbo, ofendido.

—¿Es que estás sordo, chico? —preguntó Goteras—. Rigg habla como si hubiera ido a la escuela. Pronuncia las palabras con total claridad.

—¡Yo he ido a la escuela! —protestó Umbo.

—Me refiero a una escuela del curso bajo —dijo Goteras—. De vez en cuando pasa por aquí alguien así. ¿De verdad no notas la diferencia en su forma de hablar?

—Habla como su padre —dijo Umbo—. Como es lógico.

—A eso me refiero —dijo Hogaza—. Tú hablas como un privo y él como un muchacho estirado de la escuela. Habla como alguien con dinero.

—Vaya, así que sólo yo hablo como lo que soy —dijo Umbo.

—Y por eso tú vas a ser mi hijo —dijo Hogaza— y él mi sobrino rico. Pero ¿por qué estamos teniendo esta discusión? Además, seré yo el que se encargue de hablar. Si alguien os pregunta, no respondáis, limitaos a mirarme. ¿Entendido?

—Sí —dijo Rigg.

—Qué estupidez —dijo Umbo.

—Eso lo dices porque el dinero no es tuyo —respondió Goteras.

—Ni tuyo —replicó Umbo.

—Este niño nunca se cansa de discutir —refunfuñó Hogaza.

—Por eso es tan buen amigo —dijo Rigg.

—Algo del dinero sí que es nuestro —dijo Goteras a Umbo—. A cambio de la ropa que vamos a compraros, de los pasajes, de los dos días que Hogaza pasará lejos de aquí y de los mozos a los que tendré que contratar para mantener el orden durante ese tiempo. Si no le sacamos un razonable beneficio al noble servicio que os estamos prestando, es que eres un maldito roñoso y él otro.

—Os pagaré lo justo —dijo Rigg—. Y, para que lo sepáis, Umbo habla como hablan los chicos educados en Vado Otoño, pero Padre me enseñó a hablar con distintos acentos y en varias lenguas diferentes. En casa hablo como Umbo, pero durante los últimos días he estado hablando como me dijo Padre que hablan en Aressa Sessamo, para que la gente me entendiera mejor y se riera menos.

—Claro —dijo Hogaza—. Es la ciudad imperial. Y parece que tu padre quería que viajaras.

Rigg se acordó de haberle dicho a Padre que ya sabía todo lo que necesitaría saber en su vida… pero Padre sabía desde el principio que Rigg no pasaría toda la vida como trampero en las montañas. Puede que no le hubiera contado todo sobre su futuro, pero desde luego se había encargado de que pudiera comunicarse allá a donde fuese. Incluso era posible que llegara el día en que toda la astronomía y la física que le había enseñado le sirvieran de algo. Quizá fuese importante que Rigg supiera que el Anillo estaba hecho de polvo y de piedras diminutas que daban vueltas alrededor del mundo y que de noche resplandecían porque reflejaban la luz del sol. ¡Menudo viaje sería ése!

Fueron a comprar la ropa aquella misma mañana. El sastre les tomó las medidas y el encargo llegó por la tarde: dos mudas completas para cada uno de ellos, en tejidos distintos

—¿Por qué necesito dos ? —preguntó Umbo.

—Para tener algo que ponerte mientras lavas la otra —dijo Goteras—. Aunque no me sorprende que no tengas mucha costumbre de lavar la ropa.

Rigg los interrumpió antes de que tuvieran tiempo de volver a pelear.

—Bueno, ¿abro una de las costuras para guardar las piedras? ¿Y en cuál de los dos pantalones? La verdad es que no me gustaría llevar puesto el que no debo si un ladrón me roba el otro o si tengo que escapar corriendo de alguien.

—Las piedras no son muy grandes —dijo Umbo—. ¿No puedes guardarlas en una bolsa y llevarla en el bolsillo, sin más?

Hogaza no quiso ni oír hablar de eso.

—Los rateros te desplumarían en menos que canta un gallo. No guardes en un bolsillo nada que pretendas conservar mucho tiempo.

—Haré un cordel para que te lo puedas poner alrededor de la cintura, bien atado —dijo Goteras—. Puedes colgar una bolsa pequeña de él, por dentro de los pantalones, delante. Nadie lo notará y si lo notan, pensarán que son tus partes.

—Las joyas de la familia —dijo Umbo con una risilla.

Pero en ese momento, Rigg vio algo en los ojos de Umbo, una emoción que fue incapaz de identificar, un brillo diferente. Y pensó: «No me ha perdonado del todo por la muerte de Kyokay. Antes era distinto, cuando no sabía lo de las piedras. Así podía perdonarme. Pero ahora piensa que soy rico y sabe que se lo he ocultado y eso lo cambia todo. Cree que tiene razones para no fiarse de mí. ¿Significa eso que las tengo yo para no fiarme de él?»

Tardaron cuatro días en llegar en barco hasta O. Lo primero que dijo el capitán cuando compraron los pasajes fue: «¿Peregrinos?» Hogaza les explicó que cada año, miles de personas acudían a visitar la Torre de O. Sin embargo, al capitán le contó la historia que habían acordado y Rigg se dio cuenta de que la parte más importante era la de reunirse con los «hombres de su padre». De este modo, el capitán sabría que alguien los esperaba, un hombre poderoso. Así estarían a salvo a bordo de su nave.

Al principio, el viaje en barco fue agradable. El río era el que hacía todo el trabajo. Hasta los ribereños que iban a bordo tenían poca cosa que hacer. Estaban allí para el viaje de vuelta, cuando tendrían que usar las pértigas y los remos para remontar la rápida corriente. Pero de momento no hacían otra cosa que holgazanear en la cubierta donde debían permanecer los pasajeros; Hogaza, Rigg y Umbo los imitaban.

Al menos hasta que a Rigg comenzaron a picarle las piernas por falta de uso. Padre nunca le había dejado pasar un solo día de asueto. Ni siquiera cuando enfermaba, cosa que no sucedía con frecuencia. Umbo parecía contento y Hogaza estaba en el séptimo cielo, dormitando día y noche.

En una de estas ocasiones, mientras Hogaza dormía y Rigg estaba paseando de un lado a otro del corral —pues eso es lo que parecía la pequeña plataforma rodeada por una cerca en la que viajaban—, Umbo se le acercó.

—¿Por qué no puedes estarte quieto?

—No tengo mucha práctica —dijo Rigg—. La pereza también requiere talento.

—¿Y ahora qué es lo que ves? ¿También hay rastros en el río? Aquí la gente no anda, salvo los chiflados. Se limitan a permanecer sentados. ¿Dejan un rastro aunque no se muevan?

—Sí —respondió Rigg—. Se desplazan en el espacio, así que dejan un rastro.

—Muy bien, eso plantea otra pregunta. En la escuela aprendí que el mundo es un planeta que se mueve por el espacio, lo mismo que el Sol. Entonces, si el mundo se mueve, ¿por qué no dejamos rastros por el espacio? Si el mundo es como un barco, aunque estemos parados, tendríamos que dejar un rastro en el espacio, porque el mundo nos mueve aunque estemos aquí sentados.

Rigg cerró los ojos y se imaginó cómo se perdían todos los rastros en el espacio.

—Debería ser como dices —respondió al fin—. Pero no lo es. Es lo único que yo sé. Los rastros permanecen donde está la gente, tanto en tierra como en un barco. Así que supongo que hay algo que mantiene los rastros pegados en el sitio exacto de Jardín por el que se ha movido la gente, por muchos años que hayan pasado. No lo sé.

Umbo guardó silencio un rato y Rigg pensó que la conversación había terminado. Pero Umbo ya estaba pensando su siguiente pregunta.

—¿Podemos hacer algo en el barco? —dijo—. Me refiero a lo que hacemos, ya sabes.

—No veo cómo —dijo Rigg—. La tripulación me vería moverme y se preguntaría qué estoy haciendo. Y como te he dicho, no hay rastros en el barco, están todos en el agua, donde otros barcos llevaron a la gente. Y los nuestros están detrás de nosotros, flotando a nuestra misma altura sobre el agua. Estoy viendo el tuyo río arriba.

—Mucho mejor. Puedes esperar a que pase alguno de ellos por esta plataforma y entonces haces algo.

—¿Y qué hago? ¿Darle a un pobre desgraciado un empujón y tirarlo al agua hace quinientos años? Si no sabe nadar, sería un asesinato.

Umbo suspiró.

—Es que me aburro.

—Tengo una idea mejor. Vamos a tratar de enseñarnos el uno al otro lo que sabemos hacer.

—Nadie nos ha enseñado a hacerlo —dijo Umbo.

—Eso no es verdad. Padre te ayudó, ¿no? Te ayudó a perfeccionar y concentrar tu don.

—Sí, bueno, eso es verdad, pero ya sabía hacerlo, él sólo me entrenó.

—Pues es posible que, en lugar de no tener nada del poder del otro, lo tengamos en tan pequeña medida que nunca nos hayamos dado cuenta —dijo Rigg—. Así que puedes tratar de explicarme lo que haces mientras lo haces y yo te señalaré los rastros cuando pasemos por ellos.

—Es imposible que eso funcione —dijo Umbo.

—Vamos a averiguarlo. Venga, estamos aburridos, así al menos haremos algo.

—Calla —dijo Umbo—. Creo que Hogaza está despertándose…

—Si es que no ha estado despierto desde el principio, escuchándolo todo.

Umbo arrugó el gesto.

—Eso sería muy propio de él.

Pero Hogaza no parecía haber oído nada. Se portó con absoluta normalidad al despertar: malhumorado, respetuoso y solícito al mismo tiempo.

—Has trabajado en el río, ¿verdad? —le preguntó Rigg.

—Nunca —respondió Hogaza.

—Pero eres tan musculoso como esos hombres.

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