Pathfinder (44 page)

Read Pathfinder Online

Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
7.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por fuera, el edificio parecía un simple rectángulo. Pero por dentro era un laberinto y Rigg se dio cuenta de que si no hubiera poseído la capacidad de seguir su propio rastro, nunca habría encontrado por sí mismo el camino de salida. Le sorprendió que aparte de los estantes llenos de libros hubiera también arcones que guardaban pergaminos antiguos y catálogos donde se mencionaban obras que existían sólo en finas hojas de metal, tablillas de arcilla, trozos de corteza de árbol y pellejos de animales.

—¿No son demasiado viejos para contener información útil? —preguntó Rigg.

—Ésta no es sólo una biblioteca de biología contemporánea —respondió ella con frialdad—. También guardamos la historia entera de las ciencias de la vida, para saber cómo hemos llegado al estado actual de nuestros conocimientos.

—¿Ha habido alguna civilización pasada que nos superara en algúna área de la biología?

—No soy experta en historiografía —respondió ella—. Superviso el archivo de los laboratorios y como en este momento son muy pocos los eruditos que están utilizando los laboratorios, han decidido que no pasaba nada si me perdía una mañana.

—Entonces debes de estar siempre trabajando con lo últimos avances científicos —dijo Rigg.

La joven no dijo nada, pero su actitud perdió un poco más de hostilidad. Sin embargo, ni siquiera se molestó en despedirse cuando sonó la campana de mediodía, señal de que Rigg tenía que marcharse.

De camino al exterior, los guardias se perdieron en dos ocasiones y tuvo que corregirlos e indicarles él el camino. Volvieron a la casa de Flacommo, que estaba a cinco minutos, para comer y luego regresaron, esta vez a la Biblioteca de las Vidas Pasadas. Allí su guía no fue un bibliotecario, sino un joven estudioso. No mostró la menor hostilidad y de no haber sido por las miradas severas de los guardias, posiblemente se habría pasado todo el rato interrogando a Rigg sobre Hagia Sessamin y preguntándole si había visto a Param.

Al finalizar el día, cuando los guardias se disponían a llevarlo de regreso a la casa de Flacommo, Rigg pidió ver a la persona que estaba al cargo.

—¿Al cargo de qué? —preguntó el sabio—. Cada biblioteca tiene su propio deán, director o rector. El nombre varía según la biblioteca en cuestión. Y no hay nadie al cargo de la institución en su conjunto.

—Creo que necesito ver a la persona que está al cargo de mí.

—¿De ti? —preguntó el estudioso—. ¿No son estos hombres?

—Alguien ha decidido el orden en el que debía ver las bibliotecas. Alguien te ha pedido que me enseñaras ésta. ¿Quién ha tomado esas decisiones?

—Ah. No lo sé.

—Esto es una biblioteca —dijo Rigg—. ¿Podríamos averiguarlo?

—Lo preguntaré.

Así que los guardias suspiraron, se sentaron (no sin insistir en que Rigg hiciera lo mismo) y esperaron quince minutos, hasta que regresó el joven estudioso, acompañado por una mujer entrada en años y de mirada feroz

—¿Qué quieres? —le espetó a Rigg.

—Quiero que no sigáis haciendo perder el tiempo a vuestros sabios y bibliotecarios —dijo Rigg—. Cada biblioteca es distinta, sí, pero las diferencias se podían explicar en quince minutos. Y ni siquiera eso es necesario. Quiero terminar la visita y comenzar con mis investigaciones.

—Me han ordenado que te mostrara el lugar —dijo la mujer con frialdad.

—Y lo habéis hecho de manera espléndida —respondió Rigg con amabilidad—. Pero, ¿quién sabe cuánto voy a vivir? Quisiera ver a la persona que custodia los datos de la investigación de mi padre.

—¿Y tu padre es…?

Rigg no podía creer que se lo estuviera preguntando en serio. Aprovechando su momento de vacilación, el joven erudito intervino, incapaz de disimular el desdén de su voz, pues le parecía imposible que alguien pudiera no saber quién era el padre de Rigg Sessamekesh.

—Knosso Sissamik —dijo—. Era un sabio famoso, que murió en el Muro.

—A mí no me obsesionan las vidas de los miembros de la antigua familia real, como a otros —dijo la anciana—. Y Knosso como-se-llame era físico. Esa disciplina pertenece a la Biblioteca de la Nada.

—¿De la Nada?

La anciana ya tenía la respuesta preparada.

—Los físicos determinaron hace ya tiempo que la mayor parte del espacio está vacía, y que la mayoría de cada átomo es espacio vacío, de modo que el universo, en un porcentaje abrumador, es una nada, con pequeñas interrupciones que contienen todo lo que existe. Así que su biblioteca debe su nombre a esa nada que conforma casi toda la realidad. Y los matemáticos comparten el espacio con ellos, porque se enorgullecen de decir que su campo de trabajo es aún menos real que el de los físicos. De hecho, su parte se llama Biblioteca del Menos que Nada.

Rigg decidió que le iban a gustar los físicos. Sin embargo, pensó que los matemáticos parecían tener una fastidiosa vena competitiva.

