Estas expresiones descuidadas fueron vivificantes para Ana, que estaba observando que el capitán Wentworth escuchaba con atención, poniendo toda su alma en cada palabra que se decía. Y las últimas palabras desviaron su mirada interrogante de Carlos a ella.
Carlos y María conversaban aún de la misma manera; él mitad en broma mitad en serio, y sosteniendo que debían ver la comedia, y ella, oponiéndose tenazmente y procurando hacerle sentir que si bien ella estaba decidida a cualquier costa a ir a Camden Place, consideraría bastante feo hacia ella que los demás se marchasen a la comedia. Mistress Musgrove intervino.
—Es mejor que lo posterguemos. Puedes volver, Carlos, y cambiar el palco para el martes. Sería una lástima separarnos y además perderíamos la compañía de miss Ana, puesto que se trata de una reunión de su padre; y estoy cierta de que ni Enriqueta ni yo disfrutaremos de la comedia si miss Ana no nos acompaña.
Ana sintió agradecimiento por tal bondad y, aprovechando la oportunidad que se le presentaba, dijo decididamente:
—Si depende de mi gusto, señora, la reunión de casa (con excepción de lo que atañe a María) no será ningún inconveniente. No disfruto para nada esta clase de reuniones y gustosa la cambiaré por la comedia y por estar en su compañía. Pero quizá sea mejor no intentarlo.
Lo dijo temblando mientras hablaba, consciente de que sus palabras eran escuchadas y no atreviéndose a observar su efecto.
Finalmente optaron por el martes. Y solamente Carlos continuó bromeando con su esposa, insistiendo en que iría a la comedia solo si nadie quena acompañarlo.
El capitán Wentworth dejó su asiento y se encaminó a la chimenea; posiblemente con la idea de encaminarse después a un lugar más próximo al ocupado por Ana.
—Sin duda no ha estado usted suficiente tiempo en Bath —dijo— para disfrutar de las reuniones de aquí.
—¡Oh, no! El carácter de estas reuniones no me atrae. No soy buena jugadora de cartas.
—Ya sé que usted no lo era antes… No le agradaban a usted las cartas, pero el tiempo nos cambia, ¿no es así?
—¡Yo no he cambiado tanto! —exclamó Ana. Y se detuvo de inmediato, temiendo algún malentendido. Después de esperar unos momentos, él dijo, como respondiendo a sentimientos inmediatos:
—¡Un largo tiempo, en verdad! ¡Ocho años son un largo tiempo!
Si pensaba proseguir, era cosa que Ana debió reflexionar en horas de más tranquilidad; porque mientras ella escuchaba aún sus palabras, su atención fue atraída por Enriqueta, que deseaba aprovechar el momento para salir, y pedía a sus amigos que no perdieran tiempo antes de que llegasen nuevos visitantes.
Se vieron obligados a retirarse. Ana dijo estar lista y procuró parecerlo; pero sentía que de haber conocido Enriqueta el pesar de su corazón al dejar la silla, al dejar la habitación, hubiera sentido verdadera piedad por su prima.
Pero los preparativos se vieron de súbito interrumpidos. Ruidos alarmantes se dejaron oír: se aproximaban otras visitas y la puerta se abrió para dejar paso a Sir Walter y a miss Elliot, cuya entrada pareció helar a todos. Ana sintió una instantánea opresión y dondequiera miró encontró síntomas parecidos. El bienestar, la alegría, la libertad del salón, se habían esfumado, alejados por una fría compostura, estudiado silencio, conversación insípida, para estar a la altura de la helada elegancia del padre y de la hermana. ¡Qué torturante era sentir así!
Su avisado ojo tuvo una satisfacción. Sir Walter e Isabel reconocieron nuevamente al capitán Wentworth, e Isabel fue aún más amable que la vez anterior. Se dirigió a él y lo miró a los ojos. Isabel estaba haciendo un gran juego, y lo que vino en seguida explicó su actitud. Después de perder unos pocos minutos diciendo formalidades, formuló la invitación que debía cancelar todo otro compromiso de los Musgrove: «Mañana por la noche nos reunimos unos pocos amigos; nada serio». Esto lo dijo con mucha gracia. Sobre una mesa dejó, con una cortés y comprensiva sonrisa para todos, las tarjetas con las que se había provisto: «En casa de miss Elliot». Una sonrisa y una tarjeta especiales entregó al capitán Wentworth. La verdad era que Isabel había vivido en Bath lo suficiente como para comprender la importancia de un hombre con su apariencia y su físico. El pasado no importaba. Lo importante en ese momento era que el capitán Wentworth adornaría su salón. Entregadas las tarjetas, Sir Walter e Isabel se levantaron para retirarse.
La interrupción había sido breve pero severa, y la alegría volvió a casi todos los presentes cuando quedaron de nuevo solos, con excepción de Ana. Sólo podía pensar en la invitación de la que había sido testigo; y de la forma en que tal invitación había sido recibida, con sorpresa más que con gratitud, con cortesía mas que con franca aceptación. Ella lo conocía y había visto el desdén en su mirada, y no se atrevía a suponer que él aceptaría concurrir, alejado aún por toda la insolencia del pasado. Ella se sentía desfallecer. El aún conservaba la tarjeta en la mano, como considerándola atentamente.
¡Pensar que Isabel invita a todo el mundo! —murmuró María de manera que todos pudieron oírla—. No me sorprende que el capitán Wentworth esté encantado. No puede dejar de mirar la tarjeta.
Ana vio su expresión, lo vio ruborizarse y sus labios, tomar una momentánea expresión de desprecio, y se retiró ella entonces, para no ver ni oír más cosas desagradables.
La reunión se deshizo. Los caballeros tenían sus intereses, las señoras debían proseguir con sus afanes, y pidieron encarecidamente a Ana que fuese luego a cenar o pasara con ellos el resto del día, pero el espíritu de ella había estado tanto tiempo en tensión, que entonces sólo deseaba estar en casa, donde al menos podría pensar y guardar silencio si así lo deseaba.
Prometiendo estar con ellas toda la mañana siguiente, terminó las fatigas de esta mañana en una larga caminata hasta Camden Place, donde debió oír los preparativos de Isabel y Mrs. Clay para el día siguiente, la enumeración de las personas invitadas y los detalles embellecedores que harían de dicha reunión una de las más elegantes de Bath, mientras se atormentaba ella preguntándose si el capitán Wentworth asistiría o no. Ellas daban por segura su asistencia, pero a Ana esta certidumbre no le duraba dos minutos seguidos. A veces pensaba que iría, por creer que tenía el deber de hacerlo. Pero no podía asegurarse que esto fuera un deber para él, lo que le hubiera permitido estar a cubierto de sentimientos más desagradables.
Solamente salió de esta agitación para hacer saber a mistress Clay que había sido vista en compañía de mister Elliot tres horas después de que se suponía que él había dejado Bath. Porque, habiendo esperado en vano que la señora hiciera alguna indicación con respecto al encuentro, decidió mencionarlo ella misma; y le pareció que una sombra de culpa cubría la cara de mistress Clay al escucharlo. Todo fue muy rápido, desapareció en seguida, pero Ana imaginó que por alguna intriga compartida o por la autoridad que él ejercía sobre ella, ésta se había visto obligada a escuchar (quizá, durante media hora) discursos y reprensiones acerca de sus designios con Sir Walter. Pero Mrs. Clay exclamó con afectada naturalidad:
—Así es, querida. ¡Imagine usted mi sorpresa al encontrarme con Mr. Elliot en la calle Bath! Nunca me he sorprendido tanto. El me acompañó hasta Pumpyard. No ha podido partir para Thornberry, no recuerdo por qué razón, porque llevaba prisa no llegué a prestar mucha atención, y sólo pude comprender que se proponía regresar mañana lo antes posible. No hacía más que hablar de «mañana»; y fue evidente que yo ya estaba bien enterada de esto mucho antes de entrar en casa, y cuando escuché los planes de ustedes y todo lo que había ocurrido, mi encuentro con Mr. Elliot se me borró de la cabeza.
Sólo un día había pasado desde la conversación de Ana con Mrs. Smith, pero ahora tenía un interés más inmediato y se sentía poco afectada por la mala conducta de Mr. Elliot, excepto porque debía aún una visita de explicación a Lady Russell, que de nuevo debió postergar. Había prometido estar con los Musgrove desde el desayuno hasta la cena. Lo había prometido, y la explicación del carácter de Mr. Elliot, al igual que la cabeza de la sultana Scherazada, tendría que dejarse para otro día.
Sin embargo, no pudo ser puntual; el tiempo se presentó malo y se lamentó de ello por sus amigos y por ella antes de intentar salir de paseo. Cuando, llegando a White Hart, se encaminó a la casa encontró que no sólo había llegado tarde, sino que tampoco era la primera en estar ahí. Los que habían llegado antes eran Mrs. Croft, que conversaba con Mrs. Musgrove, y el capitán Harville, que conversaba con el capitán Wentworth, y de inmediato supo que María y Enriqueta, sumamente impacientes, habían aprovechado el momento en que la lluvia había cesado, pero volverían pronto, y habían comprometido a Mrs. Musgrove a no dejar partir a Ana hasta que ellas volvieran. No le quedó más remedio que acceder, sentarse, adoptar un aspecto de compostura y sentirse de nuevo precipitada en todas las agitaciones de penas que había probado la mañana anterior. No había tregua. De la extrema miseria pasaba a la mayor felicidad, y de ésta, a otra extrema miseria. Dos minutos después de haber llegado ella, decía el capitán Wentworth:
—Escribiremos la carta de la que hemos hablado ahora mismo, Harville, si me proporciona usted los medios para hacerlo.
Los materiales estaban a mano, sobre una mesa apartada; allí se dirigió él y, casi de espaldas a todo el mundo, comenzó a escribir.
