Pathfinder (45 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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Se levantó en silencio y la siguió. La forma se movía sin vacilaciones, cumpliendo con su hábito de caminar cerca de la pared de los pasillos y sorteando el centro de las salas. Parecía conocer a la perfección la casa. Claro que, ¿por qué iba a ser de otro modo? No se encontraron con nadie.

Finalmente llegaron a un pasillo poco transitado que conducía a unas habitaciones de invitados. Allí la figura se detuvo y Rigg se acercó a ella.

—¿Param? —preguntó en voz baja.

Como respuesta, ella lo abrazó y le susurró al oído:

—Oh, hermano mío. Él me dijo que vendrías.

En aquel momento, Rigg comprendió que Padre debía de haberla visitado, del mismo modo que había visitado a Umbo y a Nox, para ayudarla a controlar y hacer uso de su poder. ¿Quién sino él podía haberle prometido algo sobre Rigg? ¿Quién más sabía de su existencia? Sin embargo, Padre nunca se había ausentado de Vado Otoño el tiempo suficiente como para llegar hasta Aressa Sessamo y luego volver, ¿no? Aunque Rigg sabía que era absurdo pensar que había cosas imposibles para Padre. En un mundo en el que Umbo, Param, Nox y él mismo poseían tan extraños poderes, ¿quién sabía de qué era capaz Padre?

—Hay una entrada a los pasillos abandonados no lejos de aquí —susurró a modo de respuesta.

Param le dio la mano y la llevó hasta allí. Rigg podía ver rastros antiguos que atravesaban lo que a sus ojos aparentaba ser un sólido muro. Como había hecho en otras ocasiones, pasó una mano por la superficie que parecía ser la abertura, pero no pudo encontrar ni rastro de ella.

Param le puso una mano en el hombro y se lo llevó lejos de la pared.

—¿De verdad hay una puerta ahí? —susurró.

—La había. Pero hace doscientos años que nadie la utiliza.

—Así que la pared no puede ser de piedra, de cemento ni de ladrillo —dijo ella.

—Es un muro interior. Supongo que, aunque lo hubieran cegado, sería de yeso o de madera. Pero no lo sé con certeza. ¿Acaso importa? Puede que sea lo bastante liviano como para derribarlo de una patada, pero nunca podríamos cerrarlo después.

Como respuesta, ella lo empujó suavemente contra la pared opuesta del pasillo. «No te muevas», venía a expresar el gesto. Vio cómo se desvanecía su figura ante sus mismos ojos y luego, mientras él aguardaba pacientemente, atravesó la pared, siguiendo el mismo camino que los de las personas que habían utilizado el pasadizo en el pasado.

No podía saber lo que estaba haciendo al otro lado del muro. Pero al cabo de un rato, oyó un leve golpe, seguido por un chasquido, como si alguien hubiera retirado un pestillo y un resorte largo tiempo olvidado se hubiera activado. Y entonces, para su sorpresa, en lugar de abrirse una puerta en medio de la pared, la sección entera del muro, separada por dos columnas de sustentación, se alzó suavemente y dejó ver el pasillo que se abría detrás, donde Param lo estaba esperando.

Rigg entró en el pasadizo. Param accionó una palanca y el muro volvió a cerrarse en silencio. No era de extrañar que Rigg no hubiera podido encontrar ninguna puerta. Era una de las limitaciones de su don. Sabía por dónde había pasado la gente, pero no el aspecto que adoptaba el lugar cuando lo hacían.

Pensaba que el pasadizo estaría a oscuras, pero flotaba en él una tenue luz plateada. Se dirigió hacia lo que parecía ser su fuente, preguntándose si habría algún conducto de ventilación por el que entraría la luz del Anillo.

Pero pronto descubrió que la luz procedía de un espejo, que a su vez reflejaba la luz proyectada por otro espejo, a partir de ahí Rigg no veía que más podía haber. Desde luego, esa luz era la del Anillo. En una noche nublada, haría falta una vela para moverse por aquel pasillo en la oscuridad, si uno no lo conocía bien.

