Authors: Orson Scott Card
Sin embargo, cuando el barco se fue acercando a los muelles, la impresión se desvaneció. Los muelles eran tan mugrientos, abarrotados y bulliciosos como cualesquiera otros. Al final, no todos los edificios eran de piedra. De hecho, la mayoría eran estructuras de madera, aunque los tejados eran de tejas o, para asombro de Rigg, de latón. ¡Metal suficiente como para cubrir un tejado! Se dio cuenta de que la impresión de que todo estaba hecho de piedra se debía a una docena de edificios de gran tamaño que se alzaban por encima del laberinto confuso de almacenes de madera, tabernas y tenderetes donde se vendían recuerdos de la Torre de O. Desde lejos lo único que había visto eran las paredes de piedra blanca de aquellos edificios. De cerca apenas alcanzaba a vislumbrarlos entre las angostas callejuelas, donde cada piso de cada edificio sobresalía por delante del que tenía debajo, hasta que, en el tercer y el cuarto piso de los edificios, estaban tan cerca que, en palabras de Hogaza, «un hombre podía buscar a una amante al otro lado de la calle sin que ninguno de ellos tuviera que salir de casa».
Rigg pensaba que irían antes que nada a buscar alojamiento, pero Hogaza arrugó el gesto y dijo que no.
—Entonces, ¿vamos a ir con el equipaje al banquero? —preguntó Rigg.
Hogaza los sacó de la calle abarrotada, hasta un espacio abierto que había cerca de uno de los edificios de piedra de gran tamaño.
—Escuchadme —dijo—, entre los pasajes, vuestra comida y vuestra ropa, estoy casi sin blanca. Los sitios que podría permitirme ahora mismo son de condición tan mísera que no me atrevería a dejar nuestras pertenencias en ninguno de ellos. Soy un tabernero, muchachos, y sé cómo son las posadas de los muelles en sitios como O. Ahora lo esencial es conseguir que Tonelero convierta uno de esos… objetos… en dinero contante y sonante, sin estafarnos y sin que nadie más sepa que los llevamos encima. Luego podremos permitirnos un alojamiento respetable sin apenas merma en tu patrimonio, joven Rigg. Y por eso, antes de ir a ninguna otra parte, debemos encontrar el banco de Tonelero.
Hogaza parecía conocer bien aquel laberinto de calles y sólo tuvo que desandar sus pasos en un par de ocasiones. A Rigg aquello le pareció un milagro, puesto que apenas había placas con los nombres de las calles en algunos edificios e incluso éstas no decían siempre la verdad.
—Oh, ése es el nombre antiguo —dijo Hogaza cuando Umbo se fijó en uno de ellos—. Luego hicieron un bulevar y le pusieron otro nombre. Ahora se llama… algo que no recuerdo. No importa. Aquí no se orienta uno por los nombres, sino por ciertos elementos distintivos del paisaje.
—¿Elementos distintivos del paisaje? —preguntó Umbo—. Pero si todas las calles son iguales.
—Si vivieras aquí, verías las diferencias con claridad —dijo Hogaza—. Podría preguntarle a cualquiera y encontrar el camino al banco de Tonelero, porque la fachada es de piedra gris. Gris y no blanca, para no resultar demasiado ostentosa, ¿entendéis? Además, tiene un reloj en lo alto. De modo que si le preguntas a alguien «¿Dónde está la casa del banquero del reloj?» y no lo sabe, es que debe de ser un peregrino, porque aquí no hay nadie que no conozca el lugar.
Pasaron junto a varios puestos de comida y al sugerir Umbo que pararan en alguno de ellos, Hogaza tiró de él para continuar la marcha.
—Así que quieres comerte un buen trozo de carne grasienta y presentarte en la banca de Tonelero con las manos, las mangas y la camisa bien pringosas. Para que nos ponga de patitas en la calle por ser la clase de gente que no tiene una casa donde comer, una mesa a la que sentarse ni una servilleta con la que limpiarse.
