Sir Walter quedó muy resentido. Como cabeza de familia, consideraba que debió habérsele consultado, en especial después de haber tomado al muchacho tan públicamente bajo su égida.
—Pues por fuerza se les ha de haber visto juntos una vez en Tattersal y dos en la tribuna de la Cámara de los Comunes —observaba.
En apariencia muy poco afectado, expresó su desaprobación. Elliot, por su parte, ni siquiera se tomó la molestia de explicar su proceder y se mostró tan poco deseoso de que la familia volviese a ocuparse de él, cuanto indigno de ello fue considerado por Sir Walter. Las relaciones entre ellos quedaron definitivamente suspendidas.
A pesar de los años transcurridos, Isabel seguía resentida por ese desdichado incidente. Desde la A hasta la Z, no había
baronet a
quien pudiese mirar con tanto agrado como a un igual suyo. La conducta de William Elliot había sido tan ruin que aunque allá por el verano de 1814 Isabel llevaba luto por la muerte de la joven señora Elliot, no podía admitir pensar en él de nuevo. Y si no hubiese sido más que por aquel matrimonio que quedó sin fruto y podía ser considerado sólo como un fugaz contratiempo, pase. Pero lo peor era que algunos buenos y oficiosos amigos les habían referido que hablaba de ellos irrespetuosamente y que despreciaba su prosapia así como los honores que la misma le confería. Y eso era algo que no podía perdonarse.
Tales eran los sentimientos e inquietudes de Isabel Elliot, los cuidados a que había de dedicarse, las agitaciones que la alteraban, la monotonía y la elegancia, las prosperidades y las naderías que constituían el escenario en que se movía.
Pero por entonces otra preocupación y otra zozobra empezaban a añadirse a todas ésas. Su padre estaba cada día más apurado de dinero. Sabía que iba a hipotecar sus propiedades para librarse de la obsesión de las subidas cuentas de sus abastecedores y de los importunos avisos de su agente Mr. Shepherd. Las posesiones de Kellynch eran buenas, pero no suficientes para mantener el nivel de vida que Sir Walter creía que debía llevar su propietario. Mientras vivió Lady Elliot, se observó método, moderación y economía, dentro de lo que los ingresos permitían. Pero con su muerte, terminó toda prudencia y Sir Walter empezó a sucumbir a los excesos. No le era posible gastar menos y no podía dejar de hacer aquello a lo que se consideraba imperiosamente obligado. Por muy reprensible que fuese, sus deudas se abultaban y se hablaba de ellas tan a menudo que ya fue inútil tratar de ocultárselas por más tiempo y ni siquiera en parte a su hija. Durante su última primavera en la capital aludió a su situación y llegó a decir a Isabel:
—¿Podríamos reducir nuestros gastos? ¿Se te ocurre algo que pudiésemos suprimir?
Isabel —justo es decirlo—, en sus primeros arrebatos de femenina alarma, se puso a pensar seriamente en qué podrían hacer y terminó por proponer estas dos soluciones: suspender algunas limosnas innecesarias y abstenerse del nuevo mobiliario del salón. A estos expedientes agregó luego la peregrina idea de no comprarle a Ana el regalo que acostumbraban llevarle todos los años. Pero estas medidas, aunque buenas en sí mismas, fueron insuficientes dada la gran envergadura del mal, cuya totalidad Sir Walter se creyó obligado a confesar a Isabel poco después. Isabel no supo proponer nada que fuese verdaderamente eficaz.
Su padre sólo podía disponer de una pequeña parte de sus dominios, y aunque hubiese podido enajenar todos sus campos, nada habría cambiado. Accedería a hipotecar todo lo que pudiese, pero jamás consentiría en vender. No, nunca deshonraría su nombre hasta ese punto. Las posesiones de Kellynch serían transmitidas íntegras y en su totalidad, tal como él las había recibido.
Sus dos confidentes: el señor Shepherd, que vivía en la vecina ciudad, y Lady Russell, fueron llamados a consulta. Tanto el padre como la hija parecían esperar que a uno o a otra se le ocurriría algo para librarlos de sus apuros y reducir su presupuesto sin que ello significase ningún menoscabo de sus gustos o de su boato.
El señor Shepherd, abogado cauto y político, cualesquiera que fuesen su concepto de Sir Walter y sus proyectos acerca del mismo, quiso que lo desagradable le fuese propuesto por otra persona y se negó a dar el menor consejo, limitándose a pedir que le permitieran recomendarles el excelente juicio de Lady Russell, pues estaba seguro de que su proverbial buen sentido les sugeriría las medidas más aconsejables, que sabía habrían de ser finalmente adoptadas.