—¿Te ha dolido? —preguntó—. ¿Al atravesar la pared? O la puerta, o lo que sea.

—Sí —respondió ella. Alargó una mano. Rigg la tocó y retrocedió al instante. Estaba tan caliente como la de un niño con una fiebre grave. Le tocó la frente y la mejilla. Estaban igual.

—No puedes volver a hacer eso nunca —dijo.

—Pues tengo que hacerlo —dijo ella—. No tengo ni la menor idea de cómo se abre desde el otro lado. Pero no es tan malo. Me enfrío enseguida. No es como la piedra o los ladrillos. La piedra me quema y me arde la ropa. Cuando estoy escondida, tengo que estar siempre pendiente para no rozarme contra la roca.

Como respuesta, Rigg le dio un abrazo.

—No sabes lo que significa para mí saber que tengo una hermana.

—Y para mí —dijo ella—. Él me dijo que no le contara nunca a Madre que sabía que existes. Me dijo que vendrías y me liberarías.

—Lo haré —dijo—. Sé como atravesar estos pasadizos para llegar hasta los muros exteriores y salir.

—¿Por debajo de ellos? —preguntó Param.

—La casa se levanta sobre un montículo. Ahora es más bajo que antes, porque el peso del edificio lo ha achatado. Así que es posible que algunos de los pasillos estén anegados. Estamos en el delta del río y el agua está debajo de la superficie de todo. Pero mientras podamos respirar, podremos salir de aquí. Hay un pasillo muy largo que llega hasta la Biblioteca de la Nada.

—¿Cómo puedes saber todo eso? ¿Habías entrado antes en los pasadizos?

—No —dijo Rigg—. Pero he visto los rastros de la gente que los utilizaba. Sé adónde iban. Ése es mi don: veo sus rastros aunque estén detrás de un muro o bajo tierra.

—Tu don es mucho más útil que el mío —dijo ella.

—Con el mío no habría podido llegar hasta aquí. Ni me permite desaparecer a plena luz del día.

—Ni tampoco te quema cuando atraviesas algo.

—Siento haber pasado a través de ti aquel día.

—No fue tan terrible —dijo ella—. Los dos estábamos en movimiento. Eso significa que no ocupamos el mismo espacio durante mucho tiempo. Las paredes sí son fijas. En ese caso, yo soy la única que se mueve y el contacto se prolonga mucho más.

Rigg le cogió las manos con fuerza.

—¿Cómo lo llamabas tú? Al hombre al que yo conocía como «Padre».

—El Caminante —dijo ella.

—¿Así que estuvo en esta casa?

—Sí —respondió Param—. A Madre le conté que uno de los sabios me ayudó a comprender mi don sin darse cuenta. Pero la verdad es que fue él. Se hizo pasar por jardinero. De hecho, el jardín aún exhibe su huella. ¿Cómo es que no sabías que estuvo aquí? ¿No has visto su rastro?

—Padre…, o el Caminante, no dejaba rastro.

—¿Y cómo lo hacía?

—No sé si es algo que hacía o, simplemente, que no lo tenía. Creo que era un santo. Un héroe. Tenía poderes que la gente normal no poseía.

—Pero cuando yo era invisible, no podía verme, al contrario que tú.

—Yo no es que pueda verte, sólo veo dónde has estado, el lugar que has atravesado y dejado atrás hace un momento. Y no es que lo vea, exactamente. Aunque cierre los ojos o te dé la espalda, seguiría sabiendo dónde está tu rastro.

—Él decía que eras el mejor de nosotros.

—¿Nosotros?

—Sus estudiantes.

—¿Así que te habló de los demás?

—Me dijo que el mundo había mutado para crearnos. Que los poderes son intensos en este cercado, decía. Así que todo depende de nosotros.

—¿Qué todo? —preguntó Rigg—. ¿Restaurar la monarquía? A mí eso me trae sin cuidado.