—Pero es que no tenemos ninguna de esas cosas —dijo Umbo.
—Exacto. Y pretendemos tenerlas, así que iremos al banco hambrientos y sedientos, pero al menos no pareceremos unos pobres privos.
—Somos unos pobres privos —murmuró Umbo.
Hogaza lo ignoró.
Pero Rigg pensó en ello. «Umbo es un pobre privo, aunque en Vado Otoño a su padre le iba tan bien como al que más y su familia no pasa hambre, ni la de nadie. En las épocas de vacas flacas la gente comparte, sabiendo que todos trabajan igual de duro cuando hay trabajo y todos se encargan de que ninguna viuda ni ninguna solterona se muera de hambre o de frío en invierno.» Pero nadie conocía el sabor de la comida vendida en puestos callejeros, porque allí no los había. Sólo Nox cocinaba para desconocidos y para probar su cocina tenías que estar en su casa a la hora precisa, porque nunca sacaba la comida a la calle ni anunciaba a voz en grito el nombre de los platos.
Era raro que sólo por estar en un sitio distinto, un muchacho que siempre había tenido suficiente y nunca había querido nada se convirtiera de pronto en pobre y tuviera que pasar hambre por miedo a que otros repararan en su pobreza.
Lo mismo que Hogaza. En El Atraque de Goteras era un hombre próspero, que se mofaba de los privos con tanta alegría como el que más. Pero en O, río abajo, también él era un privo, aunque se le daba mejor ocultarlo porque había visto mucho más mundo.
«Aquí yo soy el único que no es pobre, o al menos el único que podría no serlo. A pesar de que ninguno de ellos es tan del curso alto como yo, que me he pasado la mayor parte de mi vida entre las cataratas, vagando con mi padre en las profundidades del bosque, donde apenas se ven rastros de hombres entre las bestias y los árboles. Y sin embargo, gracias a las diecinueve piedras que cuelgan de un cordel atado a mi cinturón, pronto seré rico en comparación con ellos.
»Pero son mis amigos en este viaje, los únicos que tengo. Y si yo prospero, ellos prosperarán también. El dinero será mío, pero los beneficios serán para todos. Hogaza volverá a su casa con suculentas ganancias en el bolsillo por sus servicios. Umbo puede quedarse conmigo o volver río arriba si lo prefiere, sólo que esta vez con buena ropa y con el pasaje pagado hasta donde los remos y las pértigas puedan llevarlo. Que vuelva a casa y sea el hombre más rico de Vado Otoño, a ver si su padre sigue sin abrirle la puerta. No, Tegay el zapatero lo invitará a entrar a su casa y volverá a ofrecerle a su hijo su antiguo lugar en la mesa.
»La gente habla de magia y milagros realizados por los santos… Y si vieran lo que han hecho juntos Rigg y Umbo, conjurar de la nada un hermoso cuchillo enjoyado, los contarían también a ellos entre los santos y los magos, pero ninguno de esos milagros es tan poderoso como el que obra la aparición repentina de dinero en el bolsillo de un hombre. Entonces, la transformación es como convertir la lluvia en un día soleado, algo que no podrían hacer un mago malvado ni un santo generoso, salvo en los más tontos cuentos de viejas.»
Llegaron a un edificio de piedra gris cuando el reloj de gran tamaño que colgaba de la fachada comenzaba a repicar con tanta fuerza que a Rigg le sorprendió no haberlo oído desde los muelles. Sin embargo, ninguno de los lugareños pareció sobresaltarse. En la puerta, un hombre vestido de gris de la cabeza a los pies, con una espada corta al cinto y un bastón en las manos, los detuvo y los examinó de arriba abajo.