Lady Russell se preocupó muchísimo por el asunto y les hizo muy graves observaciones. Era mujer de recursos más reflexivos que rápidos y su gran dificultad para indicar una solución en aquel caso provenía de dos principios opuestos. Era muy íntegra y estricta y tenía un delicado sentido del honor; pero deseaba no herir los sentimientos de Sir Walter y poner a resguardo, al mismo tiempo, la buena fama de la familia; como persona honesta y sensata, su conducta era correcta, rígidas sus nociones del decoro y aristocráticas sus ideas acerca de lo que la alcurnia reclamaba. Era una mujer afable, caritativa y bondadosa, capaz de las más sólidas adhesiones y merecedora por sus modales de ser considerada como arquetipo de la buena crianza. Era culta, razonable y mesurada; respecto del linaje abrigaba ciertos prejuicios y otorgaba al rango y al concepto social una significación que llegaba hasta ignorar las debilidades de los que gozaban de tales privilegios. Viuda de un sencillo hidalgo, rendía justa pleitesía a la dignidad de
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; y aparte las razones de antigua amistad, vecindad solícita y amable hospitalidad, Sir Walter tenía para ella, además de la circunstancia de haber sido el marido de su queridísima amiga y de ser el padre de Ana y sus hermanas, el mérito de ser Sir Walter, por lo que era acreedor a que se lo compadeciese y se lo considerase por encima de las dificultades por las que atravesaba.
No tenían más alternativa que moderarse; eso no admitía dudas. Pero Lady Russell ansiaba lograrlo con el menor sacrificio posible por parte de Isabel y de su padre. Trazó planes de economía, hizo detallados y exactísimos cálculos, llegando hasta lo que nadie hubiese sospechado: a consultar a Ana, a quien nadie reconocía el derecho de inmiscuirse en el asunto. Consultada Ana e influida Lady Russell por ella en alguna medida, el proyecto de restricciones fue ultimado y sometido a la aprobación de Sir Walter. Todos los cambios que Ana proponía iban destinados a hacer prevalecer el honor por encima de la vanidad. Aspiraba a medidas rigurosas, a una modificación radical, a la rápida cancelación de las deudas y a una absoluta indiferencia para todo lo que no fuese justo.
—Si logramos meterle a tu padre todo esto en la cabeza —decía Lady Russell paseando la mirada por su proyecto— habremos conseguido mucho. Si se somete a estas normas, en siete años su situación estará despejada. Ojalá convenzamos a Isabel y a tu padre de que la respetabilidad de la casa de Kellynch Hall quedará incólume a pesar de estas restricciones y de que la verdadera dignidad de Sir Walter Elliot no sufrirá ningún menoscabo a los ojos de la gente sensata, por obrar como corresponde a un hombre de principios. Lo que él tiene que hacer se ha hecho ya o ha debido hacerse en muchas familias de alto rango. Este caso no tiene nada de particular, y es la particularidad lo que a menudo constituye la parte más ingrata de nuestros sufrimientos. Confío en el éxito, pero tenemos que actuar con serenidad y decisión. Al fin y al cabo, el que contrae una deuda no puede eludir pagarla, y aunque las convicciones de un caballero y jefe de familia como tu padre son muy respetables, más respetable es la condición de hombre honrado.
Estos eran los principios que Ana quería que su padre acatase, apremiado por sus amigos. Estimaba indispensable acabar con las demandas de los acreedores tan pronto como un discreto sistema de economía lo hiciese posible, en lo cual no veía nada indigno. Había que aceptar este criterio y considerarlo una obligación. Confiaba mucho en la influencia de Lady Russell, y en cuanto al grado severo de propia renunciación que su conciencia le dictaba, creía que sería poco más difícil inducirlos a una reforma completa que a una reforma parcial. Conocía bastante bien a Isabel y a su padre como para saber que sacrificar un par de caballos les sería casi tan doloroso como sacrificar todo el tronco, y pensaba lo mismo de todas las demás restricciones por demás moderadas que constituían la lista de Lady Russell.
La forma en que fueron acogidas las rígidas fórmulas de Ana es lo de menos. El caso es que Lady Russell no tuvo ningún éxito. Sus planes eran tan irrealizables como intolerables.
—¿Cómo? ¡Suprimir de golpe y porrazo todas las comodidades de la vida! ¡Viajes, Londres, criados, caballos, comida, limitaciones por todas partes! ¡Dejar de vivir con la decencia que se permiten hasta los caballeros particulares! No, antes abandonar Kellynch Hall de una vez que reducirlo a tan humilde estado.
¡Abandonar Kellynch Hall! La proposición fue en el acto recogida por el señor Shepherd, a cuyos intereses convenía una auténtica moderación del tren de gastos de Sir Walter, y quien estaba absolutamente convencido de que nada podría hacerse sin un cambio de casa. Puesto que la idea había surgido de quien más derecho tenía a sugerirla, confesó sin ambages que él opinaba lo mismo. Sabía muy bien que Sir Walter no podría cambiar de modo de vivir en una casa sobre la que pesaban antiguas obligaciones de rango y deberes de hospitalidad. En cualquier otro lugar, Sir Walter podría ordenar su vida según su propio criterio y regirse por las normas que la nueva existencia le plantease.
Sir Walter saldría de Kellynch Hall. Después de algunos días de dudas e indecisiones, quedó resuelto el gran problema de su nueva residencia y fijaron las primeras líneas generales del cambio que iba a producirse.
