—Te ayudo con la distancia —dijo Dan, al tiempo que sacaba los prismáticos y se quedaba apoyado sobre los codos, observando con los Steiner de siete por cincuenta recubiertos de goma—. ¿A cuánto calculas que están, a unos setecientos metros? —preguntó.
—Yo diría que a ochocientos —contestó T. K. con tono seco.
—¿Vas a cargarte primero al de la mira telescópica? —preguntó Dan.
—Sí. —Luego, tras un momento de silencio, T. K. disparó.
Las balas, al desplazarse a una velocidad mayor que la del sonido, llegaban a su objetivo antes de que pudieran escucharse los disparos. El primer proyectil levantó una pequeña nube de polvo al golpear contra el suelo un poco más allá de los pies del forajido.
—Un metro más bajo, treinta centímetros a la izquierda —susurró Dan.
Unos instantes después, T. K. volvió a disparar. Esta vez la bala impactó contra la parte superior derecha del pecho del objetivo. Para el resto de los hombres que tenía alrededor, daba la sensación de que algún tipo de fuerza mágica y silenciosa lo había derribado. Tan solo un segundo después, llegó el fuerte sonido que indicaba que se trataba de una bala.
El tipo del pelo largo que llevaba la carabina M1 se giró para ver de dónde provenía el disparo. Un instante después, una segunda bala disparada por Kennedy lo alcanzó. La bala blindada de setecientos cincuenta granos lo derribó después de impactar cerca del plexo. Los otros dos hombres, tras caer por fin en la cuenta de lo que estaba sucediendo, se echaron cuerpo a tierra.
—Ahora ya sabes a qué distancia están, tío —dijo Dan.
T. K. disparó dos veces más antes de alcanzar su objetivo. El tercer hombre, que todavía no había determinado de dónde provenían los disparos, recibió un tiro en la cabeza. La bala entró por encima del ojo izquierdo y le destrozó la parte superior y la parte trasera del cráneo. T. K. cambió de cargador y volvió a colocarse el arma contra la mejilla.
El último de los forajidos, que no dejaba de temblar, divisó la nube de polvo que levantaba el rebufo del McMillan.
—Es increíble, joder, está a un kilómetro y medio. Nadie puede disparar desde tan lejos —gritó a sus compañeros, que ya no podían oírle. Seguidamente, comenzó a arrastrarse lo más rápido posible en dirección a la barricada. T. K. volvió a disparar, pero falló. El siguiente disparo impactó en la parte inferior del abdomen y buena parte de sus vísceras comenzaron a salírsele del cuerpo—. ¡Me han dado! ¡Me han dado! —gritó, pero no quedaba nadie con vida que pudiese oírle. El hombre se quedó destrozado en el suelo; en cuestión de segundos la vida se le escapó por el agujero que tenía en el vientre.
T. K. puso un nuevo cargador y volvió a pasar el cerrojo. A continuación, les disparó una vez más a cada uno de los cuerpos para asegurarse de que estaban muertos. Seguro ahora de la fuerza del viento y de la distancia, acertó a cada uno de los objetivos a la primera.
—Están muertos y bien muertos —sentenció T. K. Luego, sacó el cargador, que estaba medio vacío, e insertó uno lleno. Bajó la vista y mirando al suelo se quedó pensando en los casquillos esparcidos a la derecha del fusil. Reflexionó acerca de qué habría resultado más llamativo en el caso de que el intercambio de disparos se hubiese prolongado por más tiempo: si la presencia de los casquillos o el movimiento que tendría que haber realizado arrastrándose por el suelo para recogerlos. Se encogió de hombros pensando que ahora mismo aquella no era más que una pregunta meramente académica.
Dan Fong dejó sus prismáticos Steiner y se acercó para darle una palmada en el hombro a T. K.
—Nunca había visto algo así en mi vida.
—Me parece que esos tíos no sabían con quién se estaban jugando los cuartos —masculló Kevin.
