Authors: Orson Scott Card
—¿Y por qué íbamos a hacerlo?
—Porque es probable que los humanos no puedan digerir la flora y la fauna locales. Las probabilidades de que las proteínas sean como las de la Tierra, deben de aproximarse al cincuenta por ciento, y las de que todos los aminoácidos esenciales estén presentes en las cantidades apropiadas es muy pequeña. Debemos establecer aquí colonias de fauna y flora terrícolas para que los humanos puedan vivir.
—¿En serio proponéis eliminar toda la fauna y la flora de los dos continentes que vamos a utilizar?
—Nuestra intención es llegar al planeta de un modo que aniquile toda la vida de la superficie, o al menos toda la que podamos. Ése era el plan desde el principio, lo supieras o no.
—Entonces, los tres continentes menores…
—Volveremos a sembrar en ellos las formas de vida nativas de Jardín tras la extinción. Éstos son los principales pasos del plan: primero visitamos la superficie de Jardín para reunir una colección lo más completa posible de las formas de vida nativas. Luego lanzamos las naves contra el planeta con el ángulo y la velocidad adecuados para llevar a cabo los cambios necesarios, incluida la extinción masiva. Luego esperamos a que la atmósfera vuelva a ser respirable y volvemos a sembrar el planeta. Antes de que hayan transcurrido doscientos años, despertaremos a los colonos de la hibernación, tú incluido, y os llevaremos a la superficie de Jardín para iniciar la colonización.
—Una extinción… ¿Nuestra llegada va a ser un desastre?
—Ésas fueron las instrucciones que se nos dieron. Y será mucho más fácil de conseguir contando con diecinueve naves.
—¿Cuáles son los otros «cambios necesarios»?
—Como puedes ver, Jardín carece de luna. Debió de capturar un asteroide del tamaño apropiado, pero se encuentra dentro del límite de Roche, razón por la que existe un anillo. Esto proporciona una iluminación notable y continua de noche, así que la fauna nocturna florecerá, pero las mareas son meramente solares.
—¿Vamos a crear una luna?
—Pensaba que no te gustaba ponerte en ridículo.
—Entonces, ¿de qué estás hablando?
—Sin la presencia de una luna lo bastante grande que frene la velocidad de rotación de Jardín, los días duran tan sólo 17,335 horas. Este valor está por debajo de los límites de tolerancia del reloj biológico de los humanos. Hay que reducir la velocidad de rotación para que los días tengan no menos de veinte horas, y a ser posible establecerla en un valor comprendido entre 22 y 26 horas. El plan original era bombardear el planeta con asteroides a la velocidad y el ángulo apropiados, pero con diecinueve naves podemos obtener el resultado deseado lanzándolas todas al mismo tiempo y con el ángulo correcto, en la misma dirección de la rotación, a velocidad suficiente para compensar su menor masa.
—Vais a estrellar las naves contra la superficie.
—Las unidades orbitales, que contienen copias de los ordenadores y de las bases de datos, quedarán separadas a intervalos regulares en orbitas geosincrónicas. Pero el casco principal de cada nave chocará contra el planeta en un ángulo contrario a la velocidad de rotación, sí.
—Lo que nos pulverizará y nos convertirá en pequeños y encantadores cráteres.
—El mismo campo que nos permite bloquear los objetos interestelares que colisionan con nosotros protegerá las naves. De hecho, formaremos los campos de colisión con el tamaño y la forma justos para conseguir que la corteza proyectada al espacio bloquee la luz del sol durante varias décadas, sin que este periodo de oscuridad se prolongue más allá de doscientos años.
—Seremos un desastre ecológico.
—Exacto —dijo el prescindible—. El objetivo de la misión era establecer una colonia humana en otro mundo, alrededor de otro sol, de manera que la especie humana no pudiera ser aniquilada por un solo cataclismo.
—¿Así que vamos a hacer con la vida nativa de Jardín exactamente lo que queremos impedir que nos pase a nosotros?
—Jardín carece de vida inteligente detectable. Si en nuestras visitas a la superficie la encontramos, volveremos a las naves y partiremos en busca de otro mundo o mundos.
—No tenía ni idea de que fuésemos tan despiadados.
—No se hizo público en su momento. De hecho, ni siquiera se discutió en el seno de la rama política del programa de colonización. A veces es necesario ser despiadado, pero no proporciona votos.
—¡Pero este mundo no nos pertenece para hacer con él lo que nos venga en gana!
—Instalarse aquí como convidados de piedra de una tradición evolutiva alienígena no sería eficaz en término de costes ni, en última instancia, saldría bien. Inevitablemente, contaminaríamos Jardín o, lo que sería aún peor, quedaríamos contaminados y llevaríamos formas de vida jardinianas, potencialmente letales. Con las reservas de los tres continentes será suficiente para que los biólogos puedan estudiar la vida alienígena en un futuro. Y si de verdad pensabas que podríamos colonizar este mundo sin hacerlo «nuestro», es que eras demasiado ingenuo para dirigir esta expedición.
