Lo que pretende una auténtica revolución es transformar la realidad que propicia un estado de cosas que se caracteriza por mantener a los hombres en una condición deshumanizante.
Se afirma, y creemos que es ésta una afirmación verdadera, que esta transformación no puede ser hecha por los que viven de dicha realidad, sino por los oprimidos, y con un liderazgo lúcido.
Que sea ésta, pues, una afirmación radicalmente consecuente, vale decir, que sea sacada a luz por el liderazgo a través de la comunión con el pueblo. Comunión a través de la cual crecerán juntos y en la cual el liderazgo, en lugar de autodenominarse simplementen como tal, se instaura o se autentifica en su praxis con la del pueblo, y nunca en el desencuentro, en el dirigismo.
Son muchos los que, aferrados a una visión mecanicista, no perciben esta obviedad: la de que la situación concreta en que se encuentran los hombres condiciona su conciencia del mundo condicionando a la vez sus actitudes y su enfrentamiento. Así, piensan que la transformación de la realidad puede verificarse en términos mecanicistas.
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Esto es, sin la problematización de esta falsa conciencia del mundo o sin la profundización de una conciencia, por esto mismo menos falsa, de los oprimidos en la acción revolucionaria.
No hay realidad histórica —otra obviedad— que no sea humana. No existe historia sin hombres así como no hay una historia para los hombres sino una historia de los hombres que, hecha por ellos, los conforma, como señala Marx.
Y es precisamente cuando a las grandes mayorías se les prohíbe el derecho de participar como sujetos de la historia que éstas se encuentran dominadas y alienadas. El intento de sobrepasar el estado de objetos hacia el de sujetos —que conforma el objetivo de la verdadera revolución— no puede prescindir ni de la acción de las masas que incide en la realidad que debe transformarse ni de su reflexión.
Idealistas seríamos si, dicotomizando la acción de la reflexión, entendiéramos o afirmáramos que la mera reflexión sobre la realidad opresora que llevase a los hombres al descubrimiento de su estado de objetos significara ya ser sujetos. No cabe duda, sin embargo, de que este reconocimiento, a nivel crítico y no sólo sensible, aunque no significa concretamente que sean sujetos, significa, tal como señalan uno de nuestros alumnos, «ser sujetos en esperanza»
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Y esta esperanza los lleva a la búsqueda de su concreción.
Por otro lado, seríamos falsamente realistas al creer que el activismo, que no es verdadera acción, es el camino de la revolución.
Por el contrario, seremos verdaderamente críticos si vivimos la plenitud de la praxis. Vale decir si nuestra acción entraña una reflexión crítica que, organizando cada vez más el pensamiento, nos lleve a superar un conocimiento estrictamente ingenuo de la realidad.
Es preciso que éste alcance un nivel superior, con el que los hombres lleguen a la razón de la realidad. Esto exige, sin embargo, un pensamiento constante que no puede ser negado a las masas populares si el objetivo que se pretende alcanzar es el de la liberación.
Si el liderazgo revolucionario les niega a las masas el pensamiento crítico, se restringe a sí mismo en su pensamiento o por lo menos en el hecho de pensar correctamente. Así, el liderazgo no puede pensar sin las masas, ni para ellas, sino con ellas.
Quien puede pensar sin las masas, sin que se pueda dar el lujo de no pensar en torno a ellas, son las élites dominadoras, a fin de, pensando así, conocerlas mejor y, conociéndolas mejor, dominarlas mejor. De ahí que, lo que podría parecer un diálogo de éstas con las masas, una comunicación con ellas, sean meros «comunicados», meros «depósitos» de contenidos domesticadores. Su teoría de la acción se contradiría si en lugar de prescripción implicara una comunicación, un diálogo.
¿Y por qué razón no sucumben las élites dominantes al no pensar con las masas? Exactamente, porque éstas son su contrario antagónico, su «razón» en la afirmación de Hegel que ya citamos. Pensar con las masas equivaldría a la superación de su contradicción. Pensar con ellas equivaldría al fin de su dominación.
Es por esto por lo que el único modo correcto de pensar, desde el punto de vista de la dominación, es evitar que las masas piensen, vale decir: no pensar
con
ellas.
En todas las épocas los dominadores fueron siempre así, jamás permitieron a las masas pensar correctamente.