—Viejo proverbio chino
decil
—bromeó Fong, exagerando el acento—: Puedes
robal
a un hombre
aplovechando
la oscuridad de la luna nueva, pero cuando
volvel
la luz del día, ¡el cabrón que la hace, la paga!
Tras recoger los casquillos, T. K. bajó la cuesta hacia el coche, abrió una caja de munición y volvió a llenar el par de cargadores del McMillan que había vaciado.
—No vale la pena bajar ahí a ver los resultados. Es posible que detrás de la barricada o entre las rocas haya escondido alguien de refuerzo que no hayamos visto. Ese tipo de cosas es lo que te puede joder el día.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Kevin rascándose la barba que le empezaba a crecer en la barbilla—. Vamonos, las águilas ratoneras se encargarán del funeral; que sea Dios quien se ocupe de ellos.
Durante algunos minutos estuvieron examinando el mapa de carreteras en busca de una ruta alternativa que evitara el lugar de la emboscada. El desvío les supondría casi una hora más de viaje y ocho litros más de gasolina.
Antes de ponerse en marcha, Dan Fong examinó su chaleco Hardcorps y la piel que este cubría.
—La ha parado en seco. Parece que era una bala de punta blanda de ciento diez granos de la carabina esa M1. Fijaos cómo se ha quedado grabado el dibujo del kevlar en la bala aplastada. Es una pasada. Me la voy a guardar como recuerdo.
—¿Qué tal tienes el hombro, Fongman? —preguntó Kevin.
Fong apoyó la mano debajo de la clavícula y movió el brazo en círculo.
—Lo más seguro es que mañana por la mañana me duela como un demonio.
—Típica herida provocada por un objeto romo —dijo T. K. haciendo como si fuera uno de los Monty Python. Entre risas, Dan volvió a ponerse su chaleco y su chaqueta de campo.
Mientras emprendían la marcha, Kevin empezó a tararear una canción y sus dos compañeros lo siguieron: «Pon tu mano en la mano que te da la mano. Pon tu mano en la mano de aquel que te dice... muere».
Durante las siguientes cinco horas viajaron sin sufrir ningún percance. Dieciséis kilómetros al noroeste de Portage, en Utah, el trío se encontró con otra emboscada. Esta vez estaba mejor colocada que la anterior, justo después de una curva muy pronunciada, con lo que Kevin apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de llegar a la fuerte barricada construida con traviesas de ferrocarril que cubría la totalidad de la carretera. A la izquierda, la montaña ascendía prácticamente en vertical y a la derecha había una caída de más de trece metros que conducía a una línea férrea. A Kevin no le quedó más opción que frenar en seco, y el vehículo se detuvo a menos de quince metros de los emboscados.
Nueve hombres, apostados con rifles detrás de la barricada, abrieron fuego sin mediar palabra. Kevin metió la marcha atrás a toda prisa y apretó el acelerador. Mientras, Dan y T. K. se pusieron a disparar tan rápido como pudieron. T. K., con los antebrazos apoyados sobre el salpicadero acolchado de color negro, efectuaba rápidos disparos dobles con su AR-15. Dan disparaba su KH91 de forma entrecortada. El cañón del fusil estaba colocado prácticamente en medio de las dos cabezas de los hombres que iban en el asiento delantero. El sonido de cada una de las detonaciones en sus oídos era ensordecedor. Dan pudo apreciar que tres de los hombres de detrás de la barricada eran alcanzados por las balas y caían al suelo.
Tras haber retrocedido unos veinte metros, Dan vio que la cabeza de T. K. se sacudía hacia atrás de forma violenta y su cuerpo se desplomaba sobre su fusil mientras un chorro de sangre brotaba de la cara y de la parte trasera del casco. Justo entonces, Dan sintió también un fuerte golpe en el pecho.
Una vez hubo retrocedido marcha atrás más allá de la curva y fuera del alcance de los emboscados, Kevin volvió a frenar y dio después la vuelta. A continuación, condujo a toda velocidad durante cinco kilómetros hasta encontrar un lugar en una carretera secundaria donde parecía que podían detenerse sin peligro. Dan había vuelto en sí. Tras palparse la camisa, se dio cuenta de que el chaleco había detenido una bala de punta blanda de grueso calibre. Se incorporó hacia delante para ver cómo estaba Kennedy. Cuando no pudo encontrarle el pulso se dio cuenta de que estaba muerto. Al examinar el cuerpo de T. K. vieron que una bala había impactado en el ojo derecho, justo debajo del borde del casco. La bala había atravesado la cabeza de Tom y había salido por la parte posterior, dejando un agujero de cinco centímetros de diámetro. Los dos llegaron a la conclusión de que debía de haber muerto prácticamente en el acto. Sin poder dejar de temblar, se pusieron a buscar otros daños que hubiesen podido sufrir. Sorprendentemente, no se habían producido muchos. La jaula de seguridad había recibido tres impactos y una de las balas había atravesado la parte superior del radiador, luego había rebotado en la parte de arriba del motor, a la derecha de la bomba de agua y después había salido en dirección prácticamente vertical a través del capó del Bronco y había dejado un agujero alargado e irregular. Por suerte, no había conseguido atravesar el motor.
Mientras Fong vigilaba los alrededores, Kevin intentó reparar el agujereado radiador. Rebuscando en la caja de herramientas, encontró un perno de carrocería de medio centímetro de diámetro y diez de largo. Tras cortar algunas juntas de goma de un pedazo de cámara de una rueda que sobraba, fue capaz de hacer un tapón que recorría todo el radiador. Después de colocarlo, lo selló todo con una gruesa capa de silicona que puso alrededor de las juntas y del perno. Colocó las juntas hechas con la cámara por los dos lados del radiador y las sostuvo con dos grandes arandelas y una palomilla. En menos de cinco minutos el trabajo estuvo acabado.
Los dos hombres hicieron guardia y esperaron media hora hasta que la silicona estuvo seca. Después, Kevin rellenó el radiador con uno de los diez bidones de plástico procedentes del ejército que contenía en su interior diecinueve litros de agua. Lendel cambió entonces la tapa del radiador y encendió el motor.
—Sometido a la presión máxima —le dijo Kevin a Dan—, todavía pierde una gota cada dos o tres segundos, pero teniendo en cuenta la cantidad de agua que llevamos, es insignificante. Comprobaremos el nivel cada hora. Debería de ser capaz de transportarnos adonde queremos ir. Si el goteo va a más, siempre podemos soltar la tapa del radiador y viajar con el sistema con menos presión. —Fong gruñó dando a entender que estaba de acuerdo.
Tras quedarse mirando en silencio durante unos instantes, Dan sacó dos ponchos de una de las mochilas.
—Vamos a envolver el cuerpo —dijo con tono frío.
Dan se dio cuenta entonces de que una raja recorría de arriba abajo uno de los lados del casco de Kevin.
—Será mejor que le eches un vistazo a tu casco, tío. —Kevin se quitó el casco y pudo ver que, de no ser por el Fritz, una bala habría acabado con él, igual que le había pasado a T. K.
—¿Qué hacemos, Dan, tomamos un desvío para evitar el control? —dijo Kevin mientras se pasaba los dedos por el deshilachado y amarillento material kevlar que había ahora alrededor de la cubierta de tela de camuflaje.
—Nada de eso, Kev —dijo Fong después de quedarse un momento pensando—. Esos hijos de puta han golpeado primero. Ni siquiera han hecho una advertencia ni nada parecido. Son saqueadores, de eso no hay duda. Yo digo que nos los carguemos.
Kevin asintió con la cabeza.
