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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Persuasion (18 page)

BOOK: Persuasion
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—¿Qué aspecto tiene María? —preguntó Sir Walter, con el mejor humor—. La última vez que la vi tenía la nariz roja, pero espero que esto no ocurra todos los días.

—Debe haber sido pura casualidad. En general ha disfrutado de buena salud y aspecto desde San Miguel.

—Espero que no la tiente salir con vientos fuertes y adquirir así un cutis recio. Le enviaré un nuevo sombrero y otra pelliza.

Ana consideraba si le convendría sugerir que un tapado o un sombrero no debían exponerse a tan mal trato, cuando un golpe en la puerta interrumpió todo: «¡Un llamado a la puerta y a estas horas! ¡Debían ser más de las diez! ¿Y si fuera mister Elliot?» Sabían que tenía que cenar en Lansdown Crescent. Era posible que se hubiese detenido en su camino de vuelta para saludarlos. No podían pensar en nadie más. Mrs. Clay creía que sí, que aquella era la manera de llamar de Mr. Elliot. Mistress Clay tuvo razón. Con toda la ceremonia que un criado y… un muchacho de recados pueden hacer, mister Elliot fue introducido en la sala.

Era el mismo, el mismo hombre, sin más diferencia que el traje. Ana se hizo algo atrás mientras los demás recibían sus cumplidos, y su hermana las disculpas por haberse presentado a hora tan desusada. Pero «no podía pasar tan cerca sin entrar a preguntar si ella o su amiga habían cogido frío el día anterior, etcétera». Todo esto fue cortésmente dicho y cortésmente recibido. Pero el turno de Ana se acercaba. Sir Walter habló de su hija más joven. «Mr. Elliot debía ser presentado a su hija más joven» (no hubo ocasión de recordar a Maria), y Ana, sonriente y sonrojada, de manera que le sentaba muy bien, presentó a Mr. Elliot las hermosas facciones que éste no había en modo alguno olvidado, y pudo comprobar, por la sorpresa que él tuvo, que antes no había sospechado quién era ella. Pareció tremendamente sorprendido, pero no más que agradado. Sus ojos se iluminaron y con la mayor presteza celebró el encuentro, aludió al pasado, y dijo que podía considerársele un antiguo conocido. Era tan bien parecido como había semejado serlo en Lyme, y sus facciones mejoraban al hablar. Sus modales eran exactamente los apropiados, tan corteses, tan fáciles, tan agradables, que sólo podían ser comparados con los de otra persona. No eran los mismos, pero eran así de buenos.

Se sentó con ellos y la conversación mejoró al momento. No cabía duda que de era un hombre inteligente. Diez minutos bastaron para comprenderlo. Su tono, su expresión, la elección de los temas, su conocimiento de hasta dónde debía llegar, eran el producto de una mente inteligente y esclarecida. En cuanto pudo, comenzó a hablar con ella de Lyme, deseando cambiar opiniones respecto al lugar, pero deseoso especialmente de comentar el hecho de haber sido huéspedes de la misma posada y al mismo tiempo, hablando de su ruta, sabiendo un poco la de ella, y lamentando no haber podido presentarle sus respetos en aquella ocasión. Ella informó en pocas palabras de su estancia y de sus asuntos en Lyme. Su pesar aumentó al saber los detalles. Había pasado una tarde solitaria en la habitación contigua a la de ellos. Había oído voces regocijadas. Había pensado que debían ser personas encantadoras y deseó estar con ellos. Y todo esto sin saber que tenía el derecho a ser presentado. ¡Si hubiera preguntado quiénes eran! ¡El nombre de Musgrove habría bastado! «Bien, esto serviría para curarle de la costumbre de no hacer jamás preguntas en una posada, costumbre que había adoptado desde muy joven, pensando que no era gentil ser curioso.»

Las nociones de un joven de veinte o veintidós años —decía— en lo que se refiere a buenas maneras son más absurdas que las de cualquier otra persona en el mundo. La estupidez de los medios que emplean sólo puede ser igualada por la tontería de los fines que persiguen.

Pero no podía comunicar sus reflexiones a Ana solamente; él lo sabía; y bien pronto se perdió entre los otros, y sólo a ratos pudo volver a Lyme.

Sus preguntas, sin embargo, trajeron pronto el relato de lo que había pasado allí después de su partida. Habiendo oído algo sobre «un accidente», quiso conocer el resto. Cuando preguntó, Sir Walter e Isabel lo hicieron también; pero la diferencia de la manera en que lo hacían no podía menos que quedar de manifiesto. Ella sólo podía comparar a Mr. Elliot con Lady Russell por su deseo de comprender lo que había ocurrido, y por el grado en que parecían comprender también cuanto había sufrido ella presenciando el accidente.

Se quedó una hora con ellos. El elegante relojito sobre la chimenea había tocado «las once con sus argentinos toques», y el sereno se oía a la distancia cantando lo mismo, antes de que Mr. Elliot o cualquiera de los presentes creyera que había pasado tan largo rato.

¡Ana nunca imaginó que su primera velada en Camden Place sería tan agradable!

CAPITULO XVI

Había algo que Ana, al volver entre los suyos, hubiera preferido saber, incluso más que si mister Elliot estaba enamorado de Isabel, y era si su padre lo estaría de Mrs. Clay. Después de haber permanecido en casa algunas horas, más se intranquilizó a este respecto. Al bajar para el desayuno a la mañana siguiente, encontró que había habido una razonable intención de la dama de dejarlos. Imaginó que mistress Clay habría dicho: «Ahora que Ana está con ustedes, ya no soy necesaria», porque Isabel respondió en voz baja: «No hay ninguna razón en verdad; le aseguro que no encuentro ninguna. Ella no es nada para mí comparada con usted». Y tuvo tiempo de oír decir a su padre: «Mi querida señora, esto no puede ser. Aún no ha visto usted nada de Bath. Ha estado aquí solamente porque ha sido necesaria. No nos dejará usted ahora. Debe quedarse para conocer a Mrs. Wallis, a la hermosa Mrs. Wallis. Para su refinamiento, estoy seguro de que la belleza es siempre un placer».

Habló con tanto entusiasmo que Ana no se sorprendió de que Mrs. Clay evitase la mirada de ella y de su hermana; ella podría parecer quizás un poco sospechosa, pero Isabel ciertamente no pensaba nada acerca del elogio al refinamiento de la dama. Esta, ante tales requerimientos, no pudo menos de condescender en quedarse.

En el curso de la misma mañana, encontrándose sola Ana con su padre, comenzó éste a felicitarla sobre su mejor aspecto; la encontraba «menos delgada de cuerpo, de mejillas; su piel, su apariencia habían mejorado…, era más claro su cutis, más fresco. ¿Había estado usando algo? No, nada.» «Nada más que Gowland», supuso él. «No, absolutamente nada.» Ah, esto le sorprendía mucho, y añadió: «No puedes hacer nada mejor que continuar como estás. Estás sumamente bien. Pero te recomiendo el uso de Gowland constantemente durante los meses de primavera. Mrs. Clay lo ha estado usando bajo mi recomendación y ya ves cuánto ha mejorado. Se han borrado todas sus pecas».

¡Si Isabel lo hubiera oído! Tal elogio le hubiera chocado, especialmente cuando, en opinión de Ana, las pecas seguían donde mismo. Pero hay que dar oportunidad a todo. El mal de tal matrimonio disminuiría si Isabel se casaba también. En cuanto a ella, siempre tendría su hogar con Lady Russell.

La compostura de Lady Russell y la gentileza de sus modales sufrieron una prueba en Camden Place. La visita de Mrs. Clay gozando de tanto favor y de Ana tan abandonada, era una provocación interminable para ella. Y esto la molestaba tanto cuando no se encontraba allí, como puede sentirse molestada una persona que en Bath bebe el agua del lugar, lee las nuevas publicaciones y tiene gran número de conocidos.

Cuando conoció a Mr. Elliot, se volvió más caritativa o más indiferente hacia los otros. Los modales de éste fueron una recomendación inmediata; y conversando con él encontró bien pronto lo sólido debajo de lo superficial, por lo que se sintió inclinada a exclamar, según dijo a Ana: «¿Puede ser éste Mr. Elliot?», y en realidad no podía imaginar un hombre más agradable o estimable. Lo reunía todo: buen entendimiento, opiniones correctas, conocimiento del mundo y un corazón cariñoso. Tenía fuertes sentimientos de unión y honor familiares, sin ninguna debilidad u orgullo; vivía con la liberalidad de un hombre de fortuna, pero sin dilapidar; juzgaba por sí mismo en todas las cosas esenciales sin desafiar a la opinión pública en ningún punto del decoro mundano. Era tranquilo, observador, moderado, cándido; nunca desapareceria por espíritu egoísta creyendo hacerlo por sentimientos poderosos, y con una sensibilidad para todo lo que era amable o encantador y una valoración de todo lo estimable en la vida doméstica, que los caracteres falsamente entusiastas o de agitaciones violentas rara vez poseen. Estaba cierta de que no había sido feliz en su matrimonio. El coronel Wallis lo decía y Lady Russell podía verlo; pero no se había agriado su carácter ni tampoco (bien pronto comenzó a sospecharlo) dejaba de pensar en una segunda elección. La satisfacción que Mr. Elliot le producía atenuaba la plaga que era mistress Clay.

Hacía ya algunos años que Ana había aprendido que ella y su excelente amiga podían discrepar. Por consiguiente, no la sorprendió que Lady Russell no encontrase nada sospechoso o inconsistente, nada detrás de los motivos que aparecían a la vista, en el gran deseo de reconciliación de Mr. Elliot. Lady Russell estimaba como la cosa más natural del mundo que en la madurez de su vida considerara Mr. Elliot lo más recomendable y deseable reconciliarse con el cabeza de la familia. Era lo natural al andar del tiempo en una cabeza clara y que sólo había errado durante su juventud. Ana, sin embargo, sonreía, y al fin mencionó a Isabel. Lady Russell escuchó, miró, y contestó solamente: «¡Isabel! Bien: El tiempo lo dirá».

Ana, después de una breve observación, comprendió que ella también debía limitarse a esperar el futuro. Nada podía juzgar por el momento. En aquella casa, Isabel estaba primero y ella estaba tan habituada a la general reverencia a «miss Elliot», que cualquier atención particular le parecía imposible. Mr. Elliot, además —no debía olvidarse—, era viudo desde hacía sólo siete meses. Una pequeña demora de su parte era muy perdonable. En una palabra, Ana no podía ver el crespón alrededor de su sombrero sin imaginarse que no tenía ella excusa en suponerle tales intenciones; porque su matrimonio, aunque infortunado, había durado tantos años que era difícil recobrarse tan rápidamente de la espantosa impresión de verlo deshecho.

Como fuere que todo aquello terminase, no cabía duda de que Mr. Elliot era la persona más agradable de las que conocían en Bath. No veía a nadie igual a él, y era una gran cosa de vez en cuando conversar acerca de Lyme, lugar que parecía tener casi más deseos de ver nueva y más extensamente que ella. Comentaron los detalles de su primer encuentro varias veces. El dio a entender que la había mirado con interés. Ella lo recordaba bien, y recordaba además la mirada de una tercera persona.

No siempre estaban de acuerdo. Su respeto por el rango y el parentesco era mayor que el de ella. No era sólo complacencia, era un agradarle el tema lo que hizo que su padre y su hermana prestaran atención a cosas que. Ana juzgaba indignas de entusiasmarlos. El diario matutino de Bath anunció una mañana la llegada de la vizcondesa viuda de Dalrymple y de su hija, la honorable miss Carteret; y toda la comodidad de Camden Place número… desapareció por varios días; porque los Dalrymple (por desgracia en opinión de Ana) eran primos de los Elliot, y las angustias surgieron al pensar en una presentación correcta.

Ana no había visto antes a su padre y a su hermana en contacto con la nobleza, y se descorazonó un poco. Había pensado mejor acerca de la idea que ellos tenían de su propia situación en la vida, y sintió un deseo que jamás hubiera sospechado que podría llegar a tener… el deseo de que tuvieran más orgullo; porque «nuestros primos Lady Dalrymple y miss Carteret», «nuestros parientes, los Dalrymple», eran frases que estaban todo el día en su oído.

Sir Walter había estado una vez en compañía del difunto vizconde, pero jamás había encontrado a la familia. Las dificultades surgían a la sazón de una interrupción completa en las cartas de cortesía, precisamente desde la muerte del mencionado vizconde, acaecida al mismo tiempo en que una peligrosa enfermedad de Sir Walter había hecho que los moradores de Kellynch no hicieran llegar ninguna condolencia. Ningún pésame fue a Irlanda. El pecado había sido pagado, puesto que a la muerte de Lady Elliot ninguna condolencia llegó a Kellynch, y en consecuencia, había sobradas razones para suponer que los Dalrymple consideraban la amistad terminada. Cómo arreglar este enojoso asunto y ser admitidos de nuevo como primos era lo importante; y era un asunto que, bien sensatamente, ni Lady Russell ni Mr. Elliot consideraban trivial. «Las relaciones familiares es bueno conservarlas siempre, la buena compañía es siempre digna de ser buscada; Lady Dalrymple había tomado por tres meses una casa en Laura Place, y viviría en gran estilo. Había estado en Bath el año anterior y Lady Russell había oído hablar de ella como de una mujer encantadora. Sería muy agradable que las relaciones fueran restablecidas, y si era posible, sin ninguna falta de decoro de parte de los Elliot.»

Sir Walter, sin embargo, prefirió valerse de sus propios procedimientos, y finalmente escribió dando una amplia explicación y expresando su pesar a su honorable prima. Ni Lady Russell ni Mr. Elliot pudieron admirar la carta, pero, sea como fuera, la carta cumplió su propósito, trayendo de vuelta una garabateada nota de la vizcondesa viuda. «Tendría mucho placer y honor en conocerlos.» Los afanes del asunto habían terminado y sus dulzuras comenzaban. Visitaron Laura Place, y recibieron las tarjetas de la vizcondesa viuda de Dalrymple y de la honorable miss Carteret para arreglar entrevistas. Y «nuestros primos en Laura Place», «nuestros parientes Lady Dalrymple y miss Carteret», eran el tema obligado de todos los comentarios.

Ana estaba avergonzada. Aunque Lady Dalrymple y su hija hubieran sido en extremo agradables, se hubiera sentido avergonzada de la agitación que creaban, pero éstas no valían gran cosa. No tenían superioridad de modales de dotes o de entendimiento. Lady Dalrymple había adquirido la fama de «una mujer encantadora» porque tenía una sonrisa amable y era cortés con todo el mundo. Miss Carteret, de quien podía decirse aún menos, era tan malcarada y desagradable que no hubiera sido jamás recibida en Camden Place de no haber sido por su alcurnia.

Lady Russell confesó que había esperado algo más, no obstante «era una relación digna» y cuando Ana se atrevió a dar su opinión a Mr. Elliot, él convino que por sí mismas no valían demasiado, pero afirmó que como para trato familiar, como buena compañía, para aquellos que buscan tener personas gratas alrededor, valían. Ana sonrió y dijo:

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