El descubrimiento del mundo y de si mismos, en la praxis auténtica, hace posible su adhesión a las masas populares.
Dicha adhesión coincide con la confianza que las masas populares comienzan a tener en si mismas y en el liderazgo revolucionario, cuando perciben su dedicación, su autenticidad en la defensa de la liberación de los hombres.
La confianza de las masas en el liderazgo, implica la confianza que éstas tengan en ellas.
Por esto, la confianza en las masas populares oprimidas no puede ser una confianza ingenua.
El liderazgo debe confiar en las potencialidades de las masas a las cuales no puede tratar como objetos de su acción. Debe confiar en que ellas son capaces de empeñarse en la búsqueda de su liberación y desconfiar siempre de la ambigüedad de los hombres oprimidos.
Desconfiar de los hombres oprimidos, no es desconfiar de ellos en tanto hombres, sino desconfiar del opresor «alojado» en ellos.
De este modo, cuando Guevara
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, llama la atención del revolucionario —«desconfianza, desconfiar al principio hasta de la propia sombra, de los campesinos amigos, de los informantes, de los guías, de los contactos»—, no está rompiendo la condición fundamental de la teoría de la acción dialógica. Está sólo siendo realista.
Es que la confianza, aunque base del diálogo, no es un
a priori
de
éste
, sino una resultante del encuentro en que los hombres se transforman en sujetos de la denuncia del mundo para su transformación.
De ahí que, mientras los oprimidos sean el opresor que tienen «dentro» más que ellos mismos, su miedo natural a la libertad puede llevarlos a la denuncia, no de la realidad opresora sino del liderazgo revolucionario.
Por esto mismo, no pudiendo el liderazgo caer en la ingenuidad, debe estar atento en lo que se refiere a estas posibilidades.
En el relato que hemos citada, hecho por Guevara sobre la lucha en Sierra Maestra, relato en el cual se destaca la humildad como una constante, se comprueban estas posibilidades, no sólo como deserciones de la lucha, sino en la traición misma de la causa.
Muchas veces al reconocer en su relato la necesidad del castigo para el desertor, a fin de mantener la cohesión y la disciplina del grupo, reconoce también ciertas razones explicativas de la deserción. Una de ellas, quizá la más importante, es la de la ambigüedad del ser del desertor.
Desde la perspectiva que defendemos, es impresionante leer un trozo del relato en que Guevara se refiere a su presencia, no sólo como guerrillero sino como médico, en una comunidad campesina de Sierra Maestra. «Allí empezaba a hacerse carne en nosotros la conciencia de la necesidad de un cambio definitivo en la vida del pueblo. La idea de la Reforma Agraria se hizo nítida y la comunión con el pueblo dejó de ser teoría para convertirse en parte definitiva de nuestro ser. La guerrilla y el campesinado —continúa— se iban fundiendo en una sola masa, sin que nadie pueda decir en qué momento se hizo íntimamente verídico lo proclamado y fuimos parte del campesinado. Sólo sé —agrega Guevara—, en lo que a mí respecta, que aquellas consultas a los guajiros de la Sierra convirtieron la decisión espontánea y algo lírica en una fuerza de distinto valor y más serena.
«Nunca han sospechado —concluye con humildad— aquellos sufridos y leales pobladores de la Sierra Maestra, el papel que desempeñaron como forjadores de nuestra ideología revolucionaria.»
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Fue así, a través de un diálogo con las masas campesinas, como su praxis revolucionaria tomó un sentido definitivo. Sin embargo, lo que Guevara no expresó, debido quizá a su humildad, es que fueron precisamente esta humildad y su capacidad de amar las que hicieron posible su «comunión» con el pueblo. Y esta comunión, indudablemente dialógica, se hizo colaboración.
Obsérvese cómo un líder como Guevara, que no subió a la Sierra con Fidel y sus compañeros como un joven frustrado en busca de aventuras, reconoce que su comunión con el pueblo dejó de ser teoría para convertirse en parte definitiva de su ser (en el texto; nuestro ser).
Incluso en su estilo inconfundible al narrar los momentos de su experiencia y la de sus compañeros, al referirse a sus encuentros con los campesinos «leales y humildes», en un lenguaje a veces evangélico, este hombre excepcional revelaba una profunda capacidad de amar y comunicarse.
De ahí la fuerza de su testimonio, tan ardiente como el del sacerdote guerrillero, Camilo Torres.
Sin esta comunión, que genera la verdadera colaboración, el pueblo había sido objeto del hacer revolucionario de los hombres de la Sierra. Y, como tal, no habría podido darse la adhesión a que se refiere. Cuando mucho, habría «adherencia», con la cual no se hace una revolución, sino que se verifica la dominación.
