Este «miedo a la libertad», en técnicos que ni siquiera alcanzaron a descubrir el carácter de acción invasora, es aún mayor cuando se les habla del sentido deshumanizante de esta acción.
Frecuentemente, en los cursos de capacitación, sobre todo en el momento de descodificación de situaciones concretas realizadas por los participantes, llega un momento en que preguntan irritados al coordinador de la discusión: «¿A dónde nos quiere llevar usted finalmente?» La verdad es que el coordinador no los desea conducir, sino que desea inducir una acción. Ocurre, simplemente, que al problematizarles una situación concreta, ellos empiezan a percibir que al profundizar en el análisis de esta situación tendrán necesariamente que afirmar o descubrir sus mitos.
Descubrir sus mitos y renunciar a ello es, en el momento, un acto «violento» realizado por los sujetos en contra de sí mismos. Afirmarlos, por el contrario, es revelarse. La única salida, como mecanismo de defensa también, radica en transferir al coordinador lo propio de su práctica normal: conducir, conquistar, invadir, como manifestaciones de la teoría antidialógica de la acción.
Esta misma evasión se verifica, aunque en menor escala, entre los hombres del pueblo, en la medida en que la situación concreta de opresión los aplasta y la «asistencialización» los domestica.
Una de las educadoras del «Full Circle», institución de Nueva York, que realiza un trabajo educativo de efectivo valor, nos relató el siguiente caso: «Al problematizar una situación codificada a uno de los grupos de las áreas pobres de Nuera York sobre una situación concreta que mostraba, en la esquina de una calle —la misma en que se hacía la reunión— una gran cantidad de basura, dijo inmediatamente uno de los participantes: —Veo una calle de África o de América Latina. —¿Y por qué no de Nueva York?, preguntó la educadora. —Porque, afirmó, somos los Estados Unidos, y aquí no puede existir esto.»
Indudablemente, este hombre y algunos de sus compañeros, concordantes con él con su indiscutible «juego de conciencia», escapaban a una realidad que los ofendía y cuyo reconocimiento incluso los amenazaba.
Al participar, aunque precariamente, de una cultura del éxito y del ascenso personales, reconocerse en una situación objetiva desfavorable, para una conciencia enajenada, equivalía a frenar la propia posibilidad de éxito.
Sea en éste, sea en el caso de los profesionales, la fuerza determinante de la cultura en que se desarrollan los mitos introyectados por los hombres es perfectamente visible. En ambos casos, ésta es la manifestación de la cultura de la clase dominante que obstaculiza la afirmación de los hombres como seres de decisión.
En el fondo, ni los profesionales a que hicimos referencia, ni los participantes de la discusión citada en un barrio pobre de Nueva York están hablando y actuando por sí mismos, como actores del proceso histórico. Ni los unos ni los otros son teóricos o ideólogos de la dominación. Al contrario, son un producto de ella que como tal se transforma a la vez en su causa principal.
Este es uno de los problemas serios que debe enfrentar la revolución en el momento de su acceso al poder. Etapa en la cual, exigiendo de su liderazgo un máximo de sabiduría política, decisión y coraje, exige el equilibrio suficiente para no dejarse caer en posiciones irracionales sectarias.
Es que, indiscutiblemente, los profesionales, con o sin formación universitaria y cualquiera que sea su especialidad, son hombres que estuvieron bajo la «sobredeterminación de una cultura de dominación que los constituyó como seres duales. Podrían, incluso, haber surgido de las clases populares, y la deformación en el fondo sería la misma y quizá peor. Sin embargo estos profesionales son necesarios a la reorganización de la nueva sociedad. Y, dada que un gran número de ellos, aunque marcados por su «miedo a la libertad» y renuentes a adherirse a una acción liberadora, son personas que en gran medida están equivocadas, nos parece que no sólo podrían sino que deberían ser recuperados por la revolución.
Esto exige de la revolución en el poder que, prolongando lo que antes fue la acción cultural dialógica, instaure la «revolución cultural». De esta manera, el poder revolucionario, concienciado y concienciador, no sólo es un poder sino un nuevo poder; un poder que no es sólo el freno necesario a los que pretenden continuar negando a los hombres, sino también la invitación valerosa a quienes quieran participar en la reconstrucción de la sociedad.
En este sentido, la «revolución cultural» es la continuación necesaria de la acción cultural dialógica que debe ser realizada en el proceso anterior del acceso al poder.
La «revolución cultural» asume a la sociedad en reconstrucción en su totalidad, en los múltiples quehaceres de los hombres, como campo de su acción formadora.
La reconstrucción de la sociedad, que no puede hacerse en forma mecanicista, tiene su instrumento fundamental en la cultura, y culturalmente se rehace a través de la revolución.
Tal como la entendemos, la «revolución cultural» es el esfuerzo máximo de concienciación que es posible desarrollar a través del poder revolucionario, buscando llegar a todos, sin importar las tareas especificas que éste tenga que cumplir.
Por esta razón, este esfuerzo no puede limitarse a una mera formación tecnicista de los técnicos, ni cientificista de los científicos necesarios a la nueva sociedad. Esta no puede distinguirse cualitativamente de la otra de manera repentina, como piensan los mecanicistas en su ingenuidad, a menos que ocurra en forma radicalmente global.
No es posible que la sociedad revolucionaria atribuya a la tecnología las mismas finalidades que le eran atribuidas por la sociedad anterior. Consecuentemente, varía también la formación que de los hombres se haga.
En este sentido, la formación técnico-científica no es antagónica con la formación humanista de los hombres, desde el momento en que la ciencia y la tecnología, en la sociedad revolucionaria, deben estar al servicio de la liberación permanente, de la humanización del hombre.
Desde este punto de vista, la formación de los hombres, por darse en el tiempo y en el espacio, exige para cualquier quehacer: por un lado, la comprensión de la cultura como supraestructura capaz de mantener en la infraestructura, en proceso de transformación revolucionaria, «supervivencias» del pasado;
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y por otro, el quehacer mismo, como instrumento de transformación de la cultura.
En la medida en que la concienciación, en y por la «revolución cultural», se va profundizando, en la praxis creadora de la sociedad nueva, los hombres van descubriendo las razones de la permanencia de las «supervivencias» míticas, que en el fondo no son sino las realidades forjadas en la vieja sociedad.
Así podrán, entonces, liberarse más rápidamente de estos espectros, que son siempre un serio problema para toda revolución en la medida en que obstaculizan la construcción de la nueva sociedad.
Por medio de estas «supervivencias», la sociedad opresora continúa «invadiendo», invadiendo ahora a la sociedad revolucionaria.
Lo paradójico de esta «invasión» es, sin embargo, que no la realiza la vieja élite dominadora reorganizada para tal efecto, sino que la lucen los hombres que tomaron parte en la revolución.
«Alojando» al opresor, se resisten, como si fueran el opresor mismo, de las medidas básicas que debe tomar el poder revolucionario.
Como seres duales, aceptan también, aunque en función de las supervivencias, el poder que se burocratiza, reprimiéndolos violentamente.
Este poder burocrático y violentamente represivo puede, a su vez, ser explicado a través de lo que Althusser
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denomina «reactivación de los elementos antiguos», favorecidos ahora por circunstancias especiales, en la nueva sociedad.
Por estas razones, defendemos el proceso revolucionario como una acción cultural dialógica que se prolonga en una «revolución cultural», conjuntamente con el acceso al poder. Asimismo, defendemos en ambas el esfuerzo serio y profundo de concienciación
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para que finalmente la revolución cultural, al desarrollar la práctica de la confrontación permanente entre el liderazgo y el pueblo, consolide la participación verdaderamente crítica de éste en el poder.
De este modo, en la medida en que ambos —liderazgo y pueblo— se van volviendo críticos, la revolución impide con mayor facilidad el correr riesgos de burocratización que implican nuevas formas de opresión y de «invasión», que sólo son nuevas imágenes de la dominación.
La invasión cultural, que sirve a la conquista y mantenimiento de la opresión, implica siempre la visión focal de la realidad, la percepción de ésta como algo estático, la superposición de una visión del mundo sobre otra. Implica la «superioridad» del invasor, la «inferioridad» del invadido, la imposición de criterios, la posesión del invadido, el miedo de perderlo.
Aún más, la invasión cultural implica que el punto de decisión de la acción de los invadidos esté fuera de ellos, en los dominadores invasores. Y, en tanto la decisión no radique en quien debe decidir, sino que esté fuera de él, el primero sólo tiene la ilusión de que decide.
Por esta razón no puede existir el desarrollo socioeconómico en ninguna sociedad dual, refleja, invadida.
Por el contrario, para que exista desarrollo es necesario que se verifique un movimiento de búsqueda, de acción creadora, que tenga su punto de decisión en el ser mismo que lo realiza. Es necesario, además, que este movimiento se dé no sólo en el espacio sino en el tiempo propio del ser, tiempo del cual tenga conciencia.
De ahí que, si bien todo desarrollo es transformación, no toda transformación es desarrollo.
La transformación que se realiza en el «ser en sí» de una semilla que, en condiciones favorables, germina y nace, no es desarrollo. Del mismo modo, la transformación del «ser en sí» de un animal no es desarrollo. Ambos se transforman determinados por la especie a que pertenecen y en un tiempo que no les pertenece, puesto que es el tiempo de los hombres.
Estos, entre los seres inconclusos, son los únicos que se desarrollan.
Como seres históricos, como «seres para sí», autobiográficos, su transformación, que es desarrollo, se da en un tiempo que es suyo y nunca se da al margen de él.
Esta es la razón por la cual, sometidos a condiciones concretas de opresión en las que se enajenan, transformados en «seres para otros» del falso «ser para sí» de quien dependen, los hombres tampoco se desarrollan auténticamente. Al prohibírseles el acto de decisión, que se encuentra en el ser dominador, éstos sólo se limitan a seguir sus prescripciones.
Los oprimidos sólo empiezan a desarrollarse cuando, al superar la contradicción en que se encuentran, se transforman en los «seres para sí».
Si analizamos ahora una sociedad desde la perspectiva del ser, nos parece que ésta sólo puede desarrollarse como sociedad «ser para sí», como sociedad libre. No es posible el desarrollo de sociedades duales, reflejas, invadidas, dependientes de la sociedad metropolitana, en tanto son sociedades enajenadas cuyo punto de decisión política, económica y cultural se encuentra fuera de ellas: en la sociedad metropolitana. En última instancia, es ésta quien decide los destinos de aquéllas, que sólo se transforman.
Precisamente entendidas como «seres para otro», como sociedades oprimidas, su transformación interesa a la metrópoli.
Por estas razones, es necesario no confundir desarrollo con modernización. Ésta, que casi siempre se realiza en forma inducida, aunque alcance a ciertos sectores de la población de la «sociedad satélite», en el fondo sólo interesa a la sociedad metropolitana. La sociedad simplemente modernizada, no desarrollada, continúa dependiente del centro externo, aun cuando asuma, por mera delegación, algunas áreas mínimas de decisión. Esto es lo que ocurre y ocurrirá con cualquier sociedad dependiente, en tanto se mantenga en su calidad de tal.
Estamos convencidos que a fin de comprobar si una sociedad se desarrolla o no debemos ultrapasar los criterios utilizados en el análisis de sus índices de ingreso per cápita que, estadísticamente mecanicistas, no alcanzan siquiera a expresar la verdad. Evitar, asimismo, los que se centran únicamente en el estudio de la renta bruta. Nos parece que el criterio básico, primordial, radica en saber si la sociedad es o no un «ser para sí», vale decir, libre. Si no lo es, estos criterios indicarán sólo su modernización mas no su desarrollo.
La contradicción principal de las sociedades duales es, realmente, la de sus relaciones de dependencia que se establecen con la sociedad metropolitana. En tanto no superen esta contradicción, no son «seres para sí» y, al no serlo, no se desarrollan.
Superada la contradicción, lo que antes era mera transformación asistencializadora principalmente en beneficio de la metrópoli se vuelve verdadero desarrollo, en beneficio del «ser para sí».
Por esto, las soluciones meramente reformistas que estas sociedades intentan poner en práctica, llegando algunas de ellas a asustar e incluso aterrorizar a los sectores más reaccionarios de sus élites, no alcanzan a resolver sus contradicciones.
Casi siempre, y quizás siempre, estas soluciones reformistas son inducidas por las mismas metrópolis como una respuesta renovada que les impone el propio proceso histórico con el fin de mantener su hegemonía.
Es como si la metrópoli dijera, y no es necesario decirlo: «Hagamos las reformas, antes que las sociedades dependientes hagan la revolución».
Para lograrlo, la sociedad metropolitana no tiene otros caminos sino los de la conquista, la manipulación, la invasión económica y cultural (a veces militar) de la sociedad dependiente.
Invasión económica y cultural en que las élites dirigentes de la sociedad dominada son, en gran medida, verdaderas metástasis de las élites dirigentes de la sociedad metropolitana.
Después de este análisis en torno de la teoría de la acción antidialógica, al cual damos un carácter solamente aproximativo, podemos repetir lo que venimos afirmando a través de todo este ensayo: la imposibilidad de que el liderazgo revolucionario utilice los mismos procedimientos antidialógicos utilizados por los opresores para oprimir. Por el contrario, el camino del liderazgo revolucionario debe ser el del diálogo, el de la comunicación, el de la confrontación cuya teoría analizaremos a continuación.