Este es otro concepto que molesta a los opresores, aunque se consideren a sí mismos como clase, si bien «no opresora», sino clase «productora».
Así, al no poder negar en sus conflictos, aunque lo intenten, la existencia de las clases sociales, en relación dialéctica las unas con las otras, hablan de la necesidad de comprensión, de armonía, entre los que compran y aquellos a quienes se obliga a vender su trabajo.
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Armonía que en el fondo es imposible, dado el antagonismo indisfrazable existente entre una clase y otra.
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Defienden la armonía de clases como si éstas fuesen conglomerados fortuitos de individuos que miran, curiosos, una vitrina en una tarde de domingo.
La única armonía viable y comprobada es la de los opresores entre sí.
Estos, aunque divergiendo e incluso, en ciertas ocasiones, luchando por intereses de grupos, se unifican, inmediatamente, frente a una amenaza a su clase en cuanto tal.
De la misma forma, la armonía del otro polo sólo es posible entre sus miembros tras la búsqueda de su liberación. En casos excepcionales, no sólo es posible sino necesario establecer la armonía de ambos para volver, una vez superada la emergencia que los unificó, a la contradicción que los delimita y que jamás desapareció en el circunstancial desarrollo de la unión.
La necesidad de dividir para facilitar el mantenimiento del estado opresor se manifiesta en todas las acciones de la clase dominadora. Su intervención en los sindicatos, favoreciendo a ciertos «representantes» de la clase dominada que, en el fondo, son sus representantes y no los de sus compañeros; la «promoción» de individuos que revelando cierto poder de liderazgo pueden representar una amenaza, individuos que una vez «promovidos» se «amansan»; la distribución de bendiciones para unos y la dureza para otros, son todas formas de dividir para mantener el «orden» que les interesa. Formas de acción que inciden, directa o indirectamente, sobre alguno de los puntos débiles de los oprimidos: su inseguridad vital, la que, a su vez, es fruto de la realidad opresora en la que se constituyen.
Inseguros en su dualidad de seres que «alojan» al opresor, por un lado, rechazándolo, por otro, atraídos a la vez por él, en cierto momento de la confrontación entre ambos, es fácil desde el punto de vista del opresor obtener resultados positivos de su acción divisoria.
Y esto porque los oprimidos saben, por experiencia, cuánto les cuesta no aceptar la «invitación» que reciben para evitar que se unan entre sí. La pérdida del empleo y la puesta de sus nombres en «lista negra» son hechos que significan puertas que se cierran ante nuevas posibilidades de empleo, siendo esto lo mínimo que les puede ocurrir.
Por esto mismo, su inseguridad vital se encuentra directamente vinculada a la esclavitud de su trabajo, que implica verdaderamente la esclavitud de su persona. Es así como sólo en la medida en que los hombres crean su mundo, mundo que es humano, y lo crean con su trabajo transformador, se realizan. La realización de los hombres, en tanto tales, radica, pues, en la construcción de este mundo. Así, si su «estar» en el mundo del trabajo es un estar en total dependencia, inseguro, bajo una amenaza permanente, en tanto su trabajo no les pertenece, no pueden realizarse. El trabajo alienado deja de ser un quehacer realizador de la persona, y pasa a ser un eficaz medio de reificación.
Toda unión de los oprimidos entre sí, que siendo acción apunta a otras acciones, implica tarde o temprano que al percibir éstos su estado de despersonalización, descubran que, en tanto divididos, serán siempre presas fáciles del dirigismo y de la dominación.
Por el contrario, unificados y organizados
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, harán de su debilidad una fuerza transformadora, con la cual podrán recrear el mundo, haciéndolo más humano.
Por otra parte, este mundo más humano de sus justas aspiraciones es la contradicción antagónica del «mundo humano» de los opresores, mundo que poseen con derecho exclusivo y en el cual pretenden una armonía imposible entre ellos, que cosifican, y los oprimidos que son cosificados.
Como antagónicos que son, lo que necesariamente sirve a unos no puede servir a los otros.
El dividir para mantener el
statu quo
se impone, pues, como un objetivo fundamental de la teoría de la acción dominadora antidialógica.
Como un auxiliar de esta acción divisionista encontramos en ella una cierta connotación mesiánica, por medio de la cual los dominadores pretenden aparecer como salvadores de los hombres a quienes deshumanizan.
Sin embargo, en el fondo el mesianismo contenido en su acción no consigue esconder sus intenciones; lo que desean realmente es salvarse a sí mismos. Es la salvación de sus riquezas, su poder, su estilo de vida, con los cuales aplastan a los demás.
