Piedras ensangrentadas (14 page)

Read Piedras ensangrentadas Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Piedras ensangrentadas
8.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

El jefe le respondió en tono más sereno y le puso la mano en el hombro en un gesto que armonizaba con el acento de sus palabras. Pero el joven no se dejaba convencer y soltó otro enojado alegato en el que, ahora sí, la palabra «policía» sonó dos veces con claridad.

El jefe, sin dar señales de impaciencia, escuchó al joven hasta el final, y miró a Brunetti:

—Dice que no podemos fiarnos de la policía. Brunetti pensó que, con todo el tiempo que había estado hablando, el joven tenía que haber dicho mucho más que eso, aunque reconocía que, probablemente, no le faltaba razón. Ellos estaban en Italia ilegalmente y se pasaban el día en la calle, vendiendo bolsos de imitación. Carecían de dinero para comprar o alquilar tiendas, restaurantes o bares, por lo que no disponían de la protección que puede adquirir el que tiene buenos ingresos: no habría un funcionario servicial que les facilitara permisos de trabajo o de residencia o que les brindara su ayuda para conseguir que la Policía Financiera pasara por alto esas molestas normas que obligaban a justificar el ingreso de fuertes sumas, ni recibirían amistosos avisos telefónicos la víspera de una redada de la policía. Sin estas hadas madrinas civiles, los africanos estaban expuestos a sufrir el acoso y la arrogancia de la policía, por lo que su desconfianza traducía una actitud inteligente.

Brunetti reflexionaba sobre todo esto, confiando en que aquellos hombres interpretaran su silencio como una señal de respeto hacia su jefe. Uno de los otros, un muchacho que no debía de ser mucho mayor que Raffi, dijo entonces unas palabras, muy cortas. El jefe se dirigió entonces al que estaba a su lado, el del chaquetón, que respondió con un monosílabo y después a los otros, que se limitaron a mover la cabeza negativamente.

Después de un largo silencio, el jefe miró a Brunetti y dijo:

—Mis amigos me dicen que prefieren no hablar de este asunto.

Brunetti esperó un momento antes de preguntar:

—¿Aun sabiendo que yo podría arrestarlos a todos?

El jefe sonrió, y la cara se le llenó de arruguitas de auténtico regocijo.

—No es muy prudente decir eso, sabiendo que podríamos desaparecer antes de que llegaran los refuerzos que pidiera para arrestarnos.

Brunetti le devolvió la sonrisa y preguntó:

—¿Y no cree que yo podría levantarme y arrestarlos a todos?

—¿Y llevarnos a todos a la cárcel? —preguntó el africano afablemente. Y añadió con picardía—: ¿Usted solo?

Mientras hablaban. Brunetti había podido deducir que aquel hombre y el joven delgado eran los únicos que sabían italiano lo suficiente como para seguir la conversación. Los otros quizá entendían palabras y frases sueltas, pero poco más.

—Donde, estoy seguro —dijo Brunetti en un tono amenazador tan falso que delataba que ni él mismo creía lo que iba a decir—, podríamos persuadirles fácilmente para que nos dijeran todo lo que queremos saber.

Al oír esto, el joven ahogó una exclamación y dio un paso hacia Brunetti con la mano izquierda levantada y la derecha colgando sin vida al costado. Una mirada del viejo lo detuvo, y se quedó inmóvil, sin bajar el brazo, con los ojos muy abiertos, respirando con fuerza. Vianello se había puesto en pie con sorprendente rapidez y dado un paso hacia él, pero, al ver que el joven no se movía, retrocedió hasta su silla, aunque no se sentó.

El viejo miró a Brunetti y dijo con sincero pesar:

—Quizá sea mejor no hablar de persuadirnos a decirle cosas,
signare.

Moviéndose con cautela, Brunetti se levantó y se acercó al joven. Muy lentamente, levantó el brazo, tomó la mano alzada, la bajó hasta la altura de la cintura y la cubrió con su izquierda. El joven cerró los ojos y trató de retirarla, pero Brunetti la retuvo con firmeza.

Cuando al fin el joven abrió los ojos y le miró, Brunetti dijo:

—Le pido perdón por lo que he dicho. A todos ustedes y a su amigo muerto. Lo he dicho sin pensar y es una tontería.

El otro trató de liberar su mano, pero ahora el gesto fue más débil.

Brunetti prosiguió, sin soltar la mano ni desviar la mirada:

—Por lo que le ha pasado a su amigo y porque nadie debería morir así, quiero encontrar a los que lo mataron.

Soltó la mano del joven y dio un paso atrás, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, en actitud de indefensión. El joven lo miró fijamente, pero no dijo nada. Por último, Brunetti se volvió hacia el viejo.

—El
signor
Cuzzoni me ha dado las llaves de los otros apartamentos, y voy a entrar a echar una ojeada.

—¿Por qué me dice eso?

—Porque ustedes viven aquí con permiso del dueño, que me ha dado las llaves y me ha autorizado a entrar. No sería correcto no decirles lo que voy a hacer.

—¿Nos pide permiso? —dijo el hombre.

—No. —Brunetti desestimó la idea con un movimiento de la cabeza—. Les informo.

Brunetti miró a Vianello y se dirigió hacia la puerta. Una vez allí, se volvió y dijo a todos:

—Me llamo Brunetti. Si desean hablar conmigo, pueden llamarme o ir a verme a la
questura.

Los hombres lo miraban en silencio, como estatuas de obsidiana, y él y Vianello salieron del apartamento.

Capítulo 12

—Vaya actuación brillante la mía —dijo Brunetti cuando salieron a la escalera.

—Yo no me he percatado de lo que había dicho, o más bien de la amenaza que ellos verían en sus palabras hasta que he visto a ese hombre levantar la mano —dijo Vianello a modo de consuelo—. La frase parecía estar a tono con la conversación que mantenía con el
capo.

—Pero, si hubiera pensado en lo que seria para ellos sentirse amenazados… —empezó Brunetti.

—Si mi abuelo tuviera ruedas, sería una bicicleta —terminó Vianello—. ¿Subimos? —preguntó, pasando a lo práctico.

Mientras subía la escalera, Brunetti se alegró de que Vianello le hubiera interrumpido. Sabía lo que la policía de ciertos países hacía a los detenidos, aparte de lo que le había contado un amigo que trabajaba para Amnistía Internacional. Sencillamente, había hablado sin pensar. Lamentarse del efecto que ello habría tenido en la predisposición de los hombres a confiar en él era perder el tiempo. Sí le pesaba, sin embargo, haberlos ofendido con su falta de sensibilidad. Pero, al llegar al piso de arriba, dejó atrás esos pensamientos.

Brunetti llevaba también las llaves bailadas en el bolsillo del muerto. Una instintiva cautela le había hecho prescindir de la formalidad de rellenar el formulario de solicitud de pruebas y, sencillamente, se había limitado a ir al almacén y sacarlas de la bolsa. Las probó en la puerta del apartamento del segundo piso y otro tanto hizo con uno de los juegos que Cuzzoni le había dado, pero ninguna abría. Al fin, una llave del segundo juego de Cuzzoni giró en la cerradura. Brunetti empujó la puerta y le salió al encuentro el mismo olor a hombre que impregnaba el otro apartamento, pero aquí no había fogones encendidos y no era tan penetrante. En el fregadero no había más que tazas y vasos, de lo que se deducía que comían todos abajo. Arrimadas a una de las paredes de la sala había dos camas plegables y, alineadas en el dormitorio, otras cinco individuales. El pequeño armario estaba repleto de chaquetas y téjanos y en la parte baja se amontonaban infinidad de zapatillas deportivas. Era tan fuerte el tufo que salió de allí al abrir la puerta que Brunetti la cerró rápidamente y pasó al cuarto de baño.

Aquello, sencillamente, era un asco. La pequeña bañera estaba mugrienta y, en un lado, debajo de un grifo que goteaba, tenía un reguero verdiazulado. Había toallas amontonadas en el borde de la bañera, y colgadas de clavos detrás de la puerta: ninguna de ellas, limpia. El asiento del inodoro estaba en el suelo, apoyado en la pared. El lavabo daba grima, lleno de pelos, espuma de afeitar seca y otras sustancias que Brunetti no quiso imaginar. El espejo estaba moteado de salpicaduras blancas y empañado por infinidad de huellas dactilares. Una taza de hojalata contenía un ramillete de cepillos de dientes.

—¿Quiere volver al dormitorio y buscar en el armario? —preguntó Brunetti a Vianello, que había estado mirando debajo de las camas.

—Si no le importa, preferiría dejarlo. Después de todo, no sabemos lo que buscamos.

Brunetti tuvo que mostrarse de acuerdo.

—Está bien —dijo—. Vamos a ver lo que hay en el otro piso.

Salieron a la escalera, cerraron la puerta con llave y subieron al tercero. Los peldaños eran de madera y muy estrechos, mientras que los de más abajo eran de piedra y bastante más anchos. Desde la calle, Brunetti no había visto el tercer piso, y pensó que, al igual que su propio apartamento, habría sido construido con posterioridad y sin permisos.

Arriba no había rellano: la escalera terminaba frente a una puerta. Brunetti sacó las llaves que había tomado del almacén de pruebas e introdujo una de ellas en la cerradura, que cedió con suavidad. Cuando abrió la puerta, la luz entró desde detrás de él. Se inclinó hacia el interior y, tanteando en la pared de la izquierda, su mano tropezó con un interruptor y lo accionó.

Una bombilla de 40 vatios colgaba del techo de lo que debió de ser un trastero. No había ventanas y, en lo alto, se veían las tejas de cerámica, sobre un entramado de vigas. La habitación carecía de aislamiento, y Brunetti y Vianello vieron cómo, al entrar, su aliento se convertía en vapor.

Junto a la pared del fondo había una cama estrecha con varias mantas de lana raídas. Sólo quedaba espacio para una mesa pequeña sobre la que descansaba un hornillo eléctrico con el cordón conectado al interruptor de la entrada con mucha cinta aislante y muy poca habilidad. Al lado del hornillo había una taza metálica y una caja de bolsitas de té y, debajo de la mesa, un cubo de metal cubierto con una toalla. Brunetti no tuvo que dar más que un paso para llegar a la mesa. Levantó la toalla y vio que el agua que contenía tenía una delgada capa de hielo.

Le bastó inclinarse hacia la puerta para poder cerrarla. Detrás de ella, colgados de sendos clavos, había un pantalón tejano y un jersey rojo. Casi automáticamente, Brunetti metió la mano en los bolsillos del pantalón, palpó algo duro en el de la derecha y lo sacó. El objeto, del tamaño de un huevo, estaba envuelto en un paño blanco y limpio. Lo puso en la mesa y lo desenvolvió.

Apareció una talla en madera de una cabeza humana, un objeto que Brunetti hubiera podido abarcar fácilmente con la mano, de no ser por las astillas que sobresalían de su parte inferior y que indicaban que la cabeza había sido arrancada de una estatua.

—¿Qué es eso? —preguntó Vianello acercándose.

—No sé. Una mujer, parece. —Brunetti la levantó para verla mejor. La nariz era un fino triángulo; y los ojos, unas ranuras de óvalo perfecto. Especialmente delicado era el trabajo del pelo, que representaba prietas trenzas dispuestas con artística simetría. En el centro de la frente estaba grabada una extraña figura geométrica: cuatro triángulos que apuntaban a un rombo central, dibujados con trazo continuo.

—Es bonita, ¿verdad? —dijo Vianello.

—Si, una maravilla —convino Brunetti. Le dio la vuelta, para examinar las astillas de la parte inferior—. Parece que la han arrancado por el cuello. —La envolvió de nuevo y la guardó en su propio bolsillo.

Vianello se arrodilló y apartó las mantas de la cama. De debajo sacó una caja de cartón, se levantó y la puso encima de la cama.

En la habitación no había nada más: ni inodoro, ni grifo de agua ni armario alguno. Brunetti señaló la taza y volviéndose hacia Vianello dijo:

—Ahí debía de calentar el agua.

Vianello no creyó necesario hacer comentario alguno. Revolvía en la caja con el índice.

—Aquí no hay nada. —Volvió a arrodillarse y alargó las manos hacia la caja.

—¿Qué hay en la caja, Vianello?

—Sólo comestibles.

—Espere un momento —dijo Brunetti, y Vianello se sentó sobre los talones.

Brunetti se inclinó sobre la caja y vio un paquete de galletas, una bolsa de cacahuetes pelados, una caja abierta de sal de cocina, cuatro bolsitas de té, un trozo de queso que parecía Asiago, dos naranjas y una bolsa transparente llena de las bolsitas de azúcar que dan en los bares con el café.

—¿Por qué sal? —preguntó.

—¿Cómo dice?

Brunetti señaló la habitación con la mano.

—¿Por qué había de tener un paquete de sal? No hay sartenes. Aquí no se guisa. ¿Para qué la sal?

—Quizá la usaba para lavarse los dientes —dijo Vianello haciendo ademán de frotarse los incisivos.

Brunetti se inclinó y levantó la caja de sal.

—No; fíjese, es
sale grosso,
sal granulada: no puedes limpiarte los dientes con esto. —La parte superior de la caja estaba abierta por tres lados y la tapa, doblada hacia atrás, para facilitar el vertido. Brunetti vio los granulos del tamaño de lentejas. Se humedeció la punta del dedo, la introdujo en la sal, la probó y el sabor salobre le llenó la boca.

Brunetti puso la caja en la cama, sacó el pañuelo y lo extendió sobre la manta. Luego, lentamente, fue vertiendo la sal en el pañuelo. Hacia la mitad de la caja, los gránulos empezaron a cambiar de tamaño y de color: perdían la opacidad de la sal y, como por efecto de una benéfica transformación, se aclaraban y aumentaban de tamaño. Algunos eran casi como guisantes.


Dio mio
—dijo Vianello involuntariamente.

Brunetti miraba el pañuelo, sopesando posibilidades en silencio. A la pálida luz de la bombilla, las piedras aparecían inertes y mates. Quizá la luz del sol les infundiera vida, pero no estaba seguro. Ni siquiera sabía a ciencia cierta lo que eran: al no estar talladas ni pulidas, no tenían la forma ni el brillo de las piedras preciosas. También podían ser desechos de una vidriería de Murano, pequeños fragmentos de cristal que convertir, por ejemplo, en las orejas de un oso o el hocico de un conejito transparente.

Pero, si no fueran más que eso, no estarían escondidos en la habitación de un hombre asesinado.

Vianello se puso en pie.

—¿Qué hacemos con eso? —preguntó.

Brunetti pensó en algunos colegas de la
questura
y en que, si alguno de ellos le hubiera hecho esta pregunta, él la habría interpretado como una consulta acerca de la mejor manera de quedarse con las piedras. Pero, viniendo de Vianello, la pregunta no era más que el eco de su propia preocupación por evitar que cayeran en esas otras manos. ¿Cuántas fincas de recreo habían salido de los almacenes de pruebas? ¿Cuántas vacaciones se habían pagado con droga y dinero confiscados?

Other books

Redhanded by Michael Cadnum
Snatched by Bill James
Diamond Eyes by A.A. Bell
Still Midnight by Denise Mina
Snowman's Chance in Hell by Robert T. Jeschonek
Monday with a Mad Genius by Mary Pope Osborne
The Gentleman's Quest by Deborah Simmons
Tease by Reiss, C. D.