—De acuerdo —dijo en voz baja y con tono tranquilo—. Vamos a buscar un lugar donde podamos dejar el Bronco y escondernos hasta que se haga de noche.
Cuando se puso el sol, Kevin y Dan se pusieron mutuamente pintura de camuflaje en la cara y en el dorso de las manos. Dan llevaba el HK-91. Tal y como era su costumbre, Kevin iba con su escopeta de corredera. Los dos caminaron lentamente durante una hora uno delante del otro hasta que llegaron al punto donde habían planeado separarse. Una vez allí, los dos compararon sus relojes. Dan le tendió la mano a Kevin.
—¿Qué quiere decir este apretón de manos, Fongman? —preguntó Kevin, después de estrechársela con firmeza.
—Puede que esto sea una despedida, amigo mío.
—No digas tonterías —contestó Kevin diciendo que no con la cabeza—. Tal y como diría Jeff, vamos a darles con todo y a apuntar a cuántos nos cargamos, tal y como harían Rug Sucker y los hermanos Kolodney. Hay que ser optimista.
Dan se quedó callado un momento y luego asintió.
—Está bien... Entonces vamos a hacer las cosas bien desde el principio.
A las once de la noche los dos estaban colocados en posición. Kevin, que se había aproximado desde el este, estaba sentado en cuclillas a cincuenta metros del campamento de los forajidos, que estaba situado junto a la vía del ferrocarril que había debajo de la barricada de la carretera. Dan Fong se había echado cuerpo a tierra en el extremo del camino, siete metros por encima del campamento y a veinte metros de distancia en dirección norte.
Kevin apretó dos veces el botón rojo de su TRC-500, el que servía para hablar. A continuación escuchó que Dan lo pulsaba a su vez dos veces como respuesta. En el campamento, se veían seis sacos de dormir dispuestos alrededor de un pequeño fuego. Un hombre con una escopeta de corredera caminaba alrededor del perímetro del campamento. La luz que emitía el fuego no le permitía distinguir nada de lo que había en medio de la oscuridad de la noche.
Dan y Kevin esperaron mirando de tanto en tanto sus relojes mientras veían cómo la media luna surcaba lentamente el cielo nocturno. Poco antes de la medianoche, el guardia se acercó a uno de los que dormían y le dio una patada en los pies.
—Eh, capullo, te toca —le gritó a la figura que estaba tumbada. El segundo tipo se incorporó, salió del saco de dormir y se puso las botas. Poco después de la medianoche, se irguió y cogió la escopeta que llevaba el guardia al que había de sustituir, quien por su parte desplegó su saco de dormir y no tardó en conciliar el sueño.
Poco después de que comenzase la nueva guardia, el vigilante empezó a caminar en dirección a Kevin. Este contuvo el aliento; podía escuchar su propia circulación golpeándole en los oídos. Cuando el guardia estaba a diez metros de distancia del campamento, este se detuvo, se bajó los pantalones y se puso en cuclillas para hacer sus necesidades. Transcurridos dos minutos, continuó con su ruta normal alrededor del perímetro del campamento. Hasta pasados diez minutos, Kevin no volvió a recuperar el pulso normal.
Unos cuantos segundos antes de las dos y cuarto de la mañana, poco después de que la luna se hubiera ocultado, Kevin se puso de pie y se estiró sin hacer ruido, utilizando algunas posturas propias de la esgrima. A continuación, caminó en silencio hacia el campamento con la escopeta al hombro. Cuando penetró en la zona ligeramente iluminada por el fuego, pudo ver claramente, de espaldas a él, al hombre que hacía la guardia. Kevin calculó que el objetivo estaba a una distancia entre nueve y once metros. Para asegurarse de acertar, se apoyó en una rodilla. Al apuntarlo con la mira de tritio de color verde fosforescente de su escopeta, vio cómo el hombre giraba la cabeza hacia él. En ese mismo momento, Kevin apretó el gatillo.