—Y a mí —respondió ella—. Y a él.

—Cuántas cosas te contó… —dijo Rigg—. A mí nada.

—¿Estás celoso?

—Sí —respondió él—. Y enfadado. ¿Por qué no se fiaba de mí?

—De ti era del que más se fiaba, así me lo dijo. Y también que eras el que estaba mejor preparado. Su mejor pupilo.

—No puedo hacer nada solo. Veo los rastros, sí, pero no puedo hacer nada sin Umbo. Es el que me permite retroceder en el tiempo. Por mí mismo soy incapaz.

—Sabías dónde estaba el pasadizo.

Rigg se dio cuenta de que estaban perdiendo el tiempo tratando de afirmar la importancia de su don.

—No tenemos mucho tiempo. Alguien se dará cuenta de que no estamos.

—Posiblemente no —respondió ella—. Estamos en plena noche.

—Te sorprendería el celo con el que nos vigilan.

—Te olvidas de que he recorrido estas habitaciones y estos pasillos durante años —dijo ella.

—Dando vueltas y vueltas —respondió él.

—¿Cómo?

—Si te quedas quieta, reapareces. Así que caminas en pequeños círculos cuando quieres permanecer en una habitación sin hacerte visible. Tu rastro está lleno de florituras.

—Sí —dijo ella—. Siempre girando y girando. Estoy harta.

—¿Y por qué no reapareces?

—Porque me matarían —dijo ella.

—Pensé que era porque… Me dijeron que hubo un hombre que… te quitó la ropa.

—Llevo toda la vida inventándome tonterías como ésa. No, fue un hombre con un cuchillo. No tuve tiempo de hacer otra cosa que acelerarme… Yo lo llamo así, «acelerarme». Me aceleré y lo atravesé. No supo dónde me había metido. Por aquel entonces apenas lo hacía… Acelerarme, me refiero. Puede que no supieran aún que era capaz de hacerlo. Pero ahora sí. Madre me ha hablado de los espías. Lo saben todo.

—Sólo saben lo que oyen y ven —dijo Rigg.

—Cuando me acelero, no puedo oír nada —dijo ella—. Fuiste muy listo al… Con lo de la pizarra, me refiero. Ni siquiera a Madre se le ha ocurrido la idea de escribirme mensajes y quedarse muy quieta.

—Tenemos que irnos. Pero antes… ¿puedes ver algún mecanismo aquí? ¿Alguna conexión con un sistema de apertura situado en el exterior?

Examinaron las paredes del pasadizo, pero no había nada. La palanca que abría desde del otro lado salía de la pared y el resto del mecanismo estaba oculto.

—Puedo entrar en la pared si quieres —dijo ella—, pero ahí dentro la oscuridad es total. No podré ver ni mucho menos sentir nada. Salvo el calor y el grosor del muro.

—No, no, no quiero que hagas eso. Pero… Seré idiota… Alguien construiría los pasillos, ¿no? Y el mecanismo de apertura. Si me remonto hasta el principio, podré localizar su rastro. El de todos ellos. Podré ver por dónde se movían cuando lo estaban construyendo todo.

—¿Quieres decir que los rastros no se desvanecen?

—No del todo —dijo Rigg—. De algún modo se vuelven más tenues, pero es más bien como si se alejaran, aunque no se trata de una distancia real. Siguen allí. Nunca se alejan ni se mueven. Shhh. Deja que me concentre.

Tardó cinco minutos en encontrar su rastro. Tiempo atrás se levantaba allí otro edificio y al tratar de localizar el rastro que buscaba, Rigg se dio cuenta de que debían haber construido aquella parte de la casa de Flacommo cuando la antigua seguía aún en pie. Para que nadie pudiera ver lo que estaban haciendo.

Una vez localizados los rastros correctos, la respuesta fue fácil de hallar.