—No… no pensaba…
—Ni siquiera te paraste a pensar en ello —dijo el prescindible—. La ceguera selectiva voluntaria de los humanos les permite ignorar las consecuencias morales de sus decisiones. Ha sido uno de los rasgos más valiosos de la especie, desde el punto de vista de la supervivencia de las comunidades humanas.
—¿Y vosotros no sois moralmente ciegos?
—Nosotros captamos las paradojas morales con total claridad. Simplemente, no nos importan.
A Umbo le dio la impresión de que tardaban una eternidad en entrar del todo en Aressa Sessamo. La ciudad no tenía murallas. Llegaron por los terraplenes que cruzaban las marismas del delta. Los terraplenes se fueron haciendo más anchos, mientras comenzaba a aparecer algún que otro edificio a los lados. Muchas de estas áreas elevadas se fueron conectando entre sí hasta que, al fin, todo lo que se veía en todas direcciones estuvo a la misma altura. Los edificios eran cada vez más numerosos. Los pueblos dieron paso a las ciudades pequeñas y las ciudades pequeñas se unieron entre sí para formar una gran ciudad.
—¿Cuándo vamos a llegar a Aressa Sessamo? —preguntó Umbo al fin.
Hogaza se echó a reír.
—Llevamos horas en ella.
—Pero esto no es más que un caos —dijo Umbo—. ¿Dónde empieza?
—Donde hay agua o ciénagas, no es la ciudad. Donde hay caminos elevados y edificios, es la ciudad.
—¿No tiene murallas?
—¿De qué le sirven las murallas a una ciudad que podría sufrir una inundación en cualquier momento? Los vientos invernales empujan una fuerte corriente contra la ciudad desde el norte. Las crecidas primaverales anegan la ciudad desde los ríos del sur. Devorarían los cimientos de piedra de cualquier muralla. Mira las casas. Se levantan todas sobre puntales.
—Pero es la capital —dijo Umbo.
—Y las zonas que deben estar protegidas, lo están —dijo Hogaza—. Aunque un destino en la guarnición de Aressa es uno de los peores que te pueden tocar en el Ejército. Si dejas a un soldado aquí durante un año, se vuelve inútil para el campo de batalla. Tienes que empezar a entrenarlo casi desde cero.
Umbo dejaba de escuchar las palabras de Hogaza siempre que empezaba a hablar de la vida en el Ejército. No tenía la menor intención de alistarse nunca en algo parecido a un ejército. De hecho, ni siquiera pensaba acercarse a uno.
La primera vez que entraron en O, su objetivo era que se fijaran en ellos sin que pareciese que lo estaban buscando. Tenían que transmitir la idea de que Rigg era un muchacho adinerado que estaba acostumbrado a contar con un séquito a su servicio. Pero ahora, al entrar en Aressa Sessamo, buscaban el fin contrario, pasar inadvertidos sin que se notara que lo estaban intentando. Ignoraban si, con su fuga del barco, habían conseguido que el Ejército o el Consejo de la Revolución dejaran de interesarse por ellos. Hasta donde sabían, podían estar buscándolos en aquel mismo momento.
Pero a Umbo le parecía poco probable. Sólo importaban porque iban con el príncipe. Ahora no eran más que un hombre y un niño que entraban juntos en la ciudad. No le interesaban a nadie. Cosa que a Umbo le causaba no poca irritación. «Si no voy con Rigg, ¿importo?» Pero al decírselo a Hogaza, el hombre se echó a reír.
—¡Mira lo que le ha pasado a Rigg! ¡No puede escapar del «príncipe Rigg» porque es él! Nosotros somos los afortunados, créeme.
Caminaban y caminaban, a veces pasando por zonas pantanosas o sobre puentes que parecían interminables, pero entonces, al dejar atrás unos árboles, se daban cuenta de que simplemente habían rodeado una zona más poblada y al poco tiempo volvían a estar en medio de un paisaje urbano.
En O predominaba la lengua común del río. La dicción elegante de Rigg era algo inusual. Umbo esperaba que en la capital hablara todo el mundo como lo había hecho su amigo durante la venta de la piedra. Pero en su lugar, no sólo se oía la lengua del río con todas las variedades de acento imaginables, sino también otros idiomas. Como es natural, era consciente de que existían, pero nunca los había oído y al principio la experiencia lo aturdió y asustó.
—¿En qué hablan? —preguntó a Hogaza—. No consigo entenderlo.
Hogaza nombró una lengua. Umbo olvidó el nombre al instante.
—Es del este, no lejos del Muro —le explicó Hogaza.
—Pero ¿por qué? —preguntó Umbo—. ¿Por qué no hablan en común, para que la gente los entienda?
—La gente los entiende —dijo Hogaza—. Tú no. ¿Quién querría aprender una lengua que no habla nadie? Sería absurdo. —Y cuando le dijo que existían cientos de lenguas conocidas en el cercado, cada una de ellas hablada por miles de personas, Umbo rompió a reír a carcajadas—. ¿De qué te ríes? —preguntó Hogaza con tono amigable.