Lo que exige la teoría de la acción dialógica es que, cualquiera que sea el momento de la acción revolucionaria, ésta no puede prescindir de la comunión con las masas populares.
La comunión provoca la colaboración, la que conduce al liderazgo y, a las masas, a aquella «fusión» a que se refiere el gran líder recientemente desaparecido. Fusión que sólo existe si la acción revolucionaria es realmente humana
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y, por ello, simpática, amorosa, comunicante y humilde, a fin de que sea liberadora.
La revolución es biófila, es creadora de vida, aunque para crearla sea necesario detener las vidas que prohíben la vida.
No existe la vida sin la muerte, así como no existe la muerte sin la vida.
Pero existe también una «muerte en vida». Y la «muerte en vida es, exactamente, la vida a la cual se le prohíbe ser».
Creemos que ni siquiera es necesario utilizar datos estadísticos para demostrar cuántos, en Brasil y en América Latina en general, son los «muertos en vida», son «sombras» de gente, hombres, mujeres, niños, desesperados y sometidos
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a una permanente «guerra invisible» en la que el poco de vida que les resta va siendo devorado por la tuberculosis, por la diarrea infantil, por mil enfermedades de la miseria, muchas de las cuales son denominadas «dolencias tropicales» por la alienación.
Frente a situaciones como ésta, señala el padre Chenu, muchos, tanto entre los padres conciliares como entre los laicos informados, temen que, al considerar las necesidades y miserias del mundo, nos atengamos a una apostasía conmovedora a fin de paliar la miseria y la injusticia en sus manifestaciones y sus síntomas, sin que se llegue a un análisis de las causas, a la denuncia del régimen que segrega esta injusticia y engendra esta miseria.
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Lo que defiende la teoría dialógica de la acción es que la denuncia del «régimen que segrega esta injusticia y engendra esta miseria» sea hecha con sus victimas a fin de buscar la liberación de los hombres, en colaboración con ellos.
Si en la teoría de la acción antidialógica se impone, necesariamente, el que los dominadores provoquen la división de los oprimidos con el fin de mantener más fácilmente la opresión, en la teoría dialógica de la acción, por el contrario, el liderazgo se obliga incansablemente a desarrollar un esfuerzo de unión de los oprimidos entre sí y de éstos con él para lograr la liberación.
Como en cualquiera de las categorías de la acción dialógica, el problema central con que en ésta, como en las otras, se enfrenta, es que ninguna de ellas se da fuera de la praxis.
Si a la élite dominante le es fácil, o por lo menos no le es tan difícil, la praxis opresora, no es lo mismo lo que se verifica con el liderazgo revolucionario al intentar la praxis liberadora.
Mientras la primera cuenta con los instrumentos del poder, los segundos se encuentran bajo la fuerza de este poder.
La primera se organiza a sí misma libremente, y, aun cuando tenga divisiones accidentales y momentáneas, se unifica rápidamente frente a cualquier amenaza a sus intereses fundamentales. La segunda, que no existe sin las masas populares, en la medida en que es una contradicción antagónica de la primera, tiene, en esta condición, el primer óbice a su propia organización.
Sería una inconsecuencia de la élite dominadora si consintiera en la organización del liderazgo revolucionario, vale decir, en la organización de las masas oprimidas, pues aquélla no existe sin la unión de éstas entre sí.
Y de éstas con el liderazgo.
Mientras que, para la élite dominadora, su unidad interna implica la división de las masas populares para el liderazgo revolucionario, su unidad sólo existe en la unidad de las masas entre si y con él. La primera existe en la medida en que existe su antagonismo con las masas; la segunda, en razón de su comunión con ellas que, por esto mismo, deben estar unidas y no divididas.
La situación concreta de opresión, al dualizar el yo del oprimido, al hacerlo ambiguo, emocionalmente inestable, temeroso de la libertad, facilita la acción divisora del dominador en la misma proporción en que dificulta la acción unificadora indispensable para la práctica liberadora.
Aún más, la situación objetiva de dominación es, en sí misma, una situación divisora. Empieza por separar el yo oprimido en la medida en que, manteniendo una posición de «adherencia» a la realidad que se le presenta como algo omnipotente, aplastador, lo aliena en entidades extrañas, explicadoras de este poder.
