Supongamos que uno de los miembros del grupo dice: «Me gustaría discutir sobre el nacionalismo». «Muy bien», diría el educador, después de registrar la sugerencia, y añadiría: «¿Qué significa nacionalismo? ¿Por qué puede interesarnos una discusión sobre el nacionalismo?»
Es probable que con la problematización de la sugerencia, del grupo surjan nuevos temas. Así, en la medida en que todos van manifestándose, el educador irá problematizando una a una las sugerencias que nacen del grupo.
Si, por, ejemplo, en un área donde funcionan 30 «círculos de cultura» en la misma noche, todos los «coordinadores» (educadores) proceden así, el equipo central tendrá material temático rico para estudiar, dentro de los principios discutidos en la primera hipótesis de la investigación de la temática significativa.
Lo importante, desde el punto de vista de la educación liberadora y no «bancaria», es que, en cualquiera de los casos, los hombres se sientan sujetos de su pensar, discutiendo su pensar, su propia visión del mundo, manifestada, implícita o explícitamente, en sus sugerencias y en las de sus compañeros.
Porque esta visión de la educación parte de la convicción de que no puede ni siquiera presentar su programa, sino que debe buscarlo dialógicamente con el pueblo, y se inscribe, necesariamente, como una introducción a la Pedagogía del Oprimido, de cuya elaboración él debe participar.
La antidialogicidad y la dialogicidad como matrices de teorías de acción cultural antagónicas: la primera sirve a la opresión; la segunda, a la liberación.
La teoría de la acción antidialógica y sus características:
—la conquista
—la división
—la manipulación
—la invasión cultural
La teoría de la acción dialógica y sus características:
—la colaboración
—la unión
—la organización
—la síntesis cultural
En este capítulo, en que pretendemos analizar las teorías de la acción cultural que se desarrollan a partir de dos matrices, la dialógica y la antidialógica, repetiremos con frecuencia afirmaciones que ya hemos hecho a lo largo de este ensayo.
Serán repeticiones o retorno a puntos ya referidos, ora con la intención de profundizar sobre ellos, ora porque se hacen necesarios para una mayor claridad de nuevas afirmaciones.
De este modo, empezaremos reafirmando el hecho de que los hombres son seres de la praxis. Son seres del quehacer, y por ello diferentes de los animales, seres del mero hacer. Los animales no «admiran» el mundo. Están inmersos en él. Por el contrario, los hombres como seres del quehacer «emergen» del mundo y objetivándolo pueden conocerlo y transformarlo con su trabajo.
Los animales, que no trabajan, viven en su «soporte» particular al cual no pueden trascender. De ahí que cada especie animal viva en el «soporte» que le corresponde y que éstos sean incomunicables entre sí para los animales en tanto franqueables a los hombres.
Si los hombres son seres del quehacer esto se debe a que su hacer es acción y reflexión. Es praxis. Es transformación del mundo. Y, por ello mismo, todo hacer del quehacer debe tener, necesariamente, una teoría que lo ilumine. El quehacer es teoría y práctica. Es reflexión y acción. No puede reducirse ni al verbalismo ni al activismo, como señalamos en el capítulo anterior al referirnos a la palabra.
La conocida afirmación de Lenin: «Sin teoría revolucionaria no puede haber tampoco movimiento revolucionario»
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, significa precisamente que no hay revolución con verbalismo ni tampoco con activismo sino con praxis. Por lo tanto, ésta sólo es posible a través de la reflexión y la acción que inciden sobre las estructuras que deben transformarse.
El esfuerzo revolucionario de transformación radical de estas estructuras no puede tener en el liderazgo a los hombres del quehacer y en las masas oprimidas hombres reducidos al mero hacer.
Este es un punto que deberla estar exigiendo una permanente y valerosa reflexión de todos aquellos que realmente se comprometen con los oprimidos en la causa de su liberación.
El verdadero compromiso con ellos, que implica la transformación de la realidad en que se hallan oprimidos, reclama una teoría de la acción transformadora que no puede dejar de reconocerles un papel fundamental en el proceso de transformación.
El liderazgo no puede tomar a los oprimidos como simples ejecutores de sus determinaciones, como meros activistas a quienes se niegue la reflexión sobre su propia acción. Los oprimidos, teniendo la ilusión de que actúan en la actuación del liderazgo, continúan manipulados exactamente por quien no puede hacerlo, dada su propia naturaleza.
Por esto, en la medida en que el liderazgo niega la praxis verdadera a los oprimidos, se niega, consecuentemente, en la suya.
De este modo, tiende a imponer a ellos su palabra transformándola, así, en una palabra falsa, de carácter dominador, instaurando con este procedimiento una contradicción entre su modo de actuar y los objetivos que pretende alcanzar, al no entender que sin el diálogo con los oprimidos no es posible la praxis auténtica ni para unos ni para otros.
Su quehacer, acción y reflexión, no puede darse sin la acción y la reflexión de los otros, si su compromiso es el de la liberación.
Sólo la praxis revolucionaria puede oponerse a la praxis de las elites dominadoras. Y es natural que así sea, pues son quehaceres antagónicos.
Lo que no se puede verificar en la praxis revolucionaria es la división absurda entre la praxis del liderazgo y aquélla de las masas oprimidas, de tal forma que la acción de las últimas se reduzca apenas a aceptar las determinaciones del liderazgo.
Tal dicotomía sólo existe como condición necesaria en una situación de dominación en la cual la élite dominadora prescribe y los dominados se guían por las prescripciones.
En la praxis revolucionaria existe una unidad en la cual el liderazgo, sin que esto signifique, en forma alguna, disminución de su responsabilidad coordinadora y en ciertos momentos directiva, no puede tener en las masas oprimidas el objeto de su posesión.
De ahí que la manipulación, la esloganización, el depósito, la conducción, la prescripción no deben aparecer nunca como elementos constitutivos de la praxis revolucionaria. Precisamente porque constituyen parte de la acción dominadora.
Para dominar, el dominador no tiene otro camino sino negar a las masas populares la praxis verdadera. Negarles el derecho de decir su palabra, de pensar correctamente. Las masas populares no deben «admirar» el mundo auténticamente; no pueden denunciarlo, cuestionarlo, transformarlo para lograr su humanización, sino adaptarse a la realidad que sirve al dominador. Por esto mismo, el quehacer de éste no puede ser dialógico. No puede ser un quehacer problematizante de los hombres-mundo o de los hombres en sus relaciones con el mundo y con los hombres. En el momento en que se hiciese dialógico, problematizante, o bien el dominador se habría convertido a los dominados y ya no sería dominador, o se habría equivocado. Y si, equivocándose, desarrollara tal quehacer, pagaría caro su equívoco.
Del mismo modo, un liderazgo revolucionario que no sea dialógico con las masas, mantiene la «sombra» del dominador dentro de sí y por tanto no es revolucionario, o está absolutamente equivocado y es presa de una sectarización indiscutiblemente mórbida. Incluso puede suceder que acceda al poder. Mas tenemos nuestras dudas en torno a las resultantes de una revolución que surge de este quehacer antidialógico.
Se impone, por el contrario, la dialogicidad entre el liderazgo revolucionario y las masas oprimidas, para que, durante el proceso de búsqueda de su liberación, reconozcan en la revolución el camino de la superación verdadera de la contradicción en que se encuentran, como uno de los polos de la situación concreta de opresión. Vale decir que se deben comprometer en el proceso con una conciencia cada vez más crítica de su papel de sujetos de la transformación.
Si las masas son adscritas al proceso como seres ambiguos
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, en parte ellas mismas y en parte el opresor que en ellas se aloja, y llegan al poder viviendo esta ambigüedad que la situación de opresión les impone, tendrán, a nuestro parecer, simplemente, la impresión de que accedieron al poder.
En su dualidad existencial puede, incluso, proporcionar o coadyuvar al surgimiento de un clima sectario que conduzca fácilmente a la constitución de burocracias que corrompen la revolución. Al no hacer consciente esta ambigüedad, en el transcurso del proceso, pueden aceptar su «participación» en él con un espíritu más revanchista
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que revolucionario.
Pueden también aspirar a la revolución como un simple medio de dominación y no concebirla como un camino de liberación. Pueden visualizarla como su revolución privada, lo que una vez más revela una de las características del oprimido, a la cual ya nos referimos en el primer capítulo de este ensayo.
Si un liderazgo revolucionario que encarna una visión humanista —humanismo concreto y no abstracto— puede tener dificultades y problemas, mayores; dificultades tendrá al intentar llevar a cabo una revolución para las masas oprimidas por más bien intencionadas que ésta fuera. Esto es, hacer una revolución en la cual el
con
las masas es sustituido por el
sin
ellas ya que son incorporadas al proceso a través de los mismos métodos y procedimientos utilizados para oprimirlas.
Estamos convencidos de que el diálogo con las masas populares es una exigencia radical de toda revolución auténtica. Ella es revolución por esto. Se distingue del golpe militar por esto. Sería una ingenuidad esperar de un golpe militar el establecimiento del diálogo con las masas oprimidas. De éstos lo que se puede esperar es el engaño para legitimarse o la fuerza represiva.
La verdadera revolución, tarde o temprano, debe instaurar el diálogo valeroso con las masas. Su legitimidad radica en el diálogo con ellas, y no en el engaño ni en la mentira.
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La verdadera revolución no puede temer a las masas, a su expresividad, a su participación efectiva en el poder. No puede negarlas. No puede dejar de rendirles cuenta. De hablar de sus aciertos, de sus errores, de sus equívocos, de sus dificultades.
Nuestra convicción es aquella que dice que cuanto más pronto se inicie el diálogo, más revolución será.
Este diálogo, como exigencia radical de la revolución, responde a otra exigencia radical, que es la de concebir a los hombres como seres que no pueden ser al margen de la comunicación, puesto que son comunicación en sí. Obstaculizar la comunicación equivale a transformar a los hombres en objetos, y esto es tarea y objetivo de los opresores, no de los revolucionarios.
Es necesario que quede claro que, dado que defendemos la praxis, la teoría del quehacer, no estamos proponiendo ninguna dicotomía de la cual pudiese resultar que este quehacer se dividiese en una etapa de reflexión y otra distinta, de acción. Acción y reflexión, reflexión y acción se dan simultáneamente.
Al ejercer un análisis crítico, reflexivo sobre la realidad, sobre sus contradicciones, lo que puede ocurrir es que se perciba la imposibilidad inmediata de una forma de acción o su inadecuación al movimiento.
Sin embargo, desde el instante en que la reflexión demuestra la inviabilidad o inoportunidad de una determinada forma de acción, que debe ser transferida o sustituida por otra, no se puede negar la acción en los que realizan esa reflexión. Esta se está dando en el acto mismo de actuar. Es también acción.
Si, en la educación como situación gnoseológica, el acto cognoscente del sujeto educador (a la vez educando) sobre el objeto cognoscible no se agota en él, ya que, dialógicamente, se extiende a otros sujetos cognoscentes, de tal manera que el objeto cognoscible se hace mediador de la cognoscibilidad de ambos, en la teoría de la acción revolucionaria se verifica la misma relación. Esto es, el liderazgo tiene en los oprimidos a los sujetos de la acción liberadora y en la realidad a la mediación de la acción transformadora de ambos. En esta teoría de acción, dado que es revolucionaria, no es posible hablar ni de actor, en singular, y menos aun de actores, en general, sino de actores en intersubjetividad, en intercomunicación.
Con esta afirmación, lo que aparentemente podría significar división, dicotomía, fracción en las fuerzas revolucionarias, significa precisamente lo contrario. Es al margen de esta comunión que las fuerzas se dicotomizan. Liderazgo por un lado, masas populares por otro, lo que equivale a repetir el esquema de la relación opresora y su teoría de la acción. Es por eso por lo que en esta última no puede existir, de modo alguno, la intercomunicación.
Negarla en el proceso revolucionario, evitando con ello el diálogo con el pueblo en nombre de la necesidad de «organizarlo», de fortalecer el poder revolucionario, de asegurar un frente cohesionado es, en el fondo, temer a la libertad. Significa temer al propio pueblo o no confiar en él. Al desconfiar del pueblo, al temerlo, ya no existe razón alguna para desarrollar una acción liberadora. En este caso, la revolución no es hecha para el pueblo por el liderazgo ni por el pueblo para el liderazgo.
En realidad, la revolución no es hecha para el pueblo por el liderazgo ni por el liderazgo para el pueblo sino por ambos, en una solidaridad inquebrantable. Esta solidaridad sólo nace del testimonio que el liderazgo dé al pueblo, en el encuentro humilde, amoroso y valeroso con él.
No todos tenemos el valor necesario para enfrentarnos a este encuentro, y nos endurecemos en el desencuentro, a través del cual transformarnos a los otros en meros objetos. Al proceder de esta forma nos tornamos necrófilos en vez de biófilos. Matamos la vida en lugar de alimentarnos de ella. En lugar de buscarla, huimos de ella.
Matar la vida, frenarla, con la reducción de los hombres a meras cosas, alienarlos, mistificarlos, violentarlos, es propio de los opresores.
Puede pensarse que al hacer la defensa del diálogo
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, como este encuentro de los hombres en el mundo para transformarlo, estemos cayendo en una actitud ingenua, en un idealismo subjetivista.
Sin embargo, nada hay más concreto y real que la relación de los hombres en el mundo y con el mundo. Los hombres con los hombres, como también aquella de algunos hombres contra los hombres, en tanto clase que oprime y clase oprimida.