Hogaza ya les había advertido muchas veces que debían guardar silencio y mantener la boca cerrada, así que Rigg se limitó a mirar al centinela con cándido interés, tratando de no mostrar aprensión ni ningún otro sentimiento. Si el hombre era capaz de percibir el miedo y la esperanza que ocultaba detrás de aquella mirada, él no tenía forma de saberlo. Pero al menos así no balbucearía ni sacaría las piedras y empezaría a enseñárselas a todo el mundo, como había hecho con su dinero sobre la barra de Hogaza.
El hombre se quedó mirando a Rigg fijamente, decidido quizá a obligarle a apartar la mirada. Pero Rigg se había ejercitado con Padre, así que cuanto más trataba el otro de hacerle sentir incómodo, más tranquilo estaba él y más firme su mirada. Hasta que el hombre desvió los ojos.
Entonces Hogaza se dirigió a él.
—Veo que eres capaz de reconocer la calidad en un hombre, por muy fatigado que llegue del camino —dijo—. El muchacho y yo —señaló a Umbo— hemos viajado para acompañar al joven señor aquí presente para asegurarnos de que llegaba sano y salvo al banco del señor Tonelero. Pues el señor Tonelero y yo hemos tenido tratos en el pasado. Soy Hogaza, oriundo ahora de El Atraque de Goteras pero en su día sargento mayor en el Ejército popular, y tengo cuentas aquí, tanto de crédito como de débito.
—Pues entonces los críos esperarán aquí —dijo el guardia.
—No estoy aquí por mis propios asuntos, sino por los del joven señor, y tenemos que entrar los tres.
—En ese caso no entra ninguno. ¿Qué más da que tengas cuentas si no se va a tratar de tus asuntos? Y en cuanto a este muchacho —señaló a Rigg con la cabeza del bastón—, no es cliente del señor Tonelero.
—Pero es un cliente que el señor Tonelero lamentaría perder —dijo Hogaza sin alterarse lo más mínimo—. El señor Tonelero me ha prestado dinero en otras ocasiones y yo le he confiado el mío. Que decida por sí mismo si se fía de mí cuando digo que este chico vale mil veces más que todos los negocios que hemos hecho el banco del señor Tonelero y yo hasta la fecha. El señor Tonelero sabe que no soy hombre dado a la mentira y que siempre pago mis deudas y creo que acabarás por descubrir que ése es crédito suficiente para franquearnos el paso.
—El señor Tonelero no quiere recibir visitas en este momento —dijo el guardia.
—Y yo te digo, sin embargo, que a nosotros sí querrá vernos —dijo Hogaza, solícito hasta la extenuación. Rigg pensó: «Debe de ser una habilidad necesaria para triunfar como posadero, mostrarse tranquilo y amigable, tanto en la voz como en el aspecto, al margen de las provocaciones.» Y era posible que el guardia estuviera ofreciendo tanta resistencia precisamente porque saltaba a la vista que Hogaza podía levantarlo en volandas y lanzarlo contra la pared de piedra si se le antojaba. El guardia tenía que demostrar su valentía y su hombría obligando a Hogaza a suplicar en la puerta. Aunque de hecho, ahora que Rigg lo pensaba, Hogaza no había suplicado, sino más bien exigido, aunque con la máxima simpatía, lo que quería y absolutamente nada menos.
«Que es lo que Padre me enseñó a hacer mí y lo que haría si fuese capaz de dominar mi miedo.»
Rigg se forzó a sí mismo a mantener la calma, a reducir el ritmo de su respiración y a relajar los músculos. Si quería ser un hijo digno de su padre y reclamar su herencia, tenía que mantener la cabeza clara, mostrarse confiado y apartar su miedo. No podía esperar a tener la edad de Hogaza para exhibir aquella seguridad en sí mismo.
Cuando el guardia dio media vuelta y entró en el edificio —dejando la entrada desguarnecida, pensó Rigg—, no los había retenido en la puerta más de unos minutos. Y al volver, sus modales habían cambiado por completo. Cuando la puerta volvió a abrirse, hizo una reverencia solemne y los invitó pasar, comenzando por Rigg, a quien parecía haber aceptado como lo que Hogaza decía que era. Rigg, por su parte, se condujo de manera relajada, como si el hecho de que lo trataran con deferencia fuera la cosa más normal del mundo para él.