Al día siguiente lo llevaron directamente a la Biblioteca de la Nada, donde le mostraron una serie de libros que Knosso había leído en los dos últimos años de su vida. Era una lista muy larga y al comenzar a leerlos, Rigg se dio cuenta de que contenían palabras técnicas y operaciones matemáticas que no comprendía. Así que comenzó a elaborar por su cuenta un curso acelerado de preparación para poder comprender aquello a lo que su padre había decidido que valía la pena dedicar tanto tiempo.

Los días se amoldaron a una rutina que los transformó en semanas y Rigg comenzó a hacer auténticos progresos. Aún no era capaz de entender ninguno de los libros de la lista de Knosso, pero al menos podía reconocer la mayoría de los términos y se sentía como si estuviera a punto de saber lo suficiente para comprender los cimientos sobre los que su padre había levantado sus teorías.

Pero a menudo, mientras estaba allí sentado con los libros abiertos delante de sí, los guardias se quedaban dormidos y él utilizaba esas ocasiones para cerrar los ojos y estudiar los rastros que lo rodeaban. Uno de ellos, lo sabía, pertenecía a Knosso. Nunca había vivido en la casa de Flacommo. Su esposa y su hija se mudaron allí tras su muerte. Pero estuvo allí, en aquella biblioteca, y al estudiar todos los libros que había leído él, Rigg esperaba identificar un rastro que estuviera conectado con todos ellos.

Y finalmente logró encontrarlo, siguiendo cada vez más hacia el pasado a un candidato probable hasta que llegó a la casa en la que ahora vivía con Madre. Sus dos rastros se entrecruzaban una vez tras otra. No podía ser otro que su padre, Knosso.

Por un momento lamentó que Umbo no estuviera allí para poder verle la cara. La ley prohibía que se hicieran retratos de la familia real. No existía ninguna imagen de su padre, así que no podía saber cómo era. Pero su rastro era suficientemente distintivo. Y ahora que lo había identificado, Rigg podía localizarlo con facilidad.

Y al cabo de un tiempo comenzó a darse cuenta de algo muy sorprendente. Knosso había estudiado, en efecto, todos los libros de la lista. Pero también había hecho incursiones en otras bibliotecas, en especial la de las vidas pasadas y la de las palabras muertas. Buscó excusas para visitarlas y rehizo en ellas el camino seguido por los pasos de su padre. Los bibliotecarios de ambas le aseguraron que los libros que había consultado seguían guardados en la misma zona, y normalmente en la misma estantería, que en tiempos de su padre. Pero nunca se llevó ningún volumen, así que no quedaba constancia alguna en los archivos.

A pesar de ello, Rigg descubrió algunas cosas: en la Biblioteca de las Palabras Muertas, confeccionó una lista de las lenguas cuyos estantes había visitado Knosso; en la de las Vidas Pasadas, otra con los periodos y temas históricos que le habían interesado. Comenzó a aflorar un patrón.

La investigación de Knosso estaba relacionada con la física, sí, pero también había estado recogiendo observaciones referentes al Muro en lenguas y de culturas muy distintas, de hasta ocho mil años de antigüedad. ¿Creería acaso que, en algún momento del pasado, alguien había logrado atravesarlo? Había historias sobre héroes y santos que llegaban desde el otro lado del Muro, o volvían allí al morir, pero las mismas historias contaban que saltaban entre las estrellas, creaban terremotos y volcanes y construían máquinas que cobraban vida.

Ningún hombre instruido se tomaría en serio tales relatos. Y aunque Knosso les hubiera dado algún crédito, Rigg nunca podría hacerlo. ¿Acaso no había participado en los sucesos reales que había tras el mito del Santo Vagabundo?

¿Y entonces, qué? ¿Había estado su padre buscando una época anterior al Muro? Todo el mundo sabía que no existía. El Muro siempre había estado allí. Claro que, el hecho de que todo el mundo lo pensara no significaba que fuese cierto.

¿Y por qué no dejaría un registro escrito de sus investigaciones sobre el pasado? No se trataba sólo de un problema físico. Debía de tener también un sesgo político. De lo contrario, su padre no se habría mostrado tan cauteloso.

Pero sin los títulos concretos que había estudiado Knosso, no se le ocurría ningún modo de averiguar lo que había tratado de descubrir.

Las visitas a la biblioteca consumían sus días, pero las horas de la tarde, la noche y el alba las pasaba en casa de Flacommo. Adoptó la costumbre de dormir en sitios distintos cada noche, a veces simplemente acurrucado en el jardín, lo que le recordaba un poco a las noches pasadas al raso con Padre. Ayudaba en las cocinas y mantuvo la amistad con los panaderos de los dos turnos, sobre todo con el hijo de Lolonga, Largo, que trataba a Rigg como una persona normal y no como un aristócrata o una criatura despreciable. Como es lógico, en cuanto se supo que Largo y Rigg pasaban mucho tiempo juntos, comenzaron a convocar a aquél a tabernas, tiendas y parques para someterlo a periódicos interrogatorios.

