Perdona si te llamo amor (29 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

BOOK: Perdona si te llamo amor
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Treinta y seis

Luna alta en el cielo, pálida, lejana. Luna igual para todos. Luna para ricos, pobres, tristes. Luna para las personas felices. Luna, luna, tú… «No te fíes de un beso a medianoche… Si hay luna no te fíes…» La vieja canción.

Mauro aparca frente al pub. Baja. Levanta el asiento, lleno de cortes, estropeado sin remedio. Por el agujero asoma un poco de gomaespuma. Parece un panettone echado a perder. En el fondo, como su joven vida. Quita el tapón del depósito y sacude el ciclomotor. Las exhalaciones de gasolina y el olor permiten adivinar que allí dentro todavía hay posibilidad de un poco de camino.

—Bueno, al menos puedo volver a casa.

Entra en el pub y se acerca a la barra.

—Una caña.

Un joven muchacho ya un poco avejentado, con un cigarrillo apagado en la boca y pocas ganas de trabajar en las manos, coge un vaso que está sobre su cabeza. Lo aclara, lo pone boca abajo para que se escurra el agua que se ha quedado dentro y lo coloca bajo el grifo de cerveza. Lo abre y sale la cerveza, fresca y espumosa y el vaso de 0,4 litros se llena rápidamente. Después coge una espátula y la pasa por el borde del vaso manteniéndola a 45°, para quitar el exceso de espuma. Por ultimo, sumerge el vaso en agua para limpiar las gotas que han caído por fuera y que podrían manchar las manos.

—Método belga. —Y se la da a Mauro. Él la coge y se la lleva ávido y sediento a la boca.

—¿Me pones otra?

A su espalda una voz y, acto seguido, una palmada.

—Hola, colega, en una noche como ésta apetece una birra, ¿eh?

Es el Mochuelo. Le sonríe y empieza a hablarle de esto y de lo de más allá, de tremendos tiroteos y de cosas que a lo mejor son ciertas.

—Oye, ¿te acuerdas de aquel al que llamaban el Jenizaro? Me lo encontré el otro día en el centro, tenía un todoterreno, ¿para que te voy a contar?, un sueño. El Hummer nuevo, que es más pequeño, amarillo con los bordes negros y dentro una piba de caerse de culo. Bueno, la tuya tampoco está nada mal, ¿eh? Es muy alta. ¿Cómo se llama?

—Paola —replica Mauro, vagamente molesto por el hecho de que le hable en esos términos de su novia. Pero en el fondo se trata de un cumplido, piensa.

—Hermosa. Fiel. Nada que objetar. Hasta se contenta con un ciclomotor… —El Mochuelo lo mira y enarca las cejas, después toma un sorbo de cerveza y se seca la boca con la manga de la chaqueta. Deja el vaso en el mostrador casi golpeándolo—. Pero ¿por qué no me echas una mano? Esto está chupao. Es que han trincado a Memo, el que siempre iba conmigo, ¿te acuerdas? Sí, hombre, tienes que haberlo visto mil veces; gordo, con los ojos saltones. Tío, llevo arrastrándolo toda la vida.

—¿Quién? ¿El Búho?

—Ése mismo. Lo cogieron hace una semana. Un robo en el InterCoop de la Casilina. Joder, es del género idiota. En los grandes supermercados de la tangencial siempre hay pasma fuera, ¿es que no lo sabe? Y, además, nunca se debe actuar solo… Eso le pasa por avaricioso. Quería llenar solo su bolsillo y al final ha acabado en la trena, a comer lo que allí le echen. —El Mochuelo se echa a reír. Después lo piensa mejor y se entristece—. Por lo menos dimos diez golpes juntos y nunca tuvimos ningún marrón. Joder, éramos el Mochuelo y el Búho.

—No te preocupes, ya verás cómo lo sueltan pronto.

—Qué va. Tenía ya dos condenas, por lo menos le caen cinco años.

Mauro enarca las cejas y se toma su cerveza, porque no sabe bien qué responder. El Mochuelo lo mira. De repente se muestra lúcido y astuto.

—Oye, ¿por qué no te vienes a dar una vuelta conmigo? Anda. Tengo cuchados dos, tres que son fáciles de verdad; un juego de niños. Y al menos tocamos a cinco mil por cabeza…

Mauro niega con la cabeza.

—No, no.

El Mochuelo insiste.

—Venga ya… —Le da un golpe con el hombro—. Formaremos equipo, como cuando estábamos en el cole y jugábamos por detrás de la plazoleta de la Anagnina… ¿Te acuerdas del campeonato de los Castelli? Nos llamaban las estrellas gemelas, como la canción de Eros en plural, ¿eh?

—La verdad es que no me acuerdo.

—Venga, tío. Si hasta te he encontrado un mote.

—Espera, deja que lo adivine… ¡el Lechuza!

—Oye, ¿qué quieres, tocarme los cojones?

—¿Por qué te ofendes?

—Contigo… Mira, después de que trincasen al Búho, decidí cambiar de rapaz. Siempre te veo solo, no te tomas confianzas. Tienes una sola mujer, joder, me gustas. Había pensado en Halcón. O Águila. ¿Sabías que las águilas se acoplan en pleno vuelo? No tiene nada que ver, pero lo vi en la tele. Así, sin más. Ñaca. —El Mochuelo hace un gesto con el puño cerrado, como imitando un acto de amor rebelde, veloz, ávido, rabioso, salvaje—. En pleno vuelo, ¿te imaginas?

Mauro le sonríe.

—En cambio yo, prefiero seguir con los pies en el suelo. La idea de acabar en la trena no me seduce en absoluto. Y la idea de no poder ver a mi Paola me gusta aún menos.

El Mochuelo mueve la cabeza y le da un largo sorbo a su cerveza. También Mauro se acaba la suya.

—Como quieras, Mauro —dice el Mochuelo resignado—, yo estoy aquí. Lástima, las estrellas gemelas hubiesen vuelto…

Mauro sonríe de nuevo.

—Si me llamas para un partido de fútbol, en seguida estoy en el campo.

También el Mochuelo le sonríe.

—Deja, deja, pago yo.

—No, no, hoy me toca a mí. —Paga las dos cervezas. Después sale del bar y lo saluda desde lejos, levantando la barbilla, simplemente; con ese gesto que sólo se hace entre amigos.

Treinta y siete

Habitación añil. Ella.

«Ninguna de las mujeres a las que había oído hablar tenía una voz como aquélla. El más mínimo sonido que pronunciaba hacía crecer su amor, cada palabra lo hacía temblar. Era una voz dulce, musical, el rico e indefinido fruto de la cultura y de la amabilidad. Al escucharla, sentía resonar en sus oídos los gritos estridentes de las mujeres indígenas, de las prostitutas y, no tan dura, la cantinela débil de las trabajadoras y de las muchachas de su ambiente.»

La luz de la lámpara de vidrio opaco de Ikea le confiere al monitor un tono amarillo cálido y envolvente. La ventana de la habitación está abierta y una brisa ligera mueve las cortinas. La muchacha está leyendo soñadora esas palabras que saben a amor. Cada día la hacen sentir más diferente. Qué suerte, piensa, haber pasado por allí aquella noche. Claro que es un poco raro: en el lugar donde se tira la basura, voy yo y me encuentro a este Stefano y sus palabras. A saber cómo será. A saber a quién se lo dedica. ¿Quién es esa mujer que tiene una voz tan hermosa? ¿Su novia? ¿La Carlotta de los mails? A saber si le estará escribiendo en este momento. A saber la cara que tendrá. Puede que sea alto y de pelo oscuro. Quizá tenga los ojos verdes. Me gustaría que tuviese los ojos verdes. Me recuerdan una carrera en un prado. La muchacha sigue leyendo.

«Nunca me he echado atrás. ¿Sabes que he olvidado lo que significa dormirse con el corazón en paz? Hace millones de años me quedaba dormido cuando quería y me despertaba cuando había reposado suficiente. Ahora doy un salto al oír el despertador… Me pregunto porqué lo he hecho y me respondo: por ti… Hace mucho tiempo quería hacerme famoso, pero ahora la gloria ya no me importa. Lo único que quiero eres tú. Te deseo más que la comida, que la ropa, que la celebridad. Sueño con apoyar mi cabeza en tu pecho y dormir un millón de años… Ella se sentía irremediablemente atraída hacia él. Aquel flujo mágico que siempre había emanado de él fluía ahora de su voz apasionada, de sus ojos vivaces y del vigor que hervía en su interior… Tú me amas. Me amas porque soy muy diferente a los otros hombres que has conocido y a los que hubieses podido amar.»

Leer sobre el amor, acerca de un amor tan grande, la conmueve. Y, de repente, siente no poder experimentar esas cosas, no sentirse así cuando piensa en él. Cierra el ordenador. Pero otra lágrima desciende desdeñosa y le moja la rodilla. Y ella se echa a reír y sorbe por la nariz. Luego se detiene. Se queda en silencio. Y después se enfada. Sabe perfectamente que no puede hacer nada contra todo aquello…

Treinta y ocho

Niki y Alessandro se ríen y bromean frente a aquella extraña cinta rodante culinaria, hablan de esto y de lo de más allá. Cogen al vuelo aquellos platitos llenos de especialidades japonesas recién hechas. Se paga según el color del plato elegido. Niki coge uno naranja, carísimo. Prueba sólo la mitad del
sashimi
y vuelve a dejar el plato en la cinta rodante. De inmediato, Alessandro mira preocupado a su alrededor. Sólo faltaría que apareciesen también allí, es su día libre, Serra y Carretti, los dos policías de costumbre. Y siguen riéndose. Y otra anécdota. Y otra curiosidad. Y, sin deliberación, sin malicia, sin pensarlo demasiado, Niki se halla en casa de Alessandro.

—¡Es una chulada! Caramba, entonces sí que eres de verdad un tipo importante. ¡Alguien de éxito!

—Bueno, hasta ahora no me ha ido mal.

Niki deambula por la casa, se da la vuelta y le sonríe.

—Ya veremos cómo te va mañana con mis ideas, ¿no?

—Sí. —Alessandro sonríe, pero prefiere no pensar en ello.

—Oye, Alex, de verdad, esta casa me gusta un montón. Además, está tan vacía… ¡Qué fuerte, en serio! No hay nada de más; el sofá en el centro, el televisor y una mesa, y el ordenador allí. Te juro que es un sueño. Y éstas… ¡No! No me lo puedo creer.

Niki entra en el despacho. Una librería grande y varias fotos. En color, en blanco y negro, escritas, descoloridas. Con las frases más famosas. Y piernas, y chicas, y coches, y bebidas, y rostros, y casas, y cielos. E imágenes de su gran creatividad, de lo más variado, colgadas de la pared, sujetas por finos hilos de nailon y con marcos de color azul oscuro plateado con un pequeño ribete ocre.

—¡Qué pasada! Si todos son anuncios que he visto… ¡Nooo! ¡No me lo puedo creer!

Niki señala una foto en la que aparecen unas piernas de mujer con medias. Las más variadas, las más extrañas, las más coloridas, las más serias, las más alocadas.

—¿Lo hiciste tú?

—Sí, ¿te gustó?

—¿Que si me gustó? ¡Me vuelven loca esas medias! No tienes idea de las que me he llegado a comprar. Es que siempre se me hacen carreras. O bien porque me apoyo las manos en las piernas y a lo mejor tengo una cutícula levantada. Es que yo me como las uñas, ¿sabes?, o bien porque me engancho con algo, vaya que rompo unas cuatro o cinco por semana, y siempre me las compro de esa marca.

—Y yo que creía que había tenido éxito con mi publicidad. ¡Tantas ventas sólo porque tú no paras de romper las medias!

Niki se acerca a Alessandro y se frota un poco contra él.

—No te hagas el modesto conmigo. Además, mira… —Niki coge la mano de Alessandro, se levanta un poco la falda y se la apoya en lo alto del muslo. Acerca su rostro a él y lo mira ingenua, con sus grandes ojos, lánguida, y después maliciosa, y de nuevo pequeña, y luego mayor, y luego, ufff… Pero hermosa de todos modos. Y deseable. Y una voz suave y cálida y excitante—. ¿Lo ves? No siempre llevo medias. —Y a continuación suelta una carcajada y se aparta, dejando caer su vestido, colocándoselo mejor. Después se quita los zapatos y se sacude un poco el pelo, se lo fricciona casi, liberándolo de aquel orden que lo aprisiona impuesto por una simple goma del pelo.

—Eh —se vuelve y lo mira—, ¿en esta casa se puede beber algo? —sonríe maliciosa.

—Ejem, por supuesto, claro que sí. —Alessandro intenta recuperarse y se dirige hacia el mueble bar—. ¿Qué quieres, Niki, un ron, un gintonic, vodka, whisky…?

Niki abre la puerta de la terraza.

—No, eso es demasiado fuerte. ¿No tienes una simple Coca-Cola?

—¿Coca-Cola? En seguida.

Alessandro se dirige a la cocina, Niki sale a la terraza. La luna está alta en el cielo, atravesada por algunas nubes ligeras. Parece una amiga que guiña el ojo. En la cocina, Alessandro sirve una Coca-Cola en un vaso y corta un limón. Niki le grita desde lejos:

—Alex, ¿por qué no pones también un poco de música?

—Sí.

Coge el vaso, echa un poco de hielo, luego va hacia donde ha dejado la chaqueta y busca en el bolsillo. Encuentra el CD que le ha regalado Enrico. Es doble, increíble. Coge uno de los dos discos sin prestar demasiada atención y lo mete en el equipo de alta fidelidad que está colgado en la pared. Aprieta una tecla para ponerlo en marcha. Aprieta otra para que la música se oiga por toda la casa. Sale a la terraza con Niki.

—Aquí tienes tu Coca-Cola.

Niki la coge y toma rápidamente un sorbo.

—Hummm, buena, el limón le va perfecto además.

Justo en ese momento, comienza la música.

«¿Qué sabrás tú de un campo de trigo, poesía de un amor divino…?» Y en seguida la voz de Enrico: «Bien, aquí Lucio quería poner de relieve la imposibilidad de explicar, de comprender, de interpretar, de situar el amor al mismo nivel que la belleza de un campo de trigo, como esas emociones imprevistas que a veces, como traídas por el viento, no se pueden explicar, de ahí la pregunta de "qué sabrás tú de un campo de trigo…" Una pregunta que quedará sin respuesta, del mismo modo que el porqué de estas otras palabras resulta en cambio más claro…»

Y de inmediato suena otro tema de Lucio Battisti. «Conducir como un loco de noche con los faros apagados.» «Bien, en este caso claramente hubo una discusión previa a la composición del tema entre Lucio y Mogol, cosa que se deduce claramente a partir de las palabras que…»

—Ejem, disculpa, me he equivocado de CD.

Alessandro corre, vuelve al estudio, para el CD, lo saca y ve que encima tiene escrito «Interpretaciones varias». Coge el otro CD. « Sólo atmósfera.» Mejor. Lo mete con la esperanza de que esta vez la cosa salga mejor. Aprieta el botón, espera a que suene la música. Ya está. Alessandro coge la carátula del CD y mira los títulos apuntados por Enrico. Sonríe. Son las canciones de ambos. El camino de una amistad. Mira las primeras y le parecen perfectas. La cuarta no la conoce, pero se fía de su amigo. Regresa a la terraza. Cuando sale, la luz está apagada.

—Qué oscuro…

Alessandro hace ademán de dirigirse al interruptor.

—No, déjalo así, es más bonito.

Niki está allí, a poca distancia de él, en medio de una mata de jazmines. Ha arrancado uno y está mordisqueando la parte final de la flor.

—Hummm, Coca-Cola y jazmines… un sueño hecho realidad.

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