En cuanto estuvieron al otro lado del umbral, una vieja de rasgos marcados los llevó por una amplia escalinata mientras el guardia regresaba a su puesto en la entrada.
—¿Por qué es tan ancha esta escalera? —preguntó Umbo—. ¿Sube y baja mucha gente a la vez?
—No —dijo Hogaza con tono paciente, como si estuviera hablando con su hijo predilecto.
Y hacía bien, pensó Rigg, tan bien como él al guardar silencio, como si el lugar no le inspirara la menor curiosidad.
—Los banqueros necesitan impresionar a sus posibles clientes con su prosperidad. Un banquero rico no siente la tentación de robar a sus clientes y su riqueza demuestra, además, que sabe usar sabiamente su dinero.
Umbo abrió la boca para responder, pero Rigg levantó un dedo que la vieja no podía ver y le indicó que guardara silencio. Porque sabía exactamente lo que iba a decir Umbo (dado que él mismo lo había pensado): un banquero que parezca rico podía haber llegado a parecerlo precisamente robando a sus clientes. Pero aquel no era el momento de hacer comentarios mordaces que podían acabar en los oídos de Tonelero.
Así que subieron en silencio otro tramo de escalera hasta llegar a un descansillo espacioso que acababa en unas puertas enormes con paneles de cristal. A cada lado de éstas había sendas puertas más modestas.
La vieja se detuvo a pocos pasos de las puertas grandes y, aunque no había allí nadie a la vista, dijo, sin alzar especialmente la voz:
—Hogaza de El Atraque de Goteras, antiguo sargento mayor del Ejército popular, y dos muchachos, uno de los cuales dice ser de buena familia, señor.
Sin que mano alguna las tocara, las puertas se abrieron, pero no hacia dentro o hacia fuera. Lo que hicieron fue deslizarse hacia los dos lados. Entraron en una habitación grande y bien iluminada, con muchas y altas ventanas en las paredes, y una mesa más grande que la del salón de Nox. Los espacios entre los ventanales estaban ocupados por estanterías repletas de libros sin que quedara un solo espacio libre.
Tonelero en persona se encontraba junto al más grande de los ventanales, justo detrás de la puerta, perfilado por la brillante luz que entraba por él. Estaba mirando hacia fuera, como si hubiera algo muy importante en el edificio del otro lado de la calle.
—Pasad y tomad asiento —dijo el banquero, con una voz que era como un susurro.
Mientras cruzaban el umbral, Hogaza los detuvo el tiempo justo para llevarse un dedo a los labios y recordarles así que sólo él debía hablar. En un primer momento, Rigg decidió hacerle caso y dejar que Hogaza se encargara de todo. De momento lo había hecho bien.
Sin embargo, sabía que su miedo y sus dudas eran lo que le llevaban a pensar que podía dejarlo todo en manos de Hogaza. Sobre transacciones bancarias importantes, Hogaza sabía muy poco y Rigg mucho. Padre nunca le había enseñado a tratar con ribereños hostiles en oscuras posadas junto al río, pero sí le había explicado en cambio los principios de la banca y las finanzas. Y además, Rigg sabía que para pasar por el legítimo propietario de aquellas piedras, debía demostrar que era él quien tomaba las decisiones y que no se le podía engañar con facilidad.
Los únicos asientos disponibles eran los bancos que rodeaban la mesa. Y eran bancos bajos, casi tanto como los que se usaban para ordeñar las vacas, así que, sobre uno de ellos, hasta Hogaza parecía un poco ridículo, como un adulto sentado a la mesa de juguete de unos niños. Umbo no era alto para los catorce años que tenía, así que su aspecto era aún más ridículo, sólo le faltaba un biberón para completar el efecto.