Parte de su yo se encuentra en la realidad a la que se haya «adherido», parte afuera, en la o las entidades extrañas, a las cuales responsabiliza por la fuerza de la realidad objetiva y frente a la cual no le es posible hacer nada. De ahí que sea éste igualmente un yo dividido entre un pasado y un presente iguales y un futuro sin esperanzas que, en el fondo, no existe. Un yo que no se reconoce siendo, y por esto no puede tener, en lo que todavía ve, el futuro que debe construir en unión con otros.
En la medida en que sea capaz de romper con la «adherencia», objetivando la realidad de la cual emerge, se va unificando como yo, como sujeto frente al objeto. En este momento, en que rompe también la falsa unidad de su ser dividido, se individualiza verdaderamente.
De este modo, si para dividir es necesario mantener el yo dominado «adherido» a la realidad opresora, mitificándola, para el esfuerzo de unión el primer paso lo constituye la desmitificación de la realidad.
Si a fin de mantener divididos a los oprimidos se hace indispensable una ideología de la opresión, para lograr su unión es imprescindible una forma de acción cultural a través de la cual conozcan el
porqué
y el
cómo
de su «adherencia» a la realidad que les da un conocimiento falso de sí mismos y de ella. Es necesario, por lo tanto, desideologizar.
Por eso el esfuerzo por la unión de los oprimidos no puede ser un trabajo de mera esloganización ideológica. Este, distorsionando la relación auténtica entre el sujeto y la realidad objetiva, separa también lo
cognoscitivo
de lo
afectivo
y de lo
activo
, que, en el fondo, son una totalidad no dicotomizable.
Realmente, lo fundamental de la acción dialógico-liberadora, no es «desadherir» a los oprimidos de una realidad mitificada en la cual se hallan divididos, para «adherirlos» a otra.
El objetivo de la acción dialógica radica, por el contrario, en proporcionar a los oprimidos el reconocimiento del porqué y del como de su «adherencia», para que ejerzan un acto de adhesión a la praxis verdadera de transformación de una realidad injusta.
El significar, la unión de los oprimidos, la relación solidaria entre sí, sin importar cuáles sean los niveles reales en que éstos se encuentren como tales, implica, indiscutiblemente, una conciencia de clase.
La «adherencia» a la realidad en que se encuentran los oprimidos, sobre todo aquellos que constituyen las grandes masas campesinas de América Latina, exige que la conciencia de la clase oprimida pase, si no antes, por lo menos concomitantemente, por la conciencia del hombre oprimido.
Proponer a un campesino europeo, posiblemente, su condición de hombre como un problema, le parecerá algo extraño.
No será lo mismo hacerlo a campesinos latinoamericanos cuyo mundo, de modo general, se «acaba» en las fronteras del latifundio y cuyos gestos repiten, de cierta manera, aquellos de los animales y los árboles; campesinos que, «inmersos» en el tiempo, se consideran iguales a éstos.
Estamos convencidos de que es indispensable que estos hombres, adheridos de tal forma a la naturaleza y a la figura del opresor, se perciban como hombres a quienes se les ha prohibido estar siendo.
La «cultura del silencio», que se genera en la estructura opresora. y bajo cuya fuerza condicionante realizan su experiencia de «objetos», necesariamente los constituye ele esta forma.
Descubrirse, por lo tanto, a través de una modalidad de acción cultural, dialógica, problematizadora de sí mismos en su enfrentamiento con el mundo, significa, en un primer momento, que se descubran como Pedro, Antonio o Josefa, con todo el profundo significado que tiene este descubrimiento.
Descubrimiento que implica una percepción distinta del significado de los signos. Mundo, hombre, cultura, árboles, trabajo, animal, van asumiendo un significado verdadero que antes no tenían.
Se reconocen ahora como seres transformadores de la realidad, algo que para ellos era misterioso, y transformadores de esa realidad a través de su trabajo creador.
Descubren que, como hombres, no pueden continuar siendo «objetos» poseídos, y de la toma de conciencia de sí mismos como hombres oprimidos derivan a la conciencia de clase oprimida.
Cuando el intento de unión de los campesinos se realiza en base a prácticas activistas, que giran en torno de lemas y no penetran en esos aspectos fundamentales, lo que puede observarse es una yuxtaposición de los individuos, yuxtaposición que le da a su acción un carácter meramente mecanicista.
La unión de los oprimidos es un quehacer que se da en el dominio de lo humano y no en el de las cosas. Se verifica, por eso mismo, en la realidad que solamente será auténticamente comprendida al captársela en la dialecticidad entre la infra y la supra-estructura.
A fin de que los oprimidos se unan entre sí, es necesario que corten el cordón umbilical de carácter mágico o mítico, a través del cual se encuentran ligados al mundo de la opresión.