En cuanto tuvo conocimiento de esto, Rigg le dijo a Largo:

—Cuéntaselo todo. No digo ni hago nada que tenga que esconder. —Cosa que tranquilizó en no poca medida al joven panadero.

La afirmación de Rigg era prácticamente cierta, aunque omitió las palabras «delante de ti». Hacía muchas cosas que prefería que no llegaran a determinados oídos.

En especial, sus intentos por entablar comunicación con Param. En parte lo hacía porque era lo único que le había dicho Padre que hiciera y en parte porque quería llegar a conocerla y ganarse su confianza. Los mensajes que le dejaba a Madre no servían de nada. Ella los transmitía conforme a sus deseos, sí, pero nunca había respuesta. Además, había cosas que tenía que hablar con Param sin que Madre se enterara.

Así que comenzó a llevar consigo una pizarrita, como un escolar. Cuando Flacommo le preguntó para qué la quería, le dijo que la necesitaba para realizar cálculos matemáticos y así poder comprender los libros de física que estaba estudiando. Y lo cierto es que la utilizaba para eso… salvo cuando veía que el rastro de Param se le acercaba.

En tales casos borraba una esquina de la pizarra y allí le escribía algún mensaje. Luego levantaba la pizarra y la mantenía lo más inmóvil posible, para que ella tuviera tiempo de sobra para leerlos. Y sabía que los leía, porque mientras él estaba escribiendo, ella daba vueltas a su alrededor, a pesar de que no pudiera responder con la tiza ni con palabras.

Le contaba pequeñas cosas sobre su propia vida, sobre Padre, sobre su muerte, sobre su vida juntos. Sobre la verdad que había descubierto, en especial el hecho de que tenía una hermana, algo que nunca había sospechado hasta que Padre, agonizante, le dijo que fuera en su busca.

Le contó algunas cosas sobre Umbo y algunas menos sobre Hogaza, pero lo suficiente para que ella supiera que no había planeado ir hasta allí solo. Pero no le dijo nada que no supiera el general Ciudadano; ni tampoco sobre el poder de Umbo o sobre el hecho de que podían usarlo para que Rigg retrocediera en el tiempo.

También le habló de los pasadizos secretos, los que utilizaban los espías y los que llevaban siglos sin usarse. «No sé si están bloqueados o es que los han olvidado», le escribió. «Puedo ver dónde están las entradas…» Borró y siguió escribiendo: «Pero no sé cómo encontrarlas.» Volvió a borrar. «Cuando desaparezco mucho rato, alguien me busca.»

Una mañana, al ir a recoger la pizarra del lugar en el que la había guardado la noche anterior antes de quedarse dormido en el jardín, vio que alguien la había movido de sitio y había escrito con una letra diminuta y apenas legible —porque la tiza no estaba hecha para trazar caracteres tan pequeños—:

«Tengo miedo, hermano. Madre conspira. Van a matarnos.»

Rigg cogió la pizarra, releyó el mensaje y luego lo borró concienzudamente. Debía de habérsele acercado de noche, mientras todos dormían, y haber dejado que su cuerpo reentrara de nuevo en el tiempo el intervalo necesario para escribir aquel mensaje.

¿«Madre conspira»? Así que no era la víctima inocente que fingía ser. Pero ¿cómo podía conspirar con nadie? ¿Con quién podía hablar sin que la vieran?

Pero más preocupante aún era el temor de Param. «Van a matarnos», había escrito. ¿Quería decir que el Consejo de la Revolución los ejecutaría cuando fracasaran las conspiraciones de Madre? ¿O que éstas incluían planes para asesinarlos? Puede que estuviera dispuesta a sacrificar a Rigg, pero dudaba mucho que pretendiera la muerte de Param. Así que el peligro debía de venir de otra parte. O puede que el plan de Madre fuese escapar de la casa de Flacommo para encabezar una rebelión y dejarlos atrás a Param y a él, a merced del castigo del Consejo de la Revolución.

Razón de más para hablar con Param. Buscó su rastro y lo encontró, pero al parecer se había alejado de él la pasada noche, porque al alba estaba lejos, de regreso en el cuarto de Madre.

Aquella tarde, ella ya estaba esperando cuando Rigg volvió a salir al jardín con su pizarra. «Tenemos que hablar —escribió—. Sé cómo salir de esta casa… si conseguimos entrar en los pasillos… Uno de ellos lleva a la biblioteca… Podemos escondernos allí para hablar… Tendremos que ser breves, para que nadie se percate de que no estamos.»

Entonces borró «estamos» y escribió en su lugar «Estoy», puesto que a ella nadie la echaría de menos.

Aquella noche, Rigg trató de no dormirse, con la esperanza de que ella volviera a aparecer y así poder verla. Pero el sueño desbarató sus planes y sólo despertó al sentir que alguien lo tocaba en el hombro. Al momento, una mano le rozó muy suavemente los labios. Abrió los ojos. Era una forma de mujer, pero no pudo distinguir su rostro.

Other books

Honeysuckle Love by S. Walden
Containment by Cantrell, Christian
Dark Desires by Desiree Holt
A Smaller Hell by A. J. Reid
Midnight Angel by Carly Phillips