Había tres alternativas: Londres, Bath u otra casa de la misma comarca. Ana prefería esta última; toda su ilusión era vivir en una casita de aquella misma vecindad, donde pudiese seguir disfrutando de la compañía de Lady Russell, seguir estando cerca de María y seguir teniendo el placer de ver de cuando en cuando los prados y los bosques de Kellynch. Pero el hado implacable de Ana no habría de complacerla; tenía que imponerle algo que fuese lo más opuesto posible a sus deseos. No le gustaba Bath y creía que no le sentaría; pero en Bath se fijó su domicilio.
En un principio, Sir Walter pensó en Londres. Pero Londres no inspiraba confianza a Shepherd, y éste se las ingenió para disuadirlo de ello y hacer que se decidiera por Bath. Era aquél un lugar inmejorable para una persona de la clase de Sir Walter, y podría sostener allí un rango con menos dispendios. Dos ventajas materiales de Bath sobre Londres hicieron inclinar la balanza: no hallarse más que a quince millas de distancia de Kellynch y dar la coincidencia de que Lady Russell pasaba allí buena parte del invierno todos los años. Con gran satisfacción de ella, cuyo primer dictamen al cambiarse el proyecto fue favorable a Bath, Sir Walter e Isabel terminaron por aceptar que ni su importancia ni sus placeres sufrirían mengua por ir a establecerse a ese lugar.
Lady Russell se vio obligada a contrariar los deseos de Ana, deseos que conocía muy bien. Habría sido demasiado pedir a Sir Walter descender a ocupar una vivienda más modesta en sus propios dominios. La misma Ana hubiese tenido que soportar mortificaciones mayores de las que suponía. Había que contar además con lo que aquello habría humillado a Sir Walter; y en cuanto a la aversión de Ana por Bath, no era más que una manía y un error que provenían sobre todo de la circunstancia de haber pasado allí tres años en un colegio después de la muerte de su madre, y de que durante el único invierno que estuvo allí con Lady Russell se halló de muy mal ánimo.
La oposición de Sir Walter a mudarse a otra casa de aquellas vecindades estaba fortalecida por una de las más importantes partes del programa que tan bien acogida fuera al principio. No sólo tenía que dejar su casa, sino verla en manos de otros, prueba de resistencia que temples más fuertes que el de Sir Walter habrían sentido excesiva. Kellynch Hall sería desalojado; sin embargo, se guardaba sobre ello un hermético secreto; nada debía saberse fuera del círculo de los íntimos.
Sir Walter no podía soportar la humillación de que se supiese su decisión de abandonar su casa. Una vez el señor Shepherd pronunció —la palabra «anuncio», pero nunca más osó repetirla. Sir Walter abominaba de la idea de ofrecer su casa en cualquier forma que fuese y prohibió terminantemente que se insinuase que tenía tal propósito; sólo en el caso de que Kellynch Hall fuese solicitada por algún pretendiente excepcional que aceptase las condiciones de Sir Walter y como un gran favor, consentiría en dejarla.
¡Qué pronto surgen razones para aprobar lo que nos gusta! Lady Russell en seguida tuvo a mano una excelente para alegrarse una enormidad de que Sir Walter y su familia se alejasen de la comarca. Isabel había entablado recientemente una amistad que Lady Russell deseaba ver interrumpida. Tal amistad era con una hija de Shepherd que acababa de volver a la casa paterna con el engorro de dos pequeños hijos. Era una chica inteligente, que conocía el arte de agradar o, por lo menos, el de agradar en Kellynch Hall.
Logró inspirar a Isabel tanto cariño que más de una vez se hospedó en su mansión, a pesar de los consejos de precaución y reserva de Lady Russell, a quien esa intimidad le parecía del todo fuera de lugar.
Pero Lady Russell tenía escasa influencia sobre Isabel, y más parecía quererla porque quería quererla que porque lo mereciese. Nunca recibió de ella más que atenciones triviales, nada más allá de la observancia de la cortesía. Nunca logró hacerla cambiar de parecer.
Varias veces se empeñó en que llevasen a Ana a sus excursiones a Londres y clamó abiertamente contra la injusticia y el mal efecto de aquellos —egoístas arreglos en los que se prescindía de ella. Otras, intentó proporcionar a Isabel las ventajas de su mejor entendimiento y experiencia, pero siempre fue en vano. Isabel quería hacer su regalada voluntad y nunca lo hizo con más decidida oposición a Lady Russell que en la cuestión de su encaprichamiento por la señora Clay, apartándose del trato de una hermana tan buena, para entregar su afecto y su confianza a una persona que no debió haber sido para ella más que objeto de una distante cortesía.
Lady Russell estimaba que la condición de la señora Clay era muy inferior, y que su carácter la convertía en una compañera en extremo peligrosa. De manera que un traslado que alejaba a la señora Clay y ponía alrededor de la señorita Elliot una selección de amistades más adecuadas no podía menos que celebrarse.