Authors: Orson Scott Card
—Diecinueve veces más probabilidades de que se produzca una terrible confusión entre colonias que tienen exactamente el mismo personal —dijo Ram—. Diecinueve veces más probabilidades de encontrarnos con rivalidades a muerte, adulterios e incluso asesinatos. Una comparación constante entre las vidas de personas con los mismos nombres, ADN e incluso huellas dactilares. Y al final, nuestras diecinueve naves poblarán el mismo mundo.
—No tenemos mundos factibles para las restantes naves —dijo el prescindible—. Y sólo tenemos un capitán.
—Una de las grandes ventajas de colonizar un planeta nuevo es que si un desastre se abate sobre uno de los mundos humanos, no afectará a los demás, de modo que un único suceso no extinguirá a la especie humana entera.
—Salvo la explosión del centro galáctico —dijo, solícito, el prescindible.
—Sí, existe esa posibilidad, pero no podemos hacer gran cosa al respecto.
—Aún —respondió el prescindible.
—Entre tanto —dijo Ram—, creo que existe otra situación en la que podríamos ahondar. El plan siempre fue que la especie humana quedara instalada en dos planetas distintos. Lo que nadie esperaba es que la nueva colonia quedara separada por más de once mil años de la cultura tecnológica de la que procedemos. Ahora mismo es imposible que existan interferencias entre la Tierra y este mundo. Esto es como las islas Galápagos. Tenemos la oportunidad de ver adónde lleva la deriva genética a dos versiones de la raza humana en completo aislamiento durante más de cuatrocientas generaciones.
—Técnicamente hablando, sólo este mundo tendrá cuatrocientas cuarenta y siete generaciones, usando la media de veinticinco años por generación —dijo el prescindible—. En la Tierra no pasará un solo segundo.
—Así que nosotros experimentaremos la deriva genética y ellos no —dijo Ram—. Nosotros evolucionaremos y ellos no.
—Once mil años no es tanto tiempo en términos evolutivos —dijo el prescindible—. Las poblaciones humanas que quedaron separadas durante setenta mil años por la gran sequía africana no perdieron la compatibilidad genética.
—Probablemente no fuese una separación completa —dijo Ram—. Si hablamos del cuello de botella genético que se produjo tras el estallido del monte Toba, sólo duró unos veintidós mil años. Y se sabe que el grupo de la zona sudafricana poseía conocimientos náuticos, puesto que colonizó toda la zona circundante al Índico, Australia y Nueva Guinea.
—He utilizado el periodo más largo para ilustrar mi argumento —dijo el prescindible—, pero incluso el cuello de botella genético al que aludes se prolongó el doble de lo que va a durar el aislamiento de esta colonia.
—Y al llegar a su final, los humanos eran distintos. Tenían las piernas más largas y eran más livianos. Eran corredores de fondo, capaces de seguir a una presa a la carrera hasta que se desplomaba por falta de oxígeno. Capaces de manejar venablos y hábiles herreros de espadas. Capaces de narrar historias y crear mapas que sus semejantes pudieran usar para desplazarse por tierras extrañas. Pensadores creativos que podían aprender de otros y luego innovar, y adaptarse, y por fin propagar las innovaciones culturales a lo largo de centenares de kilómetros en una sola generación.
—Parece que has estudiado el asunto en detalle —dijo el prescindible.
—Después de tu pregunta sobre la raza humana, naturalmente —dijo Ram—. Diez mil años es tiempo de sobra para producir un cambio real en la especie humana, porque el aislamiento será total.
—Pero tienes una pregunta para nosotros, relacionada con la presencia de diecinueve naves y un solo mundo —dijo el prescindible.
—¿Y si pudiéramos fundar diecinueve colonias, sin que ninguna de ellas supiera nada sobre las demás? No se encontrarían con sus dobles genéticos. No habría rivalidad. Ninguna de ellas triunfaría sobre las demás. Las diecinueve colonias, más la Tierra, dividirían la raza humana en veinte partes. En potencia, nuestra especie podría explorar veinte sendas distintas de desarrollo, desde los puntos de vista genético, cultural e intelectual. Toda la historia del hombre, todas las guerras, los imperios, los inventos, las lenguas, las costumbres y las religiones han evolucionado en menos tiempo del que tenemos aquí. Hay suficiente tierra para crear diecinueve enclaves más grandes que Europa, más grandes que la tierra que se extiende entre Egipto y Persia, más grande que las Américas de los aztecas y los incas.
—Y seguro que los humanos de cada enclave te complacen convirtiéndose en Egipto, Atenas o Tenochtitlán.
—Espero que Tenochtitlán no —dijo Ram—. Me gustaría pensar que conservaremos parte del progreso conseguido en la Tierra y abandonaremos los sacrificios humanos.
—Pero conservarías las pirámides.
—O cualquier otro monumento que levanten. Y si no sólo construyen nuevas cosas, sino que se transforman en una nueva especie, aún humana, pero distinta, tanto mejor. Al menos mientras no traten de destruirse entre sí.
—Tu optimismo y tu ambición demuestran que eres realmente humano, sobre todo porque optas por ignorar que lo más probable es que todos los enclaves terminen como valles aislados, donde gente primitiva que antes recorría los océanos en barcos cargados de cerdos y niños terminen viviendo desnudos en chozas de paja, alimentándose unos de otros.
Ram se encogió de hombros.
—Yo no estaré allí para verlo.
—Como un salmón, engendras a tu descendencia y mueres, dejando que tus huevos eclosionen o no, al capricho del azar.
—Del azar no. De su fuerza y su inteligencia. El azar puede afectar la vida de los individuos, sí, pero la especie humana se labra su propia suerte.
—Estamos sobrecogidos por la nobleza de tu visión, aunque somos conscientes de la vaguedad de tu pensamiento «creativo». Sin embargo, te enfrentas a un problema que tu maravillosamente vaga mente creativa no puede resolver.
—Las vagas y creativas mentes humanas os construyeron a ti y a los ordenadores de las naves —dijo Ram—, precisamente para que resolvierais esos problemas por nosotros.
—Quieres que encontremos un modo de mantener las colonias totalmente aisladas entre sí… hasta tal punto que ni siquiera conozcan la existencia de las demás.
—¡Lo has adivinado! ¡Y dices que no sois creativos!
—No hemos adivinado nada. Lo hemos deducido a partir de la gran cantidad de datos que nos has proporcionado, tanto consciente como inconscientemente.
—Pero aun así no has podido detectar el sarcasmo de mi entusiasmo.
—Lo hemos detectado. Pero, como información, carecía de valor.
Hogaza era un hombre viejo y cansado. Puede que aún pareciera fuerte a los ojos de los demás y que actuara con notable vigor, pero ése era el problema: que se trataba de una actuación. Había cosas que alguien tenía que hacer y él las hacía, pero si hubiera estado solo, si no hubiera tenido responsabilidades, se habría contentado con sentarse en una mecedora, cerrar los ojos y soñar. No los sueños que llegan cuando uno se duerme, sino los sueños de la memoria.
El problema era que la mitad de estos sueños eran desagradables. No porque fueran recuerdos de matanzas, aunque Hogaza había vivido un buen número de batallas. En el frenesí de la guerra, resultaba estimulante cercenar, sajar y matar, sobre todo teniendo en cuenta que, de no haber puesto los cinco sentidos en esta tarea, habría sido él el cercenado, sajado y muerto. No, sus recuerdos más desagradables eran los de palabras que se arrepentía de haber pronunciado o cosas inteligentes que no había dicho porque sólo se le habían ocurrido más tarde.
Las peleas que podría haber evitado. Las que habría querido comenzar si se le hubieran ocurrido los ingeniosos dardos que le habrían proporcionado el placer de un nudillo raspado o un labio partido.
Podía soportar los recuerdos de las oportunidades perdidas porque tenía otros: amigos y enemigos de la infancia, recordados ahora con cariño. Los terribles miedos de la juventud, que ahora sabía indignos. Los anhelos infantiles que, colmados o no, le habría gustado poder volver a sentir.
Su vida con Goteras era buena y no pensaba abandonarla, que es lo que sucedería si se sentaba en esa mecedora para soñar. Tenían que ocuparse de la posada y era algo que merecía la pena hacer. Los ribereños, por mucho que la mayoría de ellos fuesen un puñado de tunantes, necesitaban un lugar seguro para refugiarse y el pueblo necesitaba alguien que mantuviera encendido el fuego de la ambición en aquella pequeña franja de terreno entre el río y el bosque. Siempre estaba esperando que apareciera alguien más con el coraje de hacer las cosas, pero no había nadie más que Goteras y él.
Y lo cierto es que era Goteras la que tenía el coraje. Hogaza se limitaba a actuar como si le importaran tanto las cosas como a ella, porque lo hacía feliz que ella pensara que compartía sus sentimientos.
Así que, en cierto modo, había sido liberador acompañar a los chicos en su viaje río abajo y alejarse de las obligaciones de El Atraque de Goteras. Ella se las arreglaba a las mil maravillas en su ausencia, Hogaza lo sabía perfectamente. Y los chicos, con su magia y su conversación alegre… Eran ambiciosos, al menos Rigg. Estaba decidido a cumplir con el deber contraído con su padre muerto, o al menos eso decía, pero Hogaza veía en él lo que había visto en algunos de los oficiales bajo cuyo mando había servido: el fuego de la esperanza. Rigg quería hacer importante. Quería cambiar el mundo y como era un buen muchacho, quería cambiarlo para bien.
Umbo se parecía más a él. Se contentaba con seguirlo, con dejar que Rigg estableciera los objetivos para el grupo. Y no es que no fuese capaz de rezongar cuando no le gustaban las obligaciones que le imponía la ambición de Rigg. Los buenos soldados siempre están rezongando, pero cumplen con las órdenes recibidas.
Pero cuando capturaron a Rigg, y Umbo y él escaparon del barco y huyeron río arriba, para Hogaza comenzó el que tal vez fuese el periodo más feliz de su vida. Sí, sentía que hubieran arrestado a Rigg y cuando pensaba en lo que podía estar sucediéndole, se preocupaba. Pero la mayor parte del tiempo se limitaba a vivir el día a día con Umbo, como un soldado en marcha, enseñando al muchacho lo que necesitaba aprender y observándolo mientras trataba de hacer cosas que él nunca se habría imaginado haciendo. A Umbo lo consumía la necesidad de descubrir cómo salvar a su amigo viajando hacia atrás en el tiempo, pero como Hogaza sabía que era algo que a él le estaba vedado, era libre de observarlo, alentarlo, protegerlo y, hasta donde era capaz, de amarlo como amaría un padre a su hijo.
De regreso a El Atraque de Goteras, volvió a encontrarse con sus antiguas obligaciones, pero las asumió de buen grado, sabiendo que en cuanto Umbo aprendiera lo que tenía que aprender, volvería a marcharse. Goteras, que también se había dado cuenta, le dijo una vez:
—Es como si no estuvieras aquí, viejo gandul.
Poco sospechaba con qué fuerza lo llamaba la mecedora y con qué gusto se habría sumido en los sueños. Incluso en los sueños de la propia Goteras, mucho más soportables que la exigente mujer que, aunque lo quería, lo agotaba con todas las tareas que le imponía.
Se las imponía, sí, aunque a él se le ocurrieran antes y no esperase a que ella se las ordenara. Siempre lo hacía por ella, aunque Goteras no lo supiera.
«Date prisa, Umbo —sentía deseos de decir—. Volvamos al río, sigamos la corriente hasta O y luego hasta Aressa Sessamo o hasta los límites del cercado, dondequiera que Rigg decida que debes ir. Te ayudaré a hacer el trabajo para tu amigo.»
Así que sintió una gran alegría cuando, una tarde, a última hora, Umbo acudió a él en una visión, una visión de la vigilia, aparecida de repente a su lado mientras cortaba leña detrás de la posada, y le dijo:
—Deja de cortar leña y entra para impedir que Goteras mate a un borracho que se ha vuelto loco. Si sucede en los próximos cinco minutos, es que estoy listo para volver a O.
Hogaza se colgó el hacha del hombro, entró en la posada y, en efecto, había un ribereño que debía de haber bebido algo más fuerte que cerveza antes de llegar y que amenazaba a Goteras con un pesado bastón porque ella se negaba a servirle «un trago de verdad y no esa agua de rosas en la que los ricachones se mojan los deditos». El hombre golpeó la barra con toda la fuerza de su bastón, y nadie tenía más fuerza con un bastón que un ribereño, acostumbrado a bregar todo el día con la pértiga.
Goteras se disponía a sacar la daga que utilizaba para protegerse de hombres demasiado fuertes. Hogaza sabía perfectamente que sólo diez segundos separaban al ribereño de una muerte terrible con una daga clavada en el ojo. Así que, sin pensar, descargó su hacha sobre el lugar en el que había caído el bastón, con cuidado de no aplicar tanta fuerza como para dañar el roble de la barra, pero sí la suficiente para partir el bastón en dos.
Ultrajado por aquel atentado a su embriagada dignidad (por no hablar de los daños recibidos por su bastón), el ribereño profirió un rugido y se volvió hacia Hogaza enarbolando una de las mitades de su bastón, listo para clavársela en la cara al posadero. Hogaza le propinó una patada en la rodilla con su pesada bota, aunque de nuevo midió con cuidado su fuerza, pues sólo quería magullarle la articulación y no romperle el hueso. Una herida como aquélla tardaría mucho en curar y al ribereño se le agotaría el dinero mucho antes de que pudiera volver a subirse a un barco para trabajar. Su problema era que estaba borracho. Sin duda sería un hombre afable cuando no fuese presa de la bebida.
Cayó al suelo aullando de dolor. Hogaza miró a su alrededor en busca de sus camaradas, que no tardaron en acudir para sacarlo a rastras de la posada.
—Tampoco hacía falta darle tan fuerte —le dijo a Hogaza uno de ellos—. No pretendía hacerle daño a nadie.
—Le he salvado la vida —dijo Hogaza— y no tiene la rodilla rota.
—Pero sí dislocada, probablemente —respondió el hombre, malhumorado.
—No dejes que tu amigo beba otra cosa que cerveza y no pasará nada. Los licores fuertes son demasiado para él y lo sabes.
—No le iba a hacer daño a nadie.
—Eso mi esposa no podía saberlo —dijo Hogaza—, aunque fuese cierto, que no lo es, porque creo que ese hombre ha matado antes.
—Sólo por accidente —respondió el otro.
Lo dijo mientras maniobraba para sacar a su amigo por la puerta. De repente se oyó un ruido seco, y la daga de Goteras apareció temblando en la jamba de la puerta, a diez centímetros de su cabeza. El hombre se apartó de un salto, lo que provocó que tanto el borracho como el que trataba de sujetarlo desde el otro lado cayeran al suelo. Se quedaron allí enredados, como dos anguilas, y todos los demás clientes de la posada se echaron a reír como si fuese la cosa más graciosa que jamás hubieran visto, lo cual, aparte de las ocasiones en que algún sujeto de tierra adentro se caía al agua, probablemente fuese cierta.