—De que tiene gracia —dijo Umbo—. Y de que ni siquiera la gente que tiene tantas ganas de hacer el ridículo como para hablar en una lengua desconocida es capaz de ponerse de acuerdo sobre cuál debe utilizar.
—Antes de que los conquistaran los Sessamoto, ¿por qué iban a aprender los habitantes de otras naciones a hablar las lenguas de los demás? Lo que llamamos «común» es la lengua comercial del río Stashik. Todo el mundo utiliza alguno de sus dialectos porque así es más fácil hacer negocios. Pero no es la lengua que usábamos Goteras y yo cuando éramos niños.
—Pues dime algo en tu lengua —dijo Umbo, dominado por una repentina curiosidad.
—
Mm eh keuno oidionectopafala
—respondió Hogaza.
—¿Qué significa?
—Si pudiera decirlo en común, no necesitaría decirlo en mo’onohonoi.
—Una obscenidad muy gorda, ¿no? —dijo Umbo.
—Si hablaras mi lengua, habrías tenido que matarme —respondió Hogaza.
—¿Y por qué Goteras y tú no habláis en mohononono, o como se llame, cuando estáis en casa?
—A veces lo hacemos. Pero donde vivimos no lo habla nadie y cuando utilizas una lengua entre gente que no la conoce, por lo general asumen que estás diciendo algo que no quieres que oigan, lo que les molesta.
Durante un rato, mientras pasaban por un mercado cerca de un cruce de seis calles, el ruido fue tan grande que no podían oírse el uno al otro, así que dejaron de conversar. Daba la impresión de que los tenderetes competían entre sí por el estrépito y el hedor que podían generar y de que sólo era posible controlar a las mulas, los bueyes y los caballos haciendo uso de largas retahílas de obscenidades. Hasta los mendigos habían renunciado a competir con el ruido y se limitaban a dar saltos para tratar de llamar la atención. Saltaban tanto, de hecho, que parecían ebecos en una pradera y Umbo sintió la tentación de recompensar con un comín las dotes atléticas de uno de ellos. Pero Hogaza le atenazó el brazo cuando se disponía a sacarlo.
El veterano se inclinó hasta colocar la boca justo delante de la oreja de Umbo y gritó:
—Como se te ocurra darles algo, en menos de cinco segundos te verás arrollado, pisoteado, desnudado y despellejado.
A última hora del día llegaron a una zona de la ciudad de calles más anchas y pavimentadas, y edificios más grandes y construidos con mejores materiales, donde una guardia a caballo mantenía una apariencia de orden. La gente vestía mejor y había mucho menos ruido, pero esto también significaba que la indumentaria de Hogaza y Umbo revelaba su condición de intrusos.
—No deberíamos estar aquí —dijo Umbo.
—Exacto —dijo Hogaza. Agarró a Umbo de la mano y se acercó a uno de los soldados montados—. Señor —dijo—, mi hijo y yo acabamos de llegar a la ciudad y buscamos alojamiento. Me parece que aquí no vamos a encontrar un sitio que podamos costearnos. ¿Podríais decirnos dónde…?
Pero el soldado, tras mirarlos a los dos arriba y abajo, dio a su caballo una especie de orden invisible y el animal pateó los adoquines del suelo con fuertes golpes de sus cascos de hierro.
—Me parece que no es muy hablador —dijo Umbo.
—Oh, no esperaba que nos dijera nada —respondió Hogaza—. Se lo he preguntado para demostrar que sólo soy un idiota inofensivo que no es de la ciudad. Un tunante de verdad nunca se le habría acercado y mucho menos seguido por su mozo del tejado.
—¿Mozo del tejado?
—Eso es lo que ha creído que éramos al principio: un ladrón, acompañado por el chico al que sube a los tejados o los balcones para que se cuele en las casas por alguna chimenea, tragaluz o respiradero y luego baje a abrirle.
—¿No podría haber pensado que éramos padre e hijo, simplemente?
—¿En este barrio? ¿Vestidos como estamos? No lo creo.
—Y entonces, ¿por qué estamos aquí?
—Porque éste es el tipo de vecindario donde podrían alojar a un miembro de la realeza. Tenemos que acercarnos todo lo posible a Rigg para que, si sigue vivo, pueda ver nuestros rastros. ¿No es eso lo que hace? Dijiste que podía ver los rastros hasta detrás de las paredes.
—No se me había ocurrido —dijo Umbo.
—¿Y qué creías que íbamos a hacer? ¿Preguntar dónde tienen a los miembros de la realeza para ir a charlar con Rigg?
—Yo creía que el Consejo de la Revolución permitía que los ciudadanos vulgares y corrientes fuesen a visitar a los miembros de la realeza, para quitarles cosas y eso.
—Sí, sí, pero no a todos. Y, de todos modos, tampoco es como antes. Ahora sólo se hace cuando quieren humillarlos o realizar alguna demostración de tipo político o algo así. Y, en cualquier caso, nosotros nunca seríamos los «ciudadanos vulgares y corrientes» a los que enviarían.