—El mecanismo se encuentra en el techo del pasillo. A demasiada altura para nosotros, aunque saltemos. Pero si tuviéramos una escoba, o una espada… o cualquier cosa con mango. Estuvieron trabajando en las dos esquinas del panel de la pared. Quizá haya que presionarlas las dos a la vez. O puede que una sirva para abrir y la otra para cerrar.

—Salgamos y averigüémoslo —dijo ella.

Rigg alargó una mano hacia la puerta.

—¡Espera! —exclamó ella—. ¿Y si hay alguien fuera?

—Yo lo sabría —dijo Rigg—. No hay nadie.

—Cuando salgamos, no podremos hablar más.

—Siempre está el día de mañana. Y pasado mañana.

—Rigg —dijo ella, y volvió a abrazarlo—. ¿Sabes que me he hecho más joven esperándote? —le preguntó.

—¿Más joven?

—Cuando me acelero, el resto del mundo pasa volando. Y cuando lo hago realmente deprisa, pueden pasar días enteros en lo que para mí son escasos minutos. La mayoría de las veces no lo hago así, pero…

—¿Cómo sabes cuánto tiempo ha pasado para ti? —le preguntó Rigg—. ¿Cómo mides el tiempo cuando estás en estado de aceleración?

—Digamos que… es un método bastante preciso. Sé cuánto tiempo ha pasado en el mundo y puedo… Mi propio tiempo lo mido mediante los… meses. ¿Entiendes? Sé cuándo ha pasado un mes para mí. Desde que me recluí sólo han pasado dos. Todos los demás han envejecido más de un año. Pero yo sólo dos meses. Así que creen que ahora tengo dieciséis años, pero mi cuerpo apenas ha vivido quince. A este ritmo viviré eternamente… pero sin tener vida de verdad.

Se echó a llorar. No como una niña, con la cara arrugada y sonoros sollozos, sino como una mujer, en silencio, temblando mientras él la abrazaba.

—Param, te sacaremos de aquí.

—No basta con salir de esta casa. Nos seguirán por la ciudad, por la biblioteca, allá a donde vayamos.

—Umbo y Hogaza vendrán —dijo Rigg—. Encontraremos el modo. Recuperarás tu vida. Los dos lo haremos.

—Eres mi hermano pequeño —dijo ella—. En teoría soy yo la que debe hacerte promesas.

—Lo sé —dijo Rigg—. Puedes contarme cuentos para dormir cuando hayamos salido de aquí. Pero ahora tenemos que marcharnos, mientras aún nos queda tiempo para descubrir cómo se cierra la puerta desde el otro lado.

Al final no buscaron una escoba ni nada parecido. Simplemente, Rigg juntó las manos y la izó. Param, apoyada entre su hombro y la pared, pudo alcanzar el rincón. Como es natural, primero probaron con el que no era. No sucedió nada y cuando Rigg comenzaba a desesperar, ella señaló que quizá estuvieran utilizando el que servía para abrir la puerta. Y en efecto, cuando presionó con fuerza la otra esquina —y Rigg sintió en sus carnes con qué fuerza lo hacía, pues sus pies se le clavaron en los hombros—, la pared volvió deslizándose a su posición anterior, sin dejar un solo rastro que indicara que era distinta a las otras.

Al volver al suelo, Param le dio un beso en la mejilla y luego desapareció.

Durante todo ese tiempo, apenas había vislumbrado su rostro por un instante a la luz plateada reflejada por los espejos. Rigg no estaba seguro de poder reconocerla si volvía a verla a la luz del día.

Pero su hermana era real y estaba viva, y por fin había podido hacer lo que le había pedido Padre, encontrar a su hermana. Y lo estaba esperando. Padre le había dicho que él la liberaría.

«Padre confiaba en mí.

»Y ahora ella también.»

»Será mejor que no le falle.

18

HURGAR EN EL PASADO

—Tenemos diecinueve naves —dijo Ram—. Y un solo mundo.

—Eso quiere decir que tenemos diecinueve veces más probabilidades de éxito —dijo el prescindible.

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