Se resolvió, por lo tanto, que Mrs. Clay ocuparía el coche, y casi estaban ya decididos cuando Ana, desde su asiento cerca de la ventana, vio clara y distintamente al capitán Wentworth caminando por la calle.
Nadie, salvo ella misma, se percató de su sorpresa. Y al instante comprendió también que era la persona más simple y absurda del mundo. Durante unos minutos no pudo ver nada de cuanto sucedía a su alrededor. Todo era confusión, se sentía perdida. Cuando volvió en sí, vio que los otros estaban aún esperando el coche y Mr. Elliot, siempre gentil, había ido a la calle Unión por un pequeño encargo de Mrs. Clay.
Sintió Ana un intenso deseo de salir: deseaba ver si llovía. ¿Cómo podía pensarse que otro motivo la impulsara a salir? El capitán Wentworth debía estar ya demasiado lejos. Dejó su asiento; una parte de su carácter era insensata, como parecía, o quizás estaba siendo mal juzgada por la otra mitad. Debía ver si llovía. Tuvo que volver a sentarse, sin embargo, sorprendida por la entrada del mismo capitán Wentworth con un grupo de amigos y señoras, sin duda conocidos que había encontrado un poco más abajo en la calle Milsom. Se sintió visiblemente turbado y confundido al verla, mucho más de lo que ella observara en otras ocasiones. Se sonrojó de arriba abajo. Por primera vez desde que habían vuelto a encontrarse, se sintió más dueña de sí misma que él. Es verdad que tenía la ventaja de haberlo visto antes. Todos los poderosos, ciegos, azorados efectos de una gran sorpresa pudieron notarse en él. ¡Pero ella también sufría! Los sentimientos de Ana eran de agitación, dolor, placer…, algo entre dicha y desesperación.
El capitán le dirigió la palabra y entonces debió enfrentarse a él. Estaba turbado. Sus gestos no eran ni fríos ni amistosos: estaba turbado.
Después de un momento, habló de nuevo. Se hicieron el uno al otro preguntas comunes. Ninguno de los dos prestaba demasiada atención a lo que decía, y Ana sentía que el azoramiento de él iba en aumento. Por conocerse tanto, habían aprendido a hablarse con calma e indiferencia aparentes; pero en esa ocasión él no pudo adoptar este tono. El tiempo o Luisa lo habían cambiado. Algo había ocurrido. Tenía buen aspecto, y no parecía haber sufrido ni física ni moralmente, y hablaba de Uppercross, de los Musgrove y de Luisa hasta con alguna picardía; pese a ello, el capitán Wentworth no estaba ni tranquilo ni cómodo ni era el que solía ser.
No la sorprendió, pero le dolió que Isabel fingiera no reconocerlo. Wentworth vio a Isabel, Isabel vio a Wentworth y ambos se reconocieron al momento —de esto no cabe duda—, pero Ana tuvo el dolor de ver a su hermana dar vuelta la cara fríamente, como si se tratara de un desconocido.
El coche de Lady Dalrymple, por el que ya se impacientaba miss Elliot, llegó en ese momento. Un sirviente entró a anunciarlo. Había comenzado a llover de nuevo, y se produjo una demora y un murmullo y unas charlas que hicieron patente que todo el pequeño grupo sabía que el coche de Lady Dalrymple venía en busca de miss Elliot. Finalmente miss Elliot y su amiga, asistidas por el criado, porque el primo aún no había regresado, se pusieron en marcha. El capitán Wentworth se volvió entonces hacia Ana y por sus maneras, más que por sus palabras, supo ella que le ofrecía sus servicios.
—Se lo agradezco a usted mucho —fue su respuesta—, pero no voy con ellas. No hay lugar para tantos en el coche. Voy a pie. Prefiero caminar.
—Pero está lloviendo.
—Muy poco. Le aseguro que no me molesta.
Después de una pausa, él dijo:
—Aunque llegué recién ayer, ya me he preparado para el clima de Bath, ya ve usted señalando un paraguas—. Puede usted usarlo si es que desea caminar, aunque creo que es más conveniente que me permita buscarle un asiento.
Ella agradeció mucho su atención, y repitió que la lluvia no tenía importancia:
Estoy esperando a Mr. Elliot; estará aquí en un momento.
No había terminado de decir esto cuando entró mister Elliot. El capitán Wentworth lo reconoció perfectamente. Era el mismo hombre que en Lyme se había detenido a admirar el paso de Ana, pero en ese momento sus gestos y modales eran los de un amigo. Entró de prisa y pareció no ocuparse más que de ella; pensar solamente en ella. Se disculpó por su tardanza, lamentó haberla hecho esperar, y dijo que deseaba ponerse en marcha sin pérdida de tiempo, antes de que la lluvia aumentase. Poco después se alejaron juntos, ella de su brazo, con una mirada gentil y turbada. Apenas tuvo tiempo para decir rápidamente: «Buenos días», mientras se alejaba.
En cuanto se perdieron de vista, los señores que acompañaban al capitán Wentworth se pusieron a hablar de ellos.
—Parece que a Mr. Elliot no le desagrada su prima, ¿no es así?
—¡Oh, no! Esto es evidente. Ya podemos adivinar lo que ocurrirá aquí. Siempre está con ellos, casi vive con la familia. ¡Qué hombre tan bien parecido! —Así es. Miss Atkinson, que cenó una vez con él en casa de los Wallis, dice que es el hombre más encantador que ha conocido. —Ella es muy bonita. Sí, Ana Elliot es muy bonita cuando se la mira bien. No está bien decirlo, pero me parece mucho más bella que su hermana.
—Eso mismo creo yo.
—Esa también es mi opinión. No pueden compararse. Pero los hombres se vuelven locos por miss Elliot. Ana es demasiado delicada para su gusto.
Ana hubiera agradecido a su primo si éste hubiese marchado todo el camino hasta Camden Place sin decir palabra. Jamás había encontrado tan difícil prestarle atención, pese a que nada podía ser más exquisito que sus atenciones y cuidados, y que los temas de su conversación eran como de costumbre interesantes y cálidos; justos e inteligentes los elogios de Lady Russell y delicadas sus insinuaciones sobre Mrs. Clay. Pero en esas circunstancias ella sólo podía pensar en el capitán Wentworth. No lograba comprender sus sentimientos; si realmente se encontraba despechado o no. Hasta no saberlo, no podría estar tranquila.
Esperaba tranquilizarse, pero ¡Dios mío, Dios mío!… la tranquilidad se negaba a llegar.
Otra cosa muy importante era saber cuánto tiempo pensaba él permanecer en Bath; o no lo había dicho o ella no podía recordarlo. Era posible que estuviese solamente de paso. Pero era más probable que pensase estar una temporada. De ser así, siendo como era tan fácil encontrarse en Bath, Lady Russell se toparía con él en alguna parte. ¿Lo reconocería ella? ¿Cómo se darían las cosas?
Se había visto obligada a contar a Lady Russell que Luisa Musgrove pensaba casarse con el capitán Benwick. Lady Russell no se había sorprendido demasiado, y podía ocurrir por ello que, en caso de encontrarse con el capitán Wentworth, ese asunto añadiera una sombra más al prejuicio que ya sentía contra él.
A la mañana siguiente, Ana salió con su amiga y durante la primera hora lo buscó incesantemente en las calles. Cuando ya volvían por Pulteney, lo vio en la acera derecha a una distancia desde donde podía observarlo perfectamente durante el largo trecho de recorrido por la calle. Había muchos hombres a su alrededor; muchos grupos caminando en la misma dirección, pero ella lo reconoció en seguida. Miró instintivamente a Lady Russell, pero no porque pensase que ésta lo reconocería tan pronto como ella lo había hecho. No, Lady Russell no lo vería hasta que se cruzaran con él. Ella la miraba, sin embargo, llena de ansiedad.
Y cuando llegaba el momento en que forzosamente debía verlo, sin atreverse a mirar de nuevo (porque comprendía que sus facciones estaban demasiado alteradas), tuvo perfecta conciencia de que la mirada de Lady Russell se dirigía hacia él; de que la dama lo observaba con mucha atención. Comprendió la especie de fascinación que él ejercía sobre la señora, la dificultad que tenía en quitar los ojos de él, la sorpresa que sentía ésta al pensar que ocho o nueve años habían pasado sobre él en climas extraños y en servicios rudos, sin que por ello hubiera perdido su prestancia personal.
Por fin Lady Russell volvió el rostro… ¿Hablaría de él? —Le sorprenderá a usted —dijo— que haya estado absorta tanto tiempo. Estaba mirando las cortinas de unas ventanas de las que ayer me hablaron Lady Alicia y mistress Frankland.
Me describieron las cortinas de la sala de una de las casas en esta calle y en esa acera como unas de las más hermosas y mejor colocadas de Bath. Pero no puedo recordar el número exacto de la casa, y he estado buscando cuál podrá ser. Pero no he visto por aquí cortinas que hagan honor a su descripción.
Ana asintió, se sonrojó y sonrió con lástima y desdén, bien por su amiga, bien por sí misma. Lo que más la enojaba era que en todo el tiempo en que había estado pendiente de Lady Russell había perdido la oportunidad de darse cuenta de si él las había visto o no.
Uno o dos días pasaron sin que ocurriera nada nuevo. Los teatros o los rincones que él debía frecuentar no eran lo suficientemente elegantes para los Elliot, cuyas veladas transcurrían en medio de la estupidez de sus propias reuniones, a las que prestaban cada vez más atención. Y Ana, cansada de esta especie de estancamiento, harta de no saber nada, y creyéndose fuerte porque su fortaleza no había sido puesta a prueba, esperaba impaciente la noche del concierto. Era un concierto a beneficio de una persona protegida por Lady Dalrymple. Como es natural, ellos debían ir. En realidad se esperaba que aquél sería un buen concierto, y el capitán Wentworth era muy aficionado a la música. Si sólo pudiera conversar con él nuevamente unos minutos, se daría por satisfecha. En cuanto al valor para dirigirle la palabra, se sentía llena de coraje si la oportunidad se presentaba. Isabel le había vuelto la cara, Lady Russell lo miraba de arriba abajo, y estas circunstancias fortalecían sus nervios: sentía que debía prestarle alguna atención.
En cierta ocasión había prometido a Mrs. Smith que pasaría parte de la velada con ella, pero en una rápida visita pospuso tal compromiso para otro momento, prometiendo una larga visita para el día siguiente. Mrs. Smith asintió de buen humor.
—Sólo le pido —dijo— que me cuente usted todos los detalles cuando venga mañana. ¿Quiénes van con usted?
Ana los nombró a todos. Mrs. Smith no respondió, pero cuando Ana se iba, con expresión mitad seria, mitad burlona, dijo:
—Bien, espero que su concierto valga la pena. Y no falte usted mañana, si le es posible. Tengo el presentimiento de que no tendré más visitas de usted.
Ana se sorprendió y confundió. Pero después de un momento de asombro, se vio obligada, y por cierto que sin lamentarlo mucho, a partir.
Sir Walter, sus dos hijas y Mrs. Clay fueron esa noche los primeros en llegar. Y como debían esperar por Lady Dalrymple decidieron sentarse en el Cuarto Octogonal. Apenas se habían instalado cuando se abrió la puerta y entró el capitán Wentworth; solo. Ana era la que estaba más cerca y, haciendo un esfuerzo, se aproximó y le habló. El estaba dispuesto a saludar y a pasar de largo, pero su gentil: ¿Cómo está usted?, lo obligó a detenerse y a hacer algunas preguntas pese al formidable padre y a la hermana que se encontraban detrás. Que ellos estuvieran allí era una ayuda para Ana, pues no viendo sus rostros podía decir cualquier cosa que a ella le pareciese bien.
Mientras hablaba con él un rumor de voces entre su padre e Isabel llegó a sus oídos. No distinguió con claridad, pero adivinó de qué se trataba; y viendo al capitán Wentworth saludar, comprendió que su padre había tenido a bien reconocerlo y aún tuvo tiempo, en una rápida mirada, de ver asimismo una ligera cortesía de parte de Isabel. Todo aquello, aunque hecho tardíamente y con frialdad, era mejor que nada y alegró su ánimo.
Después de hablar del tiempo, de Bath y del concierto, su conversación comenzó a languidecer, y tan poco podían ya decirse, que ella esperaba que él se fuera de un momento a otro. Pero no lo hacía; parecía no tener prisa en dejarla; y luego, con renovado entusiasmo, con una ligera sonrisa, dijo:
—Apenas la he visto a usted desde aquel día en Lyme. Temo que haya sufrido mucho por la impresión y, más aún, porque nadie la atendió a usted en aquel momento.
Ella aseguró que no había sido así.
—¡Fue un momento terrible —dijo él—, un día terrible!— y se pasó la mano por los ojos, como si el recuerdo fuera aún doloroso. Pero al momento siguiente, volviendo a sonreír, añadió—: Ese día, sin embargo dejó sus efectos… y éstos no son en modo alguno terribles. Cuando usted tuvo la suficiente presencia de ánimo para sugerir que Benwick era la persona indicada para buscar un cirujano, bien poco pudo usted imaginar cuánto significaría ella para él.
—En verdad no hubiera podido imaginarlo. Según parece… según espero, serán una pareja muy feliz. Ambos tienen buenos principios y buen carácter.
—Sí —dijo él, sin evitar la mirada—, pero ahí me parece que termina el parecido entre ambos. Con toda mí alma les deseo felicidad y me alegra cualquier circunstancia que pueda contribuir a ello. No tienen dificultades en su hogar, ni oposición ni ninguna otra cosa que pueda retrasarlos. Los Musgrove se están portando según saben hacerlo, honorable y bondadosamente, deseando desde el fondo de su corazón la mayor dicha para su hija. Todo esto ya es mucho y podrán ser felices, mas quizá…
Se detuvo. Un súbito recuerdo pareció asaltarlo y darle algo de la emoción que hacía enrojecer las mejillas de Ana, quien mantenía su vista fija en el suelo. Después de aclararse la voz, prosiguió:
—Confieso creer que hay cierta disparidad, mejor dicho una gran disparidad, y en algo que es más esencial que el carácter. Considero a Luisa Musgrove una joven agradable, dulce y nada tonta, pero Benwick es mucho más. Es un hombre inteligente, instruido, y confieso que me sorprendió un poco que se enamorase de ella. Si éste fue efecto de la gratitud; que él la haya amado porque creyó ser preferido por ella, es otra cosa muy distinta. Pero no tengo razón para imaginar nada. Parece, por el contrario, haber sido un sentimiento genuino y espontáneo de parte de él, y esto me sorprende. ¡Un hombre como él y en la situación en que se encontraba! ¡Con el corazón herido, casi hecho pedazos! Fanny Harville era una mujer superior, y el amor que por ella sentía era verdadero amor. ¡Un hombre no puede olvidar el amor de una mujer así! No debe… no puede.
Fuera que tuviese conciencia de que su amigo había olvidado o por tener conciencia de alguna otra cosa, no prosiguió. Y Ana, que, pese al tono agitado con que dijo lo que dijo, y pese a todos los rumores de la habitación, el abrirse y cerrarse constante de la puerta, el ruido de personas pasando de un punto a otro, no había perdido una sola palabra, se sintió sorprendida, agradecida, confundida, y comenzó a respirar agitadamente y a sentir cien impresiones a la vez. No le era posible hablar de ese asunto; sin embargo, después de un momento, comprendió la necesidad de decir algo y no deseando en modo alguno cambiar completamente de tema, lo desvió sólo un poco, diciendo.