Authors: Orson Scott Card
Claro que su definición de «una fortuna» acababa de experimentar un cambio y estaba convencido de que si de verdad se empeñaba, seguramente podría. Eso era lo que decía Padre: «No hay hombre rico que sea tan desgraciado como para carecer de amigos dispuestos a gastar su dinero por él.»
Pero de momento, al menos, Hogaza y Umbo no habían demostrado ser amigos de esa clase. El dinero los aterrorizaba. Aún hacían bromas con él, sí, y se reían juntos. Pero también se mantenían apartados de él en algunos momentos y cuando les prestaba atención, parecían sorprendidos e incluso agradecidos.
Hablar de dinero con ellos únicamente empeoraría las cosas, porque tendrían la sensación de que los estaba juzgando bajo una luz poco favorable. Eso aumentaría su incomodidad y sus deseos de agradarle.
Lo único que podía hacer Rigg era ser él mismo y no hablarles nunca como había hablado a Tonelero, a los joyeros y a los abogados con los que había preparado el acuerdo.
A decir verdad, a Rigg había terminado por gustarle su papel de hombre rico y poderoso, y ver cómo todos aquellos hombres trataban con ridícula deferencia a un niño de trece años. Pensó que si hubiese tenido sangre real en las venas (si tal cosa significaba aún algo bajo el gobierno del pueblo), era muy posible que hubiera crecido creyendo que merecía aquel tratamiento.
Pero sabía —¿acaso no se lo había advertido Padre?— que no debía nunca medirse por el dinero que poseyese. «Puede desaparecer —le decía—. El dinero solamente tiene el valor que la sociedad le atribuye. Muchos hombres que se tenían por ricos se han encontrado con que el colapso de su país o la inflación de la moneda convertía su dinero en chatarra y a ellos en mendigos.»
Y como esta misma cosa les había sucedido a millares de familias tras la Revolución Popular, Rigg llevaba la lección muy dentro de sí. El dinero es algo distinto al hombre y él lo sabía. «No nací con él y no lo tendré al morir, es algo temporal.»
Y sin embargo, al tiempo que se decía esto, percibía en su interior la agradable y cálida sensación de saber que nunca tendría que volver a preocuparse por el dinero. Eso lo diferenciaba de la mayoría de la gente en el mundo. Era imposible tener una riqueza como aquélla sin que te cambiara de algún modo, y él lo sabía. Sólo podía tratar de asegurarse de que los cambios no fuesen demasiado profundos, ni para peor.
LA TORRE
Ram meditó sobre aquello sentado, de pie, mientras caminaba y cuando estaba tumbado. Le daba vueltas en su cabeza con los ojos abiertos y con los ojos cerrados, mientras jugaba con el ordenador, mientras leía, mientras veía películas y mientras estaba ocioso.
Finalmente se le ocurrió una pregunta que podía proporcionarle información útil.
—La luz de las estrellas que tenemos detrás… ¿se desplaza hacia el rojo o hacia el azul?
—¿Con «detrás» te refieres a la posición espacial que ocupábamos hace un momento? ¿O a la dirección en la que avanza la popa de esta nave?
—A la dirección de la popa —dijo Ram—. La dirección de la Tierra.
—Hacia el rojo.
—Si estuviéramos moviéndonos hacia la Tierra, se desplazaría hacia el azul.
—Es una anomalía —dijo el prescindible—. Estamos más cerca de la Tierra a cada segundo que pasa, pero aun así el desplazamiento es hacia el rojo. Los ordenadores están teniendo dificultades para interpretar los datos contradictorios.
—Compara el grado de desplazamiento hacia el rojo actual con el que había cuando estábamos en la misma posición en nuestro camino al pliegue.
El prescindible ni siquiera hizo una pausa. Era una simple comparación de datos, que al humano le pareció que se hacía automáticamente.
—El desplazamiento hacia el rojo es idéntico al experimentado durante el viaje de ida.
—Es decir, que simplemente estamos repitiendo el viaje de ida —dijo Ram—. La nave se mueve hacia delante, impulsada por el motor. Pero nosotros, en su interior, nos desplazamos hacia atrás en el tiempo.
—Entonces, ¿por qué no nos vemos a nosotros mismos como estábamos hace dos días, en el viaje de ida? —preguntó el prescindible.
—Porque esa versión de nosotros no se mueve en el tiempo en la misma dirección que nosotros —dijo Ram.
—Lo dices como si tuviera algún sentido.
—Si comenzara a chillar y a llorar, dejarías de tomarme en serio.
—Ya he dejado de tomarte en serio —dijo el prescindible—. Mi programación me obliga a mantener tus últimas afirmaciones en la carpeta de asuntos pendientes, porque es imposible conciliarlas con los datos.
—En realidad es una solución bastante elegante —continuó Ram—. La nave es la misma. Todo lo que no necesita cambiar permanece exactamente igual que en el viaje de ida. Ocupa el mismo espacio y el mismo tiempo. Pero el flujo de datos eléctricos e instrucciones que recorre los ordenadores, tu cerebro cibernético y el mío humano no son los mismos, porque nuestra causalidad se desplaza en sentido contrario. Nos movemos por el mismo espacio que nuestras encarnaciones anteriores, pero no en el mismo flujo temporal y por consiguiente no podemos vernos unos a otros.
—Es una explicación imposible —dijo el prescindible.
—Pues a ver si se te ocurre una mejor.
Esta vez el prescindible sí hizo una larga pausa. Permaneció completamente inmóvil, mientras Ram, parsimoniosamente y sin ningún hambre, se metía comida en la boca, la masticaba y se la tragaba.
—No tengo una explicación mejor —dijo el prescindible—. Sólo puedo razonar a partir de información que ya ha demostrado su validez en razonamientos anteriores.
—Supongo que por eso necesitabais que hubiera un ser humano despierto después del salto —dijo Ram.
—Ram —dijo el prescindible—. ¿Qué sucederá cuando lleguemos a la Tierra?
—En algún momento —respondió Ram— o las dos versiones de la nave se separan, y probablemente explotan, o nosotros nos separamos de la nave y morimos en el frío del espacio, o simplemente llegamos a la Tierra y seguimos viviendo hacia atrás hasta que yo muera de viejo.
—Pero yo estoy diseñado para durar eternamente —dijo el prescindible—, si no se producen interferencias.
—Qué bien, ¿no? Prescindible pero eterno. Podrás volver atrás y revivir cualquier parte de la historia humana que te guste. Verás cómo se deconstruyen las pirámides. Verás ir y volver las edades de hielo, sólo que marcha atrás. Verás reaparecer a los dinosaurios al salir el meteorito del golfo de México.
—No tendré ningún cometido útil. No podré ayudar a la raza humana de ningún modo. Mi existencia no tendrá ningún sentido tras tu muerte.
—Ahora sabes cómo nos sentimos los humanos.
Se encontraban ya en los muelles, con toda la ropa nueva guardada y los baúles listos para que los cargaran en una buena nave, cuando Rigg se volvió para contemplar la ciudad de O. Desde su posición, apenas podía ver las cimas de los edificios de piedra blanca que se levantaban por detrás del laberinto de casas y almacenes que había cerca. Pero recordaba lo que volvería a ver al alejarse la nave de O.
—Sería lamentable —dijo— que nos fuésemos de O después de haber estado aquí varias semanas sin haber visitado la torre.
—Eso pensaba yo —dijo Hogaza—. Pero estabas empeñado en marcharte en cuanto llegara el dinero.
Rigg sintió deseos de responder: «Y entonces, ¿por qué no me has aconsejado que la visitáramos?» Pero en ese momento recordó dos cosas: primero, Hogaza le había dicho, con tono de indirecta, cosas como: «Todos esos peregrinos que se dirigen a la torre… ¿Qué más les da la ciudad?» o «Hay gente que pasa toda su vida en O sin llegar a visitar la torre». No era la actitud de firmeza y claridad con la que Hogaza acostumbraba a ofrecer sus consejos, así que Rigg no lo había tomado como tal, sino como una burla dirigida a los peregrinos y los lugareños.
Pero en segundo lugar, aquél era exactamente el tipo de cambio que no se atrevía a criticar por miedo a empeorar las cosas. Hogaza había empezado a tratarlo como hacía con los clientes adinerados que, por algún suceso desafortunado, se veían obligados a parar en su taberna. Detectaba por todas partes una deferencia rayana en la sumisión. La veía en la gente que lo servía en la casa de huéspedes y también en Hogaza, una cara suya que nunca había salido a la superficie, ni siquiera cuando Goteras y él encontraron las piedras.
Sabían que valían mucho dinero, pero no habían podido imaginar cuánto. Y en su momento no habían creído que Rigg fuese capaz de conservar su riqueza. ¿Acaso Hogaza no lo había acompañado precisamente para que no lo estafaran? Había dicho en más de una ocasión: «Parece que no hacía falta que viniera, te las arreglas perfectamente tú solo.»Y Rigg había tenido que contestarle siempre que sin su ayuda, nadie lo habría tomado en serio y se habría quedado sin nada en cuanto alguien se tomara la molestia de arrebatarle lo que era suyo. «Yo no soy un luchador, Hogaza, tú sí. Y cuando te ven, se dan cuenta de que tienen que escucharme.»
Pero Hogaza, si acaso, sólo se lo creía durante un momento. Estaba asombrado por las dotes negociadoras que había demostrado Rigg.
—Hablas como un oficial —le había dicho.
Pues si los sargentos ofrecían consejo a sus oficiales con tal falta de energía y resolución, costaba creer que pudieran ganar alguna batalla.
Así que Rigg no discutió el tímido «ya te lo dije» de Hogaza.
—Dijiste que merecía la pena verla, ¿no? —dijo Rigg—. Pues vamos a verla.
Solamente hizo falta un ademán para que un cochero parara y se inclinara ante Hogaza, que seguía demostrando su acostumbrado vigor al tratar con aquellos a quienes consideraba sus iguales o inferiores. Menos de un minuto después, Rigg, Umbo y él se encontraban dentro del carruaje, tras haber dejado el equipaje al cuidado del capitán de la nave.
Tardaron dos horas en llegar hasta la Torre de O, una para atravesar el kilómetro de enrevesadas callejuelas que los separaba de la puerta más cercana y otra para recorrer los ocho kilómetros que había luego hasta la base del edificio. El camino que siguieron era, en realidad, el área despejada extramuros, destinada a obligar a un enemigo potencial a ascender por una ladera desde donde eran vulnerables a los proyectiles de los defensores, así que en todo momento permanecieron tan pegados a la muralla que no pudieron ver la torre hasta que de repente, al cruzar un recodo, apareció ante sus ojos, gigantesca, tan alta como el acantilado del Escarpalto.
—No es tan alta —dijo Umbo al mencionarlo Rigg—. Estamos a tres kilómetros de distancia y los acantilados tienen ese mismo aspecto cuando estás a ocho o nueve kilómetros.
—Pues es la cosa más alta que yo he visto nunca —dijo Hogaza.
—Deberías venir más al curso alto —dijo Umbo—. Convertirte en un auténtico privo.
—Es el deseo de mi vida —dijo Hogaza.
El torrente de peregrinos que iban y venían hizo imposible acercarse tanto como les habría gustado con el carruaje.
—Igual da —dijo Hogaza—. Deja que Umbo y yo nos adelantemos y hagamos la ofrenda para tres personas. Como te vean a ti, nos cobrarán el triple.
—En ese caso yo pagaré al cochero. Y le pediré que nos espere. ¿Cuánto tiempo se tarda ahí?
—Nunca el suficiente —dijo Hogaza.
—¿El suficiente para qué?
—Para verlo todo o para entender lo que estás viendo —respondió Hogaza.
Hogaza y Umbo desmontaron, esto es, Hogaza bajó por la escalerilla y Umbo dio un salto desde arriba y echó a correr. Rigg habló con el cochero, que repetía una vez tras otra:
—Aquí estaré, joven señor, ya lo veréis.
A lo que Rigg, por su parte, respondía, también sin cesar:
—Pero acordemos un precio, o pensaréis que os he estafado —dijo, sin añadir «o viceversa».
El cochero dijo entonces:
—Oh, el joven señor es generoso, me he dado cuenta nada más verlo. Confío en la generosidad del señor. —El cochero estaba acabando con la paciencia de Rigg. Se volvió y, a poca distancia de allí, vio a Hogaza y a Umbo hablando con uno de los guardias de lujoso uniforme de la torre y se preguntó si estarían teniendo la mitad de dificultades que él para acordar un precio.
Mientras estaba allí, observando a sus amigos, oyó una voz a su lado. La voz de Umbo. Hablaba tan rápido que Rigg no entendía una sola palabra de lo que decía.
Se volvió hacia él y luego hacia el lugar donde todavía seguía su amigo, al lado de Hogaza. Los dos Umbos vestían de manera distinta y el que estaba a su lado parecía angustiado, aterrorizado y mortalmente serio. Rigg supo al instante lo que estaba sucediendo. De algún modo, una versión futura de Umbo había logrado dominar el truco de seguir un rastro hacia atrás en el tiempo, el rastro del propio Rigg. Y lo había hecho para avisarlo de algo.
Umbo comenzó a hablar más despacio. Rigg se dio cuenta de que estaba remarcando sus palabras, pero que aun así brotaban con tal rapidez que solamente lograba entenderlas a duras penas.
—Dale las joyas a Hogaza para que las esconda ahora mismo.
Rigg asintió para demostrarle que lo había entendido. Vio que Umbo resoplaba con alivio y en el mismo instante desaparecía.
Rigg se acercó al lugar en el que el cochero estaba dando de beber a los caballos.
—He cambiado de idea —dijo—. Hay muchos carruajes aquí, por lo que veo, así que deja que te pague por habernos traído y luego, si al volver al muelle nos encontramos, tanto mejor. Pero si no, eres libre de coger a otros viajeros.
El hombre puso un precio al servicio, con cara de estar profundamente decepcionado. Rigg sabía que era un precio excesivo, pero aun así lo dobló y pagó al hombre, que hizo una reverencia y comenzó a exhibir tan abyectas demostraciones de gratitud que Rigg se alegró de darle la espalda y volver con sus compañeros.
Cuando se acercaba, Hogaza les mostró un pase para tres personas para un día entero. Rigg le dio las gracias, pero luego se los llevo lejos de la torre.
—¿Adónde vamos? —preguntó Umbo.
—Iremos a la torre dentro de poco —dijo Rigg—. Pero primero debe suceder algo.
—¿El qué? —preguntó Hogaza.
—Os lo diré cuando no nos estén oyendo la mitad de los peregrinos que han venido.
Se dirigieron a las letrinas de los hombres, pero las dejaron atrás. Rigg no se detuvo hasta haber encontrado un lugar apartado tras el muro de la letrina y entonces, de cara a éste, sacó la bolsita de las joyas de sus pantalones.