Mrs. Musgrove estaba contando a Mrs. Croft la historia del compromiso de su hija mayor, con ese tono de voz que quiere ser un murmullo, pero que todo el mundo puede escuchar. Ana sentía que ella no era parte de esa conversación, y sin embargo, como el capitán Harville parecía pensativo y poco dispuesto a hablar, no pudo evitar oír una serie de detalles: «Como mister Musgrove y mi hermano Hayter se encontraron una y otra vez para ultimar los detalles; lo que mi hermano Hayter dijo un día, y lo que Mr. Musgrove propuso al siguiente, y lo que le ocurrió a mi hermana Hayter, y lo que los jóvenes deseaban, y como lo dije en el primer momento que jamás daría mi consentimiento, y como después pensé que no estaría tan mal», y muchas más cosas por el estilo; detalles que— aun con todo el gusto y la delicadeza de la buena Mrs. Musgrove no debían comunicarse; cosas que no tenían interés más que, para los protagonistas del asunto. Mrs. Croft escuchaba de muy buen talante y cuando decía algo, era siempre sensata. Ana confiaba en que los caballeros estuvieran demasiado ocupados para oír.
—Considerando todas estas cosas, señora —decía Mrs. Musgrove en un fuerte murmullo—, aunque hubiéramos deseado otra cosa, no quisimos oponernos por más tiempo, porque Carlos Hayter está loco por ella, y Enriqueta más o menos lo mismo; y así, creímos que era mejor que se casaran cuanto antes y fueran felices, como han hecho tantos antes que ellos. En todo caso, esto es mejor que un compromiso largo.
—¡Es lo que iba a decir! —exclamó mistress Croft—. Prefiero que los jóvenes se establezcan con una renta pequeña y compartan las dificultades juntos antes que pasar por las peripecias de un largo compromiso. Siempre he pensado que…
—Mi querida Mrs. Croft —exclamó Mrs. Musgrove, sin dejarla terminar—, nada hay tan abominable como un largo compromiso. Siempre he estado en contra de esto para mis hijos. Está bien estar comprometidos si se tiene la seguridad de casarse en seis meses, o aun en un año… pero ¡Dios nos libre de un compromiso largo!
—Sí, señora —dijo Mrs. Croft—, es un compromiso incierto el que se toma por mucho tiempo. Empezando por no saber cuándo se tendrán los medios para casarse, creo que es poco seguro y poco sabio, y creo también que todos los padres debieran evitarlo hasta donde les fuera posible.
Ana se sintió de pronto interesada. Sintió que esto se podía aplicar a ella. Se estremeció de pies a cabeza y en el mismo momento en que sus ojos se dirigían instintivamente a la mesa ocupada por el capitán Wentworth, éste dejaba de escribir, levantaba la pluma y escuchaba, al mismo tiempo que volviendo la cabeza cambiaba con ella una rápida mirada.
Las dos señoras continuaron hablando de las verdades admitidas, y dando ejemplos de los males que la ruptura de esta costumbre había acarreado a gentes conocidas, pero Ana no pudo oír bien; solamente sentía un murmullo y su mente daba vueltas.
El capitán Harville, que nada había escuchado, dejó en este momento su silla y se acercó a la ventana; Ana pareció mirarlo aunque la verdad es que su pensamiento estaba ausente. Por fin comprendió que Harville la invitaba a sentarse a su lado. La miraba con una ligera sonrisa y un movimiento de cabeza que parecía decir: «Venga, tengo algo que decirle», y sus modales sencillos y llenos de naturalidad, pareciendo corresponder a un conocimiento más antiguo, invitaban también a que se sentara a su lado. Ella se levantó y se aproximó. La ventana donde él estaba se encontraba al lado opuesto de la habitación donde las señoras estaban sentadas y más cerca de la mesa ocupada por el capitán Wentworth, aunque bastante alejada de ésta. Cuando ella llegó, el gesto del capitán Harville volvió a ser serio y pensativo como de costumbre.
—Vea —dijo él, desenvolviendo un paquete y sacando una pequeña miniatura—, ¿sabe usted quién es éste?
Ciertamente, el capitán Benwick.
—Sí, y también puede adivinar quién es el autor. Pero —en tono profundo— no fue hecho para ella. Miss Elliot, ¿recuerda usted nuestra caminata en Lyme, cuando lo compadecíamos? Bien poco imaginaba yo que… pero esto no viene al caso. Esto fue hecho en El Cabo. Se encontró en El Cabo con un hábil artista alemán, y cumpliendo una promesa hecha a mi pobre hermana posó para él y trajo esto a casa. ¡Y ahora tengo que entregarlo cuidadosamente a otra! ¡Vaya un encargo! Mas ¿quién, si no, podría hacerlo? Pero no me molesta haber encontrado otro a quien confiarlo. El lo ha aceptado —señalando al capitán Wentworth—; está escribiendo ahora sobre esto. —Y rápidamente añadió, mostrando su herida—: ¡Pobre Fanny, ella no lo habría olvidado tan pronto!
—No —replicó Ana con voz baja y llena de sentimiento—; bien lo creo.
—No estaba en su naturaleza. Ella lo adoraba.
—No estaría en la naturaleza de ninguna mujer que amara de verdad.
El capitán Harville sonrió y dijo: —¿Pide usted este privilegio para su sexo?
Y ella, sonriendo también, dijo: