—Déme sus manoplas —dijo Brunetti.
—¿Qué? —preguntó Vianello con extrañeza.
—Sus manoplas. Lo meteremos en ellas para sacarlo de aquí.
—¿Vamos a llevárnoslo?
—¿Usted lo dejaría? —preguntó Brunetti—. ¿Sabiendo los hombres del piso de abajo que estamos interesados en él? ¿Y sabiéndolo también Cuzzoni?
—Ha dicho que se fiaba de él.
Brunetti señaló la achatada pirámide de encima de la cama.
—Mientras no sepa si son auténticos no me fío de nadie.
—¿Y cuando lo sepa? ¿De quién se fiará entonces? —preguntó Vianello sacando las manoplas de los bolsillos de la parka.
Haciendo como si no hubiera oído la pregunta, Brunetti levantó el pañuelo sosteniendo dos puntas con cada mano, para verter su contenido con facilidad. La sal y las piedras formaban un pesado bulto en el blanco y no muy limpio pañuelo. Vianello sostuvo la manopla que Brunetti llenó hasta pocos centímetros del borde y la sacudió haciendo que el pulgar se extendiera. La dejó en la cama y se quitó el reloj, para tratar de sujetarla con la pulsera extensible, pero no pudo y volvió a ponerse el reloj, contentándose con dar varias sacudidas más a la manopla antes de introducirla en el bolsillo de la derecha, que cerró con la cremallera.
Repitieron la operación con la segunda manopla, que fue al bolsillo de la izquierda. En el pañuelo de Brunetti quedó entonces una cantidad que abultaba lo que una naranja. Él ató las puntas, lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y abrochó el botón.
Como la caja tenía ahora sus huellas, rasgó la solapa inferior con una de las llaves, la aplastó y se la puso en el bolsillo de la americana. Hecho esto, sacó el
telefonino
y llamó a los técnicos de la
questura.
Les dijo dónde estaba el apartamento y que podía ser el del hombre asesinado y les pidió que enviaran a alguien a sacar huellas, pero que no fuera de uniforme y que llamara al timbre de más arriba. Sí; él y Vianello lo esperarían. Cuando cortó, Vianello dijo:
—No ha contestado a mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿En quién confiará, cuando sepa sí son auténticos?
Por primera vez desde que habían entrado en el edificio, Brunetti sonrió:
—En nadie.
El técnico tardó casi una hora, durante la cual Brunetti y Vianello permanecieron sentados en la cama en la habitación helada, discutiendo sobre posibilidades. Cuando el frío se hizo insoportable, bajaron al apartamento del segundo piso, un poco más templado, donde, con la puerta entornada, uno de ellos podía vigilar si alguien subía al tercero.
Brunetti fue a la cocina y volvió con dos bolsas de plástico. A petición suya, Vianello sacó las manoplas de los bolsillos y las puso en una bolsa que Brunetti ató e introdujo en la otra bolsa. Mientras trabajaban, hablaban de su hallazgo, para el que ninguno de los dos encontraba explicación. De todos modos, Brunetti ya sabía a quién podía consultar sobre las piedras. Mientras Vianello vigilaba en la puerta, llamó a Claudio Stein para preguntarle si podría ir a hablar con él a la mañana siguiente.
Claudio, al igual que la mayoría de las personas que Brunetti conocía, creía que el teléfono era un sistema de comunicación abierto a las distintas oficinas del Gobierno, por lo que no hizo preguntas y se limitó a decir que estaría en su despacho a partir de las nueve y que, por supuesto, tendría mucho gusto en ver a Brunetti. Cuando el comisario terminó la llamada, Vianello preguntó:
—¿Quién es?
—Un amigo de mi padre. Estuvieron juntos en la guerra.
—¿Pues cuántos años tiene?
—Más de ochenta —respondió Brunetti, y agregó—: En realidad, no lo sé. —Ignoraba si Claudio era más viejo o más joven que su padre, sólo sabía que era uno de los pocos hombres en los que su padre confiaba y uno de los aún más escasos que habían seguido siendo amigos suyos durante el largo crepúsculo de sus últimos años de vida.
El sonido del timbre anunció la llegada del hombre del equipo técnico. Cuando éste se presentó en el segundo piso, Brunetti le dijo que deseaba que tomara las huellas del piso de encima. Extrajo del bolsillo la caja de la sal y, sosteniéndola por una punta, esperó a que el técnico sacara una bolsa de pruebas de la maleta.
—Aquí tiene que haber huellas que coincidan con las del hombre asesinado. Las otras han de ser las mías —dijo Brunetti—. También deseo saber si hay las de alguien más. —Dijo al hombre que la puerta del piso de arriba estaba abierta y añadió que deseaba que Bocchese se ocupara del caso lo antes posible. Cuando el hombre ya iba hacia la escalera, Brunetti dijo, como si acabara de ocurrírsele:
—Cuando termine, borre todas las señales de su paso, ¿de acuerdo? Y después revise este otro piso.
El hombre agitó la mano por encima de su cabeza en señal de conformidad y empezó a subir la escalera. Como su presencia no era necesaria, ellos dos se fueron. Al bajar, Brunetti se detuvo y llamó a la puerta del apartamento del primer piso, pero nadie contestó.
—¿Se habrán marchado? —preguntó Vianello.
Brunetti miró el reloj y se llevó una sorpresa al ver que eran más de las siete, lo que significaba que hacía más de dos horas que estaban en el edificio.
—Quizá han ido a trabajar. —Los dos sabían que, para rehuir la competencia directa con las tiendas, los
vu
cumprà
salían a la hora del almuerzo y por la noche, cuando cerraban los comercios—. No es probable que vuelvan antes de las doce —dijo Brunetti.
—¿Entonces?
—Entonces nos vamos a cenar y mañana iré a ver a Claudio.
—¿Quiere que vaya con usted? —preguntó Vianello.
—¿Para protegerme otra vez? —bromeó Brunetti señalando a la puerta de los hombres negros.
—Si se dedica al negocio que creo que se dedica, quizá sea el
signor
Claudio quien necesite protección —dijo Vianello, pero sonreía al decirlo.
—En 1946, Claudio y mi padre vinieron andando desde Berlín. No creo que a un hombre que hizo eso le preocupe el peligro —dijo Brunetti, que, no obstante, dio las gracias a Vianello por su ofrecimiento y se fue a su casa, pensando en el cerdo con aceitunas y salsa de tomate.
Claudio Stein regentaba su negocio desde un pequeño apartamento próximo a
piazzale
Roma, situado al extremo de una calle sin salida, cerca de la cárcel. Cuando era adolescente, Brunetti había estado allí muchas veces con su padre, y escuchaba a los dos hombres hablar de su juventud en Venecia, antes de la guerra, y de cuando eran soldados en Grecia y en Rusia. En el transcurso de los años que abarcó la amistad entre los dos hombres, Brunetti fue conociendo todas sus historias: el cura de Castello que les dijo que era pecado no afiliarse al partido fascista, la mujer de Tesalónica que les dio una botella de
ouzo,
el arrojado capitán de artillería que trató de raptarlos a su unidad, y al que ahuyentaron con sólo enseñar una pistola. En todos sus relatos, los dos hombres quedaban victoriosos; pero, a fin de cuentas, el solo hecho de haber sobrevivido a la guerra era ya suficiente prueba de victoria.
Al cabo de años de escuchar sus historias, Brunetti se dio cuenta de que el héroe de todas las aventuras de antes de la guerra era su padre: expansivo, generoso, inteligente, el líder indiscutible de la muchachada del barrio.
Después de la guerra, empero, la jefatura pasó al menos vehemente Claudio: cauto, honrado, fiable, amigo leal y seguro protector. Claudio había aprendido a orillar en sus relatos los temas que podían suscitar las fieras indignaciones del Brunetti padre, rehuyendo referirse a los políticos, los jefes militares y la calidad de los pertrechos y centrándose en sus muchos éxitos en la búsqueda de comida y diversión. ¿Cuántas de aquellas historias eran ciertas? Brunetti no lo sabía, ni le importaba. Le gustaban por las imágenes que le mostraban del hombre que su padre había sido antes de que la guerra lo marcara, y disfrutaba escuchándolas, aunque estuvieran deshilvanadas, o deformadas por la lente del narrador.
Claudio abrió la puerta a poco de sonar el timbre, y lo primero que Brunetti pensó era que el anciano había olvidado ponerse los zapatos. Se abrazaron, y él aprovechó para mirar al suelo por encima del hombro de Claudio, y pudo ver unos tacones. Al retroceder, comprobó que la impresión era debida, simplemente, a la inevitable agresión de la edad que, desde la última vez que se habían visto, había robado a Claudio cinco centímetros de estatura por lo menos.
—Qué alegría verte, Guido —dijo el anciano con aquella voz profunda que siempre había transmitido a Brunetti una calma reconfortante. Condujo a su visitante al interior del apartamento diciendo—: Trae el abrigo.
Brunetti dejó la cartera en el suelo, se quitó el abrigo y se quedó esperando mientras Claudio colgaba la prenda. Recordó que el día en que cumplía dieciséis años, Claudio le había dado mil liras, lo que entonces era una fortuna, que él había gastado en el bar en una sola noche invitando a los amigos. Eran tiempos en los que el dinero solía gastarse en Coca-Cola y
limonata.
¿Por qué celebrar con vino, si ya lo había en casa?
Claudio lo llevó por el pasillo hasta lo que él llamaba su oficina y que no era más que una simple habitación amueblada con un gran escritorio, tres sillas y una caja fuerte tan alta como un hombre. Brunetti nunca había visto nada encima del escritorio, excepto una vez, hacía seis años, en que había venido a interrogar a Claudio en su calidad de policía, y entonces sólo permanecía el estuche que una pareja de timadores había cambiado por el que contenía las piedras que aparentaban querer comprar y que el propio Claudio había puesto en él. El golpe era un clásico, un timo que probablemente habrían tardado más de un año en preparar. Los ladrones habían observado las costumbres de Claudio y se habían hecho amigos de miembros de su familia a fin de obtener la información acerca de su vida privada y su actividad comercial suficiente como para convencerle de que habían sido clientes de su padre antes de que éste le cediera el negocio.
El día de la venta, los dos hombres se presentaron en esta misma oficina, y Claudio les mostró lo mejor de sus colecciones, gemas por un valor tan alto que el hombre no pudo menos que echarse a llorar cuando se lo contaba a Brunetti. Ellos eligieron cuidadosamente las piedras que Claudio fue colocando, una a una, en el estuche de ante. Por último, el que resultó ser el jefe, eligió un anillo con un solitario enorme, lo puso en el centro del estuche y observó cómo Claudio lo cerraba y aseguraba con unas tiras elásticas negras.
—Así sabrá cuál es nuestro estuche —dijo el hombre señalando el pequeño bulto que formaba el anillo.
Y ocurrió entonces, en una fracción de segundo, entre el momento en el que Claudio acabó de cerrar el estuche y aquel en el que lo introdujo en el cajón de arriba de la caja fuerte. ¿Uno de los hombres lo distrajo con una pregunta, o quizá sacó la pitillera? Después, cuando descubrió el cambiazo, Claudio no podía recordar el momento crucial de la sustitución de un estuche por otro. No descubrió el robo hasta dos días después, cuando los dos hombres no se presentaron a hacer el pago y recoger las piedras. Después Claudio dijo que, al abrir la caja y sacar el estuche, ya lo sabía, lo sabía y no acababa de creer que pudieran haber cambiado los estuches delante de él, que estaba atento a todos sus movimientos. Pero los habían cambiado.
Después de confesar a Brunetti lo que valían las piedras, Claudio le hizo prometer que no lo diría a nadie: no podría soportar la vergüenza si su esposa se enteraba de su descuido, ni quería que ella, a su vez, tuviera que avergonzarse de haber hablado tan orgullosamente de su marido en el tren a los dos hombres que después habían venido a robarle.
Los ladrones fueron arrestados y encarcelados, pero a Claudio de nada le sirvió, porque ya hacía tiempo que habían perdido el dinero en los casinos de Europa, y la aseguradora no le indemnizó porque, en el momento de suscribir la póliza, él no les había presentado la lista detallada de las piedras que tenía en su poder, con indicación de origen, precio, peso y talla. Que Claudio fuera mayorista y, por lo tanto, tuviera miles de gemas y hubiera debido invertir meses en hacer el inventario no influyó en su decisión de desestimar la reclamación.
Estos recuerdos se agolpaban en la mente de Brunetti mientras Claudio lo llevaba por el pasillo hacia la oficina.
—¿Quieres beber algo, Guido? —preguntó el anciano al entrar.
—No, Claudio, gracias. Acabo de tomar café. Quizá después. —Por una larga experiencia, Brunetti sabía que Claudio no ocuparía su puesto detrás del escritorio hasta que su visitante hubiera tomado asiento, por lo que se acercó una silla y se sentó, dejando la cartera entre los pies.
Claudio dio la vuelta a la mesa y se sentó a su vez. Entrelazó los dedos e inclinó el cuerpo hacia adelante, con un gesto familiar.
—¿Y Paola y los niños?
—Estupendamente —dijo Brunetti, siguiendo el ritual—. Y todos van bien en la escuela. Hasta Paola —agregó riendo. Ahora le tocaba a él preguntar—: ¿Y Elsa?
Claudio ladeó la cabeza e hizo una mueca.
—Está peor de la artritis. Últimamente la tiene en las manos. Pero no se queja. Nos hablaron de un médico de Padua, y hace un mes que la trata. Le ha recetado un medicamento americano y parece que le va bien.
—Que así sea —dijo Brunetti—. ¿Y Riccardo?
—Contento, trabajando. En junio me hará abuelo por tercera vez.
—¿Él o Evvie?
—Los dos, imagino —dijo Claudio.
Cumplidos los formulismos, Claudio preguntó:
—¿Por qué querías verme? —Por la fuerza de la costumbre, no perdía el tiempo, a pesar de que, desde hacía varios años, la edad le había hecho aminorar su ritmo de vida y ahora le sobraba tanto tiempo que no le hubiera venido mal perder un poco.
—He encontrado unas piedras y me gustaría que me dijeras de ellas todo lo que puedas.
—¿Qué clase de piedras? —preguntó Claudio.
—Te las enseño —dijo Brunetti abriendo la cartera. Sacó la bolsa de plástico con las manoplas de Vianello y la dejó en la mesa. Al lado de la bolsa puso su pañuelo. Miró a Claudio y vio en su cara extrañeza e interés.
Empezó por el pañuelo. Aflojó con las uñas el primer nudo y, una vez desatado éste, el segundo, dejó caer las puntas del pañuelo sobre la mesa y lo acercó a Claudio. Después abrió la bolsa de plástico, sacó las manoplas y agregó su contenido al del pañuelo. Rodaron por la mesa varias piedras, que Brunetti recogió y puso con el resto diciendo: