Se enteró entonces de que estaban allí, además del matrimonio, la señora Musgrove, Enriqueta y el capitán Harville. Carlos le hizo un somero relato, una narración de acontecimientos sumamente natural. Al principio había sido el capitán Harville quien necesitaba viajar a Bath por algunos negocios. Había comenzado a hablar de ello hacía una semana, y por hacer algo, porque la temporada de caza había terminado, Carlos propuso acompañarlo, y a Mrs. Harville parecía haberle agradado la idea, que consideraba ventajosa para su esposo; Maria no pudo soportar quedarse, y pareció tan desdichada por un día o dos, que todo quedó en suspenso o en apariencia abandonado. Pero luego el padre y la madre volvieron a insistir en la idea. La madre tenía algunos antiguos amigos en Bath, a los que deseaba ver; era pues, una buena oportunidad para que fuese también Enriqueta a comprar ajuares de boda para ella y para su hermana; al final su madre organizó el grupo y todo resultó fácil y simple para el capitán Harville; y él y María fueron también incluidos para conveniencia general. Habían llegado la noche anterior, bastante tarde. Mrs. Harville, sus niños y el capitán Benwick quedaron con su madre y Luisa en Uppercross.
La sola sorpresa de Ana fue que las cosas hubiesen ido tan rápido como para que ya pudiera hablarse del ajuar de Enriqueta; había imaginado que las dificultades económicas retrasarían la boda; pero se enteró por Carlos que hacía muy poco (después de la carta que recibiera de María) Carlos Hayter había sido requerido por un amigo para ocupar el lugar de un joven que no podría tomar posesión de su cargo hasta que transcurrieran algunos años, y esto, unido a su renta actual y con la certidumbre de obtener algún puesto permanente antes del término de éste, las dos familias habían accedido a los deseos de los jóvenes que se casarían en pocos meses, casi al mismo tiempo que Luisa. Y era un hermoso lugar —añadía Carlos—, a sólo veinticinco millas de Uppercross y en una bella campiña, cerca de Dorsetshire, en el centro de uno de los mejores rincones del reino, rodeados de tres grandes propietarios, cada cual más cuidadoso. Y con dos de éstos Carlos Hayter podría obtener una recomendación especial. «No estima esto en lo que vale —observó—; Carlos es muy poco amante de la vida al aire libre. Este es su mayor defecto.»
—Me alegro de verdad —exclamó Ana—, y de que las dos hermanas, mereciéndola ambas por igual, y habiendo sido siempre tan buenas amigas, tengan su felicidad al mismo tiempo; que las alegrías de una no opaquen las de la otra y que juntas compartan la prosperidad y el bienestar. Espero que el padre y la madre sean igualmente felices con estas bodas.
—¡Oh, sí! Mi padre estaría más contento si los dos jóvenes fueran más ricos, pero ésta es la única falta que les encuentra. El casar dos hijas a un mismo tiempo es un problema importante que preocupa por muchos conceptos a mi padre. Sin embargo no quiero decir que no tengan derecho a esto. Es lógico que los padres doten a las hijas; siempre ha sido un padre generoso conmigo. María está descontenta con el matrimonio de Enriqueta. Ya sabes que nunca lo aprobó. Pero no le hace justicia a Hayter ni considera el valor de Wenthrop. No ha podido hacerle entender cuán costosa es la propiedad. En los tiempos que corren es un buen matrimonio. A mí siempre me ha gustado Carlos Hayter y no cambiaré mi opinión.
—Tan excelentes padres como los señores Musgrove —exclamó Ana— deben ser felices con las bodas de sus dos hijas. Hacen todo por hacerlas dichosas, estoy segura. ¡Qué bendición para las jóvenes estar en tales manos! Su padre y su madre parecen estar libres del todo de esos ambiciosos sentimientos que han acarreado tantos malos procederes y desdichas tanto entre los jóvenes como entre los viejos. Espero que Luisa esté ahora completamente repuesta.
El respondió, con alguna vacilación:
—Sí, creo que lo está. Pero ha cambiado: ya no corre ni salta, baila o ríe; está muy distinta. Si una puerta se cierra de golpe, se estremece como el agua ante el picotazo débil de un pájaro. Benwick se sienta a su lado leyendo versos todo el día o murmurando en voz baja.
Ana no pudo evitar reírse.
—Esto no es muy de su gusto, bien lo comprendo —exclamó—, pero creo que Benwick es un excelente joven.
—Ciertamente, nadie lo pone en duda. Y supongo que no creerá usted que todos los hombres encuentren gusto y placer en las mismas cosas que yo. Aprecio mucho a Benwick y cuando se pone a hablar tiene muchas cosas que decir. Sus lecturas no lo han dañado porque ha luchado también. Es un hombre valiente. He llegado a conocerlo más de cerca el lunes último que en cualquier otra ocasión anterior. Tuvimos una cacería de ratas esa mañana en la granja grande de mi padre, y se desempeñó tan bien que desde entonces me agrada aún más.
Fueron aquí interrumpidos para que Carlos acompañara a los otros a admirar los espejos y los objetos chinos; pero Ana había oído bastante para comprender la situación de Uppercross y alegrarse de la dicha que allí reinaba. Y aunque también se entristecía por algunas cosas, en su tristeza no había la menor envidia. Ciertamente, uniría sus bendiciones a las de los otros.
La visita transcurrió en medio del general buen humor. María estaba de excelente ánimo, disfrutando de la alegría y del cambio, y tan satisfecha con el viaje en el carruaje de cuatro caballos de su suegra y con su completa independencia de Camden Place, que se sentía con ánimo para admirar cada cosa como debía, y al momento comprendió todas las ventajas de la casa en cuanto se las detallaron. No tenía nada que pedir a su padre y a su hermana y toda su buena voluntad aumentó al ver el hermoso salón.
Isabel sufrió bastante durante un corto tiempo. Sentía que Mrs. Musgrove y todo su grupo debían ser invitados a comer con ellos, pero no podía soportar que la diferencia de estilo, la reducción del servicio que se revelaría en una comida, fueran presenciados por aquéllos que eran inferiores a los Elliot de Kellynch. Fue una lucha entre la educación y la vanidad; pero la vanidad se llevó la mejor parte, e Isabel fue nuevamente feliz. Para sus adentros se dijo:
Viejas costumbres… hospitalidad campesina… no damos comidas… poca gente en Bath lo hace… Lady Alicia jamás lo ha hecho, no invita ni a la familia de su hermana, aunque han estado aquí un mes; y creo que será un inconveniente para Mrs. Musgrove… echará por tierra sus planes. Estoy segura de que prefiere no venir… no se sentiría cómoda entre nosotros. Les pediré que vengan para la velada; esto será mucho mejor; será novedoso y cortés. No han visto dos salones como éstos antes. Estarán encantados de venir mañana por la noche. Será una reunión bastante regular… pequeña pero elegante.
Y esto satisfizo a Isabel, y cuando la invitación fue cursada a los dos que estaban presentes y se prometió la presencia de los ausentes, María pareció muy satisfecha. Deseaba particularmente conocer a mister Elliot y ser presentada a Lady Dalrymple y a miss Carteret, que habían prometido asistencia formal para esa velada; y para María ésta era la más grande satisfacción: Miss Elliot tendría el honor de visitar a Mrs. Musgrove por la mañana y Ana se encaminó con Carlos y María para ver a Enriqueta y a Mrs. Musgrove inmediatamente.
Su idea de visitar a Lady Russell debería postergarse por el momento. Los tres entraron en la casa de la calle River por un par de minutos, pero Ana se convenció a sí misma de que la demora de un día en la comunicación que debía hacer a Lady Russell no haría gran diferencia, y tenía prisa por llegar a White Hart para ver a los amigos y compañeros del otoño, con una vehemencia que provenía de muchos recuerdos.
Encontraron solas a Mrs. Musgrove y a su hija, y ambas hicieron el más amable recibimiento a Ana. Enriqueta estaba en ese estado en el que todos nuestros puntos de vista han mejorado, en el que se forma una nueva felicidad que le hacía interesarse por gentes de las que apenas había gustado antes. Y el cariño verdadero de Mrs. Musgrove lo había obtenido Ana por su utilidad cuando la familia se encontró en desgracia. Había allí una liberalidad, un calor y una sinceridad que Ana apreciaba mucho más por la triste falta de tal bendición en su hogar. Se la comprometió a que pasaría con ellos cuantos momentos libres tuviera, invitándola para todos los días; en una palabra, se le pedía que fuese como de la familia. Y, naturalmente, ella sintió que debía prestar toda su atención y buenos oficios, y así, cuando Carlos las dejó solas, escuchó a Mrs. Musgrove contar la historia de Luisa, y a Enriqueta contar la suya propia; le dio su opinión sobre varios asuntos y recomendó algunas tiendas. Hubo intervalos en los que debía prestar ayuda a María, quien pedía consejo sobre la clase de cinta que debería llevar hasta en cuanto al arreglo de sus cuentas; desde encontrar sus llaves y ordenar sus chucherías hasta tratar de convencerla de que no era antipática para nadie; cosas que María, entretenida como estaba siempre que se sentaba en una ventana a vigilar la entrada de la habitación, no imaginaba siquiera.
Era de esperarse una mañana de mucha confusión. Un gran grupo en un hotel presenta una escena de alboroto y desorden. En un momento llega una nota, en el siguiente un paquete, y no hacía ni media hora que Ana estaba allí cuando el comedor, pese a ser espacioso, estaba casi lleno. Un grupo de viejas amigas se hallaba sentado alrededor de la señora Musgrove, y Carlos volvió con los capitanes Harville y Wentworth. La aparición del segundo fue la sorpresa del momento. Era imposible para Ana no sentir que la presencia de sus antiguos amigos los aproximaría de nuevo. El último encuentro había dejado a la vista los sentimientos de él; ella tenía esa deliciosa convicción; pero temió, al ver su expresión, que la misma desdichada persuasión que le había alejado del salón de conciertos aún lo dominara. Parecía no desear acercarse y conversar con ella.
Ana quiso calmarse y dejar que las cosas siguieran su curso. Trató de darse tranquilidad con este argumento poco razonable: «Seguramente si nuestro afecto es recíproco, nuestros corazones se entenderán. No somos un par de chiquillos para guardar una irritada reserva, ser mal dirigidos por la inadvertencia de algún momento o jugar como con un fantasma con nuestra propia felicidad». Y, sin embargo, un momento después sintió que su mutua compañía en esas circunstancias sólo los exponía a inadvertencias y malas interpretaciones de la peor especie.
—Ana —exclamó María desde su ventana—, allí está Mrs. Clay parada debajo de la rotonda y la acompaña un caballero. Los veo dar la vuelta a la calle Bath en este mismo momento. Parecen muy entretenidos en su charla. ¿Quién es él? Ven y dímelo. ¡Dios mío! ¡Lo reconozco! ¡Es Mr. Elliot!
—No —se apresuró a decir Ana—, no puede ser mister Elliot, te lo aseguro. Debía dejar Bath esta mañana y no volver hasta dentro de dos días.
Mientras hablaba sintió que el capitán Wentworth la estaba mirando y eso la turbó, haciéndola sentir que había dicho mucho pese a sus pocas palabras.
María, lamentando que se pudiera sospechar que no conocía a su propio primo, comenzó a hablar acaloradamente acerca del aire de familia, y a afirmar, rotunda, que se trataba de Mr. Elliot, y llamó una vez más a Ana para que se acercase a comprobarlo por sí misma. Pero Ana no tenía intención de moverse, y fingió frialdad e indiferencia. Pero su incomodidad volvió al percibir miradas significativas y sonrisas entre las damas visitantes, como si estuvieran enteradas del secreto. Era evidente que ya todos hablaban del asunto; siguió una corta pausa por la que podía esperarse que aquello no se prolongaría.
—Ven, Ana —exclamó María—, ven y mira. Llegarás tarde si no te apresuras. Se están despidiendo, dándose la mano. El se aleja. ¡Si no conoceré a Mr. Elliot!
Para tranquilizar a María y quizá también para cubrir su propia turbación, Ana se acercó de prisa a la ventana. Llegó a tiempo para convencerse de que, en efecto, se trataba de Mr. Elliot (lo que ni por un instante había imaginado) antes de que éste desapareciera por un extremo y Mrs. Clay por el opuesto. Y reprimiendo la sorpresa que le producía ver conversar a dos personas de intereses tan dispares, dijo sosegadamente:
—Sí, en verdad, se trata de Mr. Elliot. Habrá cambiado la hora de su partida. Esto debe ser todo. Tal vez me equivoque. No debo aguardar más —y volvió a su silla tranquilizada y con la esperanza de haberse justificado bien.
Los visitantes comenzaron a retirarse, y Carlos, habiéndolos acompañado cortésmente hasta la puerta y luego de haber hecho un gesto significando que no volviesen, dijo:
—Mamá, he hecho por ti algo que sin duda aprobarás. He ido al teatro y he conseguido un palco para mañana por la noche. ¡Qué buen chico! ¿verdad? Sé que te divierten las comedias. Y hay lugar para todos. Estoy seguro de que Ana no se arrepentirá de acompañamos. Podemos ir nueve. He comprometido también al capitán Wentworth. A todos nos agrada la comedia. ¿No he hecho bien, mamá?
Mrs. Musgrove comenzaba de buen ánimo a expresar su agrado de concurrir, si a Enriqueta y a los demás les venía bien, cuando María interrumpió:
—¡Dios mío, Carlos!, ¿cómo puedes pensarlo siquiera? ¡Tomar un palco para mañana por la noche! ¿Ya olvidaste que tenemos un compromiso en Camden Place para mañana? ¿Y que nos han invitado especialmente para conocer a Lady Dalrymple y a su hija y a Mr. Elliot —los principales vínculos de familia—, a quienes seremos presentados mañana? ¿Cómo has podido olvidarlo?
—¡Bah! —replicó Carlos—, ¿qué importa una reunión? Nunca valen nada. Tu padre podría habernos invitado a comer si es que deseaba vernos. Puedes hacer lo que quieras, pero yo iré a la comedia.
—Pero, Carlos, eso sería imperdonable. ¡Has prometido asistir!…
—No; no he prometido nada. Sonreí y asentí y dije algo como «encantado», pero eso no es prometer.
—Debes venir, Carlos. Sería una grosería faltar. Se nos ha pedido expresamente que vayamos para ser presentados. Siempre hubo una gran vinculación entre los Dalrymple y nosotros. Nada sucedió en las familias que no fuera al momento comunicado. Somos parientes muy cercanos, ya sabes. Y también Mr. Elliot, a quien debes particularmente conocer. Debemos atenciones a Mr. Elliot. ¿Olvidas acaso que es el heredero de nuestro padre, el representante de la familia?
—No me hables de representantes y herederos —exclamó Carlos—. No soy de los que abandonan el poderío actual para saludar al sol naciente. Si no voy por el placer de ver a tu padre me parecería estúpido ir por su heredero. ¿Qué me importa a mí el tal Mr. Elliot?