Su equívoco radica en que nadie se salva solo, cualquiera sea el plano en que se encare la salvación, o como clase que oprime sino
con
los otros. En la medida en que oprimen, no pueden estar con los oprimidos, ya que es lo propio de la opresión estar contra ellos. En una aproximación psicoanalítica a la acción opresora quizá se pudiera descubrir lo que denominamos como falsa generosidad del opresor en el primer capitulo, una de las dimensiones de su sentimiento de culpa. Con esta falsa generosidad, además de pretender seguir manteniendo un orden injusto y necrófilo, desea «comprar» su paz. Ocurre, sin embargo, que la paz no se compra, la paz se vive en el acto realmente solidario y amoroso, que no puede ser asumido, ni puede encarnase en la opresión.
Se hace, necesario, entonces, señalar a las clases populares que los estudiantes son irresponsables y perturbadores del «orden». Que su testimonio es falso por el hecho mismo de que, como estudiantes, debían estudiar. así como cabe a los obreros en las fábricas y a los campesinos en el campo trabajar para el «progreso de la nación».
Por eso mismo es por lo que el mesianismo existente en la teoría de la acción antidialógica viene a reforzar la primera característica de esta acción, la del sentido de la conquista.
En la medida en que la división de las masas oprimidas es necesaria al mantenimiento del
statu quo
, y, por tanto, a la preservación del poder de los dominadores, urge el que los oprimidos no perciban claramente las reglas del juego. En este sentido, una vez más, es imperiosa la conquista para que los oprimidos se convenzan, realmente, que están siendo defendidos. Defendidos contra la acción demoníaca de los «marginales y agitadores», «enemigos de Dios», puesto que así se llama a los hombres que viven y vivirán, arriesgadamente, en la búsqueda valiente de la liberación de los hombres.
De esta manera, con el fin de dividir, los necrófilos se denominan a sí mismos biófilos y llaman, a los biófilos, necrófilos. La historia, sin embargo, se encarga siempre de rehacer estas autoclasificaciones.
Hoy, a pesar de que la alienación brasileña continúa llamando a Tiradentes
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«infiel» y al movimiento liberador que éste encarnó, «traición», el héroe nacional no fue quien lo llamó «bandido» y lo envió a la horca y al descuartizamiento esparciendo los trozos de su cuerpo ensangrentado por los pueblos atemorizados, para citar sólo un ejemplo. El héroe es Tiradentes. La historia destruyó el «título» que le asignaran y reconoció, finalmente, el valor de su actitud.
Los héroes son exactamente quienes ayer buscaron la unión para la liberación y no aquellos que, con su poder, pretendían dividir para reinar.
Otra característica de la teoría de la acción antidia1ógica es la manipulación de las masas oprimidas. Como la anterior, la manipulación es también un instrumento de conquista, en función de la cual giran todas las dimensiones de la teoría de la acción antidialógica.
A través de la manipulación, las élites dominadoras intentan conformar progresivamente las masas a sus objetivos. Y cuanto más inmaduras sean, políticamente, rurales o urbanas, tanto más fácilmente se dejan manipular por las élites dominadoras que no pueden desear el fin de su poder y de su dominación.
La manipulación se hace a través de toda la serie de mitos a que hicimos referencia. Entre ellos, uno más de especial importancia: el modelo que la burguesía hace de sí misma y presenta a las masas como su posibilidad de ascenso, instaurando la convicción de una supuesta movilidad social. Movilidad que sólo se hace posible en la medida en que las masas acepten los preceptos impuestos por la burguesía.
Muchas veces esta manipulación, en ciertas condiciones históricas especiales, se da por medio de pactos entre las clases dominantes y las masas dominadas. Pactos que podrían dar la impresión en una apreciación ingenua, la de la existencia del diálogo entre ellas.
En verdad, estos pactos no son dialógicos, ya que, en lo profundo de su objetivo, esta inscrito el interés inequívoco de la élite dominadora. Los pactos, en última instancia, son sólo medios utilizados por los dominadores para la realización de sus finalidades.
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El apoyo de las masas populares a la llamada «burguesía nacional», para la defensa del dudoso capital nacional, es uno de los pactos cuyo resultado, tarde o temprano, contribuye al aplastamiento de las masas.
Los pactos sólo se dan cuando las masas, aunque ingenuamente, emergen en el proceso histórico y con su emersión amenazan a las élites dominantes. Basta su presencia en el proceso, no ya como meros espectadores, sino con las primeras señales de su agresividad, para que las élites dominadoras, atemorizadas por esta presencia molesta, dupliquen las tácticas de manipulación.
La manipulación se impone en estas fases como instrumento fundamental para el mantenimiento de la dominación.
Antes ele la emersión de las masas, no existe la manipulación propiamente tal, sino el aplastamiento total de los dominados. La manipulación es innecesaria al encontrarse los dominados en un estado de inmersión casi absoluto. Esta, en el momento de la emersión y en el contexto de la teoría antidialógica, es la respuesta que el opresor se ve obligado a dar frente a las nuevas condiciones concretas del proceso histórico.
La manipulación aparece como una necesidad imperiosa de las élites dominadoras con el objetivo de conseguir a través de ella un tipo inauténtico de «organización», con la cual llegue a evitar su contrario, que es la verdadera organización de las masas populares emersas y en emersión.
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Éstas, inquietas al emerger, presentan dos posibilidades: o son manipuladas por las élites a fin de mantener su dominación, o se organizan verdaderamente para lograr su liberación. Es obvio, entonces, que la verdadera organización no puede ser estimulada por los dominadores. Esta es tarea del liderazgo revolucionario.
Ocurre, sin embargo, que grandes fracciones de estas de estas masas populares, fracciones que constituyen, ahora, un proletariado urbano, sobre todo en aquellos centros industrializados del país, aunque revelando cierta inquietud amenazadora carente de conciencia revolucionaria, se ven a sí mismas como privilegiadas.
La manipulación, con toda su serie de engaños y promesas, encuentra ahí, casi siempre, un terreno fecundo.
El antídoto para esta manipulación se encuentra en la organización críticamente consciente, cuyo punto de partida, por esta misma razón, no es el mero depósito de contenidos revolucionarios, en las masas, sino la problematización de su posición en el proceso. En la problematización de la realidad nacional y de la propia manipulación.
Weffort
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tiene razón cuando señala: «Toda política de izquierda se apoya en las masas populares y depende de su conciencia. Si viene a confundirla, perderá sus raíces, quedara en el aire en la expectativa de la caída inevitable, aun cuando pueda tener, como en el caso brasileño, la ilusión de hacer revolución por el simple hecho de girar en torno al poder».
Lo que pasa es que, en el proceso de manipulación, casi siempre la izquierda se siente atraída por «girar en torno del poder» y, olvidando su encuentro con las masas para el esfuerzo de organización, se pierde en un «diálogo» imposible con las elites dominantes. De ahí que también terminen manipuladas por estas élites, cayendo, frecuentemente, en un mero juego de capillas, que denominan «realista».
La manipulación, en la teoría de la acción antidialógica, como la conquista a que sirve, tiene que anestesiar a las masas con el objeto de que éstas no piensen.
Si las masas asocian a su emersión, o a su presencia en el proceso histórico, un pensar crítico sobre éste o sobre su realidad, su amenaza se concreta en la revolución.
Este pensamiento, llámeselo conecto, de «conciencia revolucionaria» o de «conciencia de clase», es indispensable para la revolución.
Las elites dominadoras saben esto tan perfectamente que, en ciertos niveles suyos, utilizan instintivamente los medios más variados, incluyendo la violencia física, para prohibir a las masas el pensar.
Poseen una profunda intuición sobre la fuerza criticizante del diálogo. En tanto que, para algunos representantes del liderazgo revolucionario, el diálogo con las masas es un quehacer burgués y reaccionario, para los burgueses, el diálogo entre las masas y el liderazgo revolucionario es una amenaza real que debe ser evitada.
Insistiendo las elites dominadoras en la manipulación, inculcan progresivamente en los individuos el apetito burgués por el éxito personal.
Manipulación que se hace ora directamente por las élites, ora a través de liderazgos populistas. Estos liderazgos, como subraya Weffort, son mediadores de las relaciones entre las élites oligárquicas y las masas populares. De ahí que el populismo se constituya como estilo de acción política, en el momento en que se instala el proceso de emersión de las masas, a partir del cual ellas pasan a reivindicar, todavía en forma ingenua, su participación; el líder populista, que emerge en este proceso, es también un ser ambiguo. Dado que oscila entre las masas y las oligarquías dominantes, aparece como un anfibio. Vive tanto en la «tierra» como en el «agua». Su permanencia entre las oligarquías dominadoras y las masas le deja huellas ineludibles. Como tal, en la medida en que simplemente manipula en vez de luchar por la verdadera organización popular, este tipo de líder sirve poco o casi nada a la causa revolucionaria.