—Me gustaría saber tu opinión.
Claudio, que probablemente había visto en toda su vida más piedras preciosas que cualquier otra persona de la ciudad, las miraba impasible, sin acercar la mano. Al cabo de más de un minuto, se humedeció con saliva la yema del índice, rozó con ella una piedra pequeña y la lamió.
—¿Por qué están mezcladas con sal? —preguntó.
—Estaban escondidas en una caja de sal —explicó Brunetti.
Claudio asintió con aire de aprobación.
—¿Las necesitas? —preguntó a Brunetti.
—¿Necesitarlas, cómo? ¿Como pruebas?
—No; si las necesitas ahora, si has de llevártelas.
—No. —Brunetti, que no lo había pensado, respondió—: Creo que no. ¿Por qué? ¿Qué quieres hacer con ellas?
—Primeramente, tenerlas en agua caliente media hora, para eliminar la sal —dijo Claudio—. Eso nos permitirá saber cuántas hay y cuánto pesan.
—¿Cuánto pesan? —preguntó Brunetti—. ¿En gramos o kilos?
Volviendo a fijar la atención en las piedras, Claudio dijo:
—El peso no se calcula en kilos. Por lo menos eso deberías saber, Guido. —No había reproche en su voz, ni siquiera decepción.
—Cuando las hayas limpiado, ¿podrás decirme su valor? —preguntó Brunetti—. ¿O de dónde proceden?
Claudio sacó su propio pañuelo del bolsillo del pecho de la chaqueta y se limpió el índice con él. Luego, con el mismo dedo, revolvió en el montón aplastándolo y removiendo las piedras hasta crear una superficie plana. Encendió una lámpara de sobremesa articulada y orientó el foco de manera que la luz incidiera frente a él. Abrió el cajón central de la mesa y sacó unas pinzas de joyero. Separó con ellas tres de las piedras más grandes, de un tamaño ligeramente inferior al de un guisante y las puso ante sí. En tono neutro, sin mirar a Brunetti, dijo:
—Lo primero que puedo decirte es que estas piedras han sido seleccionadas con mucho cuidado.
A Brunetti seguían pareciéndole simples chinas, pero no dijo nada.
Del mismo cajón, Claudio sacó una lupa, unas balanzas y una cajita que contenía una serie de diminutas pesas de latón. Claudio miró sus utensilios, meneó la cabeza y sonrió a Brunetti diciendo:
—Estas balanzas… es la fuerza de la costumbre. —Abrió un cajón lateral del que extrajo una pequeña balanza electrónica y pulsó una tecla. Se encendió una pequeña pantalla en la que apareció un cero.
—Esto es más rápido y más exacto —dijo.
Levantó con las pinzas una de las piedras que había separado. La depositó en la balanza, haciendo girar ésta para poder leer el peso, agregó la segunda piedra y luego la tercera. Volvió a meter la mano en el cajón y sacó un almohadón de terciopelo negro de un tamaño de la mitad de una revista y lo dejó al lado de la balanza. Utilizando las pinzas, puso las tres piedras en el almohadón. Tomó la lupa y examinó las tres piedras, una a una, mientras Brunetti observaba cómo su cabeza se movía de derecha a izquierda. Luego Claudio puso la lupa en la mesa y miró a Brunetti.
—¿Son africanas? —preguntó.
—Creo que sí.
El anciano asintió con evidente satisfacción. Tomó las pinzas y estuvo removiendo las piedras con suavidad, hasta que, en el centro de los pequeños círculos que había abierto, hubo otras tres piedras, más grandes que las tres primeras. Claudio las tomó con las pinzas, las puso en el almohadón, al lado de las otras, y examinó detenidamente con la lupa cada una de ellas.
Cuando hubo terminado, dejó la lupa al lado del pañuelo y puso las largas pinzas paralelas al borde de éste.
—No lo sabré con seguridad hasta mañana, cuando las haya contado y pesado, pero diría que, de algún modo, has conseguido adquirir una fortuna, Guido.
Haciendo caso omiso del verbo y de la pregunta que estaba implícita en él, Brunetti preguntó:
—¿Una gran fortuna?
—Eso depende de la cantidad de sal y de si las más pequeñas son tan puras como parecen éstas —dijo el joyero, señalando las seis piedras que había examinado.
—¿Cómo puedes saber lo que valen sin estar talladas? —preguntó Brunetti—. No tienen, ¿cómo decís vosotros?, facetas.
—Las facetas vienen después, Guido. No puedes facetear una piedra que no sea perfecta. Mejor dicho, puedes, pero sólo obtendrás un buen brillo si la piedra es perfecta. —Señaló el montón de piedras agitando una mano—. Sólo he mirado seis. Ya lo has visto. Pero me da la impresión de que son perfectas o, por lo menos, de excelente calidad. Desde luego, no puedo estar seguro de que sean perfectas ahora ni de que lo sean cuando estén talladas y pulidas, pero creo que pueden serlo. —Miró un momento a la pared que Brunetti tenía a su espalda y después lo miró a él y señaló a las piedras—. Eso depende de si el tallista es capaz de extraer de ellas todo su potencial.
Como si de pronto hubiera sentido el deseo de volver a examinarlas, Claudio se caló otra vez la lupa, se inclinó y de nuevo escudriñó las seis piedras, moviéndose de izquierda a derecha. De pronto, tomó las pinzas, dio la vuelta a una de las piedras y examinó ese otro aspecto. Cuando terminó, se quitó la lupa y volvió a dejarla en el mismo sitio. Movió la cabeza de arriba abajo, como asintiendo a una pregunta de Brunetti.
—No recuerdo haber visto cosa igual. —Tocó con las pinzas varias de las piedras del montón que, a los ojos de Brunetti, no parecían tener nada especial.
—¿Podrías darme una idea, por vaga que sea, de lo que pueden valer? —preguntó Brunetti.
—No hay más que mirarlas —dijo Claudio con un brillo en los ojos que Brunetti identificó como de pasión. Entonces, percibiendo la urgencia del tono de su amigo, el anciano se obligó a sí mismo a volver al mundo en el que los diamantes tenían valor, no sólo belleza—. Las grandes, una vez talladas y pulidas, podrían valer treinta o cuarenta mil euros, aunque el precio dependerá de lo que se pierda con la talla. —Claudio tomó una de las piedras y la acercó a Brunetti—. Si de aquí pueden sacarse piedras perfectas, valdrán una fortuna.
Entonces, se preguntaba Brunetti, ¿por qué estaban aquellas piedras en una buhardilla helada, sin agua ni aislamiento? ¿Y por qué las tenía un hombre que se ganaba la vida vendiendo bolsos y billeteras de imitación en la calle?
—¿Cómo se puede saber si son africanas? —preguntó Brunetti.
Claudio reflexionó. Seguramente, no era la primera vez que le hacían esta pregunta.
—Es el color, es la luz que tienen o que despiden. Y la ausencia de las manchas y las impurezas que encuentras en los diamantes de otras procedencias. —Claudio miró a Brunetti y luego a las piedras—. En realidad —agregó al fin—, no puedo explicártelo, o no del todo. Cuando has visto miles de piedras, cientos de miles de piedras… sencillamente, sabes de dónde son o, por lo menos, crees saberlo.
—¿Tantas has visto, Claudio?
El anciano se irguió, aunque no por eso parecía ahora más alto. Juntó las manos con su gesto de maestro y dijo:
—La verdad, Guido, nunca lo he calculado. Es sólo una frase, aunque me parece que sí. He visto piedras minúsculas de un dieciseisavo de quilate llenas de imperfecciones y piedras fabulosas de treinta y cuarenta quilates, tan perfectas que te parecía que estabas mirando un nuevo sol. —Calló, como escuchando lo que acababa de decir. Luego sonrió y añadió—: Supongo que ocurre lo que con las mujeres: en realidad, no importa cuál sea su aspecto; siempre hay en ellas algo hermoso.
Brunetti, que estaba de acuerdo, sonrió ante el símil.
—¿Existe alguna forma de saber de dónde proceden, con absoluta certeza? —preguntó.
Claudio meditó la respuesta.
—Lo más que puedo hacer es enseñar algunas a amigos míos, a ver qué dicen. Si todos coincidimos… bien, o son de África o todos estaremos equivocados.
—¿Podrías decir de dónde? Me refiero al país.
—Los diamantes no tienen patria, Guido. Salen de las matrices.
—¿Matrices?
—Son como pequeños cráteres, una especie de pozos muy estrechos. Los diamantes se formaron allá abajo, a kilómetros de profundidad, hace millones de años y, con el paso del tiempo, poco a poco van aflorando a la superficie. —Claudio había asumido el relajado aire de autoridad del experto y Brunetti le escuchaba con interés—. Las matrices pueden presentarse en grupos o individualmente. Y los grupos pueden quedar a uno y otro lado de una frontera, en territorio de dos países.
—¿Y qué sucede entonces? —preguntó Brunetti.
—Que el más fuerte trata de quitárselas al más débil.
Por sus lecturas de historia, Brunetti sabía que éste era el método habitual para resolver la mayoría de disputas internacionales.
—¿Y eso ocurre en África?
—Por desgracia, sí —dijo Claudio—. Y da a esas pobres gentes otro motivo para recurrir a la violencia.
—Que maldita la falta… —dijo Brunetti.
Este sombrío tópico puso freno a la locuacidad de Claudio, que dijo:
—Puedes venir mañana a recogerlas. —Y jovialmente añadió—: Si crees que puedes fiarte de mí.
Brunetti se inclinó y puso la mano en el antebrazo de Claudio:
—Me gustaría que me las guardaras.
—¿Cuánto tiempo?
Brunetti se encogió de hombros.
—Ni idea. Hasta que decida qué hago con ellas.
—¿Son pruebas policiales? —preguntó Claudio, aunque parecía que le interesaba la claridad más que la seguridad.
—En cierto modo —dijo Brunetti evasivamente.
—¿Sabe alguien más que las tienes? —preguntó Claudio.
—Sí.
—Gracias a Dios —dijo el anciano.
—¿Supone eso alguna diferencia? —preguntó Brunetti.
—Así no será tan fuerte la tentación de quedarme con ellas —dijo Claudio poniéndose en pie.
Mientras volvía a la
questura,
Brunetti iba pensando en la información que le había dado Claudio. Como era nuevo para él, lo que el anciano le había dicho sobre los diamantes le había parecido importante, pero, a fin de cuentas, lo que se refería, o podía referirse, a la víctima era muy poco: que las piedras podían valer una fortuna y proceder de África. Desde luego, era interesante saber estas cosas, pero Brunetti no veía cómo este conocimiento podía ayudarle a establecer una relación entre las piedras y el muerto o entre las piedras y el asesinato. La codicia era uno de los más sólidos motivos para matar, pero si los asesinos conocían la existencia de las piedras, ¿por qué no habían ido a buscarlas después del crimen? Y, si lo que querían eran las piedras, ¿por qué matar al hombre? No era probable que la policía creyera a un
vu cumprà
que se presentara en la
questura
a denunciar el robo de una fortuna en diamantes.
Brunetti decidió que la mejor estrategia sería la de hablar inmediatamente con su superior, el
vicequestore
Giuseppe Patta y pedirle permiso para proseguir la investigación, aunque, para ello, tendría que convencerle de que no lo deseaba. Al llegar, fue directamente en busca de Patta, al que encontró en su antedespacho, conversando con la
signorina
Elettra.
Como si alguien hubiera susurrado la palabra «diamantes» al oído del personal de la
questura
mientras se vestía aquella mañana, Patta lucía un alfiler de corbata nuevo e insólitamente llamativo: un pequeño oso panda de oro con ojos de brillantes. La
signorina
Elettra, como advertida por el soplo de una musa de la elegancia, llevaba unos exquisitos pendientes de brillantes en forma de chip que aminoraban el efecto del panda de Patta, aunque sin llegar a eclipsarlo.
Con aire de estudiada naturalidad, Brunetti saludó a ambos y preguntó a la
signorina
Elettra si había podido localizar el artículo del
Gazzettino
acerca del antiguo director del Casino. Aunque ésta era una pregunta que Brunetti acababa de improvisar, para justificar su presencia en el despacho, la
signorina
Elettra respondió afirmativamente y alargando la mano por encima de la mesa, le entregó una carpeta.
—¿En qué está trabajando ahora, Brunetti? —preguntó Patta.
Levantando la carpeta, Brunetti respondió:
—En la investigación del Casino, señor —en el tono que habría usado Hércules si le hubieran preguntado por qué pasaba tanto tiempo en los Establos.
Patta fue hacia su despacho.
—Venga conmigo —dijo. La orden podía estar dirigida a cualquiera de los dos, pero la omisión de un «por favor» indicaba que era para Brunetti.
Un amigo iraní había dicho a Brunetti que, en su país, se respondía a la orden de un superior con una palabra que sonaba como
chasham,
una voz farsi que significa «lo pondré sobre mis ojos» y da a entender que el subordinado pone la orden de su superior ante sus ojos y no hará, mejor dicho, no verá nada hasta que haya sido ejecutada. Más de una vez, Brunetti había lamentado que no existiera en italiano una expresión tan servil.
Ya dentro del despacho, Patta se situó de pie frente a la ventana, con lo que impedía a Brunetti tomar asiento. El comisario se quedó junto a la puerta, esperando a que Patta hablara. El
vicequestore
estuvo mirando por la ventana durante mucho rato, tanto que Brunetti empezó a preguntarse sí se habría olvidado de él. Carraspeó, pero el sonido no suscitó respuesta alguna de Patta.
En el momento en que Brunetti iba a decir algo, Patta se volvió y preguntó:
—La otra noche lo llamaron a usted, ¿verdad?
—¿Se refiere al caso del africano, señor?
—Sí.
Brunetti movió la Cabeza afirmativamente.
—¿A su casa?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—¿Perdón, señor?
—¿Por qué lo llamaron a usted?
—No sé si he comprendido bien. Supongo que porque soy el que vive más cerca o porque alguien así lo sugirió. En realidad, no lo sé.
—No me llamaron a mí —dijo Patta no sin cierta petulancia.
Después de considerar cuál podía ser la respuesta menos arriesgada, Brunetti dijo:
—El mío debió de ser el primer nombre que se les ocurrió. O creo que hay una lista y nos llaman a casa por turnos cuando es necesario que alguien vaya al escenario de un crimen. —Patta se volvió otra vez de cara a la ventana y Brunetti prosiguió—: O quizá no quisieron cargar a un jefe con el fárrago de las etapas iniciales de una investigación. —No dijo que muchas veces precisamente esas etapas resultaban ser cruciales para resolver un caso. Como Patta siguiera sin responder, agregó—: Al fin y al cabo, la función del jefe es la de decidir cuál es la persona más apta para investigar cada caso. —Brunetti comprendió que pisaba terreno resbaladizo y decidió no decir más.