«Un tal Míster Giddy —dice Niebuhr—, que fue posteriormente presidente de la sociedad real, hizo objeciones [se refiere al proyecto de ley que se presentó al Parlamento británico en 1867, creando escuelas subvencionadas] que se podrían haber presentado en cualquier otro país: «Por especial que pudiera ser, teóricamente, el proyecto de educar a las clases trabajadoras de los pobres, seria perjudicial para su moral y felicidad; les enseñaría a despreciar su misión en la vida, en vez de hacer de ellos buenos siervos para la agricultura y otros empleos; en lugar de enseñarles subordinación los haría rebeldes y refractarios, tal como se puso en evidencia en los condados manufactureros; los habilitarla para leer folletos sediciosos, libros perversos y publicaciones contra la cristiandad; los tornaría insolentes para con sus superiores y, en pocos años, sería necesario que la legislación dirigiera contra ellos el brazo fuerte del poder».»
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En el fondo, lo que el señor Giddy, citado por Niebuhr, quería era que las masas no pensaran, así como piensan muchos actualmente —aunque no hablan tan cínica y abiertamente contra la educación popular.
Los señores Giddy de todas las épocas, en tanto clase opresora, al no poder pensar con las masas oprimidas, no pueden permitir que ésas piensen.
De este modo, dialécticamente, se explica el porqué al no pensar con las masas, sino sólo
en torno de las masas
, las elites opresoras no sucumben.
No es lo mismo lo que ocurre con el liderazgo revolucionario. Este, en tanto liderazgo revolucionario, sucumbe al pensar sin las masas. Las masas son su matriz constituyente y no la incidencia pasiva de su pensamiento.
Aunque tenga que pensar también en torno de las masas para comprenderlas mejor, esta forma de pensamiento se distingue de la anterior. La distinción radica en que, no siendo éste un pensar para dominar sino para liberar, al pensar en torno de las masas, el liderazgo se entrega al pensamiento de ellas.
Mientras el otro es un pensamiento de señor, éste es un pensamiento de compañero. Y sólo así puede ser. En tanto la dominación, por su naturaleza misma, exige sólo un polo dominador y un polo dominado que se contradicen antagónicamente, la liberación revolucionaria, que persigne la superación de esta contradicción, implica la existencia de estos polos, y la de un liderazgo que emerge en el proceso de esa búsqueda.
Este liderazgo que emerge, o se identifica con las masas populares como oprimidos o no es revolucionario. Es así como no pensar con las masas pensando simplemente en torno de ellas, al igual que los dominadores que no se entregan a su pensamiento, equivale a desaparecer como liderazgo revolucionario.
En tanto, en el proceso opresor, las elites viven de la «muerte en vida» de los oprimidos, autentificándose sólo en la relación vertical entre ellas, en el proceso revolucionario sólo existe un camino para la autentificación del liderazgo que emerge: «morir» para renacer a través de los oprimidos.
Si bien en el primer caso es lícito pensar que alguien oprime a alguien, en el segundo ya no se puede afirmar que alguien libera a alguien o que alguien se libera solo, sino que los hombres se liberan en comunión. Con esto, no queremos disminuir el valor y la importancia del liderazgo revolucionario. Por el contrario, estamos subrayando esta importancia y este valor. ¿Puede tener algo mayor importancia que convivir con los oprimidos, con los desarrapados del mundo, con los «condenados de la tierra»?
En esto, el liderazgo revolucionario debe encontrar no sólo su razón de ser, sino la razón de una sana alegría. Por su naturaleza él puede hacer lo que el otro, por su naturaleza, no puede realizar en términos verdaderos.
De ahí que cualquier aproximación que hagan los opresores a los oprimidos, en cuanto clase, los sitúa inexorablemente en la perspectiva de la falsa generosidad a que nos referíamos en el primer capítulo de este ensayo. El ser falsamente generosa o dirigista es un lujo que no se puede permitir el liderazgo revolucionario.
Si las elites opresoras se fecundan necrófilamente en el aplastamiento de los oprimidos, el liderazgo revolucionario sólo puede fecundarse a través de la
comunión
con ellos.
Esta es la razón por la cual el quehacer opresor no puede ser humanista, en tanto que el revolucionario necesariamente lo es. Y tanto el deshumanismo de los opresores como el humanismo revolucionario implican la ciencia. En el primero, ésta se encuentra al servicio de la «reificación»; y en el segundo caso, al servicio de la humanización. Así, si en el uso de la ciencia y de la tecnología con el fin de reificar, el
sine qua non
de esta acción es hacer de los oprimidos su mera incidencia, en el uso de la ciencia y la tecnología para la humanización se imponen otras condiciones. En este caso, o los oprimidos se transforman también en sujetos del proceso o continúan «reificados».
Y el mundo no es un laboratorio de anatomía ni los hombres cadáveres que deban ser estudiados pasivamente.
El humanismo científico revolucionario no puede, en nombre de la revolución, tener en los oprimidos objetos pasivos útiles para un análisis cuyas conclusiones prescriptivas deben seguir.
Esto significarla dejarse caer en uno de los mitos de la ideología opresora, el de la absolutización de la ignorancia, que implica la existencia de alguien que la decreta a alguien.
El acto de decretar implica, para quien lo realiza, el reconocimiento de los otros como absolutamente ignorantes, reconociéndose y reconociendo a la clase a que pertenece como los que saben o nacieron para saber. Al reconocerse en esta forma tienen sus contrarios en los otros. Los otros se hacen extraños para él. Su palabra se vuelve la palabra «verdadera», la que impone o procura imponer a los demás. Y éstos son siempre los oprimidos, aquellos a quienes se les ha prohibido decir su palabra.
Se desarrolló en el que prohíbe la palabra de los otros una profunda desconfianza en ellos, a los que considera como incapaces. Cuanto más dice su palabra sin considerar la palabra de aquellos a quienes se les ha prohibido decirla, tanto más ejerce el poder o el gusto de mandar, de dirigir, de comandar. Ya no puede vivir si no tiene a alguien a quien dirigir su palabra de mando.
En esta forma es imposible el diálogo. Esto es propio de las elites opresoras que, entre sus mitos, tienen que vitalizar cada vez más éste, con el cual pueden dominar eficientemente.
Por el contrario, el liderazgo revolucionario, científico-humanista, no puede absolutizar la ignorancia de las masas. No puede creer en este mito. No tiene siquiera el derecho de dudar, por un momento, de que esto es un mito.
Como liderazgo, no puede admitir que sólo él sabe y que sólo él puede saber, lo que equivaldría a desconfiar de las masas populares. Aun cuando sea legítimo reconocerse a un nivel de saber revolucionario, en función de su misma conciencia revolucionaria, diferente del nivel de conocimiento empírico de las masas, no puede sobreponerse a éste con su saber.
Por eso mismo, no puede esloganizar a las masas sino dialogar con ellas, para que su conocimiento empírico en torno de la realidad, fecundado por el conocimiento crítico del liderazgo, se vaya transformando en la razón de la realidad.
Así como sería ingenuo esperar de las élites opresoras la denuncia de este mito de la absolutización de la ignorancia de las masas, es una contradicción que el liderazgo revolucionario no lo haga, y mayor contradicción es el que actúe en función de él.
Lo que debe hacer el liderazgo revolucionario es problematizar a los oprimidos no sólo éste sino todos los mitos utilizados por las élites opresoras para oprimir más y más.
Si no se comporta de este modo, insistiendo en imitar a los opresores en sus métodos dominadores, probablemente podrán dar las masas populares dos tipos de respuesta. En determinadas circunstancias históricas, se dejarán domesticar por un nuevo contenido depositado en ellas. En otras, se amedrentarán frente a una «palabra» que amenaza al opresor «alojado» en ellas.
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En ninguno de los casos se hacen revolucionarias. En el primero de los casos la revolución es un engaño; en el segundo, una imposibilidad.
Hay quienes piensan, quizá con buenas intenciones pero en forma equivocada, que por ser lento el proceso dialógico
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—lo cual no es verdad— se debe hacer la revolución sin comunicación, a través de los «comunicados», para desarrollar posteriormente un amplio esfuerzo educativo. Agregan a esto que no es posible desarrollar un esfuerzo de educación liberadora antes de acceder al poder.
Existen algunos puntos fundamentales que es necesario analizar en las afirmaciones de quienes piensan de este modo.
Creen (no todos) en la necesidad del diálogo con las masas, pero no creen en su viabilidad antes del acceso al poder. Al admitir que no es posible por parte del liderazgo un modo de comportamiento educativo-crítico antes de un acceso al poder, niegan el carácter pedagógico de la revolución entendida como acción cultural
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, paso previo para transformarse en «revolución cultural». Por otro lado, confunden el sentido pedagógico de la revolución —o la acción cultural— con la nueva educación que debe ser instaurada conjuntamente con el acceso al poder.
Nuestra posición, sostenida una vez y afirmada a lo largo de este ensayo, es que sería realmente una ingenuidad esperar de las elites opresoras una educación de carácter liberador. Dado que la revolución, en la medida en que es liberadora, tiene un carácter pedagógico que no puede olvidarse a riesgo de no ser revolución, el acceso al poder es sólo un momento, por más decisivo que sea. En tanto proceso, el «antes» de la revolución radica en la sociedad opresora y es sólo aparente.
La revolución se genera en ella como un ser social y, por esto, en la medida en que es acción cultural, no puede dejar de corresponder a las potencialidades del ser social en que se genera.