Representa casi una tragedia que los historiadores hayan pasado por alto el hacer la más mínima referencia al poder irresistible que dio nacimiento y libertad a la nación destinada a establecer nuevos niveles de independencia para todos los pueblos de la Tierra. Y digo que eso es casi una tragedia porque precisamente se trata del mismo poder que todo individuo debe utilizar para superar las dificultades que se le presenten en la vida, y obligar a ésta a pagar el precio que se le pide.
Revisemos, aunque sólo sea de forma muy breve, acontecimientos que dieron lugar a ese poder. La historia comienza con un incidente ocurrido en Boston el 5 de marzo de 1770.
Los soldados británicos trullaban por las calles, amenazando a los ciudadanos con su sola presencia. A los colonos no les gustaba ver hombres armados andando por sus ciudades. Empezaron a expresar abiertamente su resentimiento por este hecho, arrojando piedras y profiriendo insultos contra los soldados que patrullaban, hasta que el oficial al mando dio la orden:
¡Calen bayonetas...! ¡Carguen!
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La batalla que comenzó en ese momento tuvo como resultado la muerte de muchos, mientras que otros quedaron heridos. El incidente provocó tal resentimiento que la Asamblea Provincial (compuesta por colonos importantes) convocó una reunión con el propósito de emprender alguna acción concreta. Dos de los miembros de esa asamblea fueron John Hancock y Samuel Adams. Tomaron la palabra y hablaron con valentía, declarando que debían organizar un movimiento para expulsar de Boston a todos los soldados británicos.
Debemos recordar que eso fue una decisión surgida en la mente de dos hombres, lo que podemos considerar como el principio de la libertad que todos disfrutamos ahora en Estados Unidos. Tampoco podemos olvidar que la decisión de esos dos hombres exigía fe y coraje, porque era una decisión que entrañaba peligros.
Antes de que la asamblea terminara, Samuel Adams fue elegido para visitar al gobernador de la provincia, Hutchinson, con objeto de exigirle la retirada de las tropas británicas.
La petición fue aceptada, y los soldados se retiraron de Boston, pero el incidente no quedó zanjado por ello. Había provocado una situación cuyo desenlace estaría destinado a cambiar el rumbo de toda una civilización.
Richard Henry Lee adquirió un papel importante en esa historia. Él y Samuel Adams se comunicaban entre sí con frecuencia (por correspondencia), compartiendo temores y esperanzas acerca del bienestar del pueblo en sus provincias respectivas. A raíz de esta práctica, Adams concibió la idea de que un intercambio mutuo de cartas entre las trece colonias podría ayudar a producir la coordinación de esfuerzos que tanto necesitaban en relación con, la solución de sus problemas. Dos años después del enfrentamiento con los soldados británicos en Boston (en marzo de 1772), Adams presentó esta idea ante la Asamblea, en forma de una moción para que se estableciera un Comité de Correspondencia entre las colonias, que contara con corresponsales nombrados en cada una de las colonias,
con el propósito de una cooperación amistosa para la mejora de las colonias de la América Británica
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Eso constituyó el principio de la organización de un poder mucho más amplio destinado a conseguir la libertad para todos los colonos y sus descendientes. De ese modo se organizó el equipo de trabajo. Estaba compuesto por Adams, Lee y Hancock.
El Comité de Correspondencia fue organizado. Los ciudadanos de las colonias habían estado desarrollando una desorganizada oposición física contra los soldados británicos, a través de incidentes similares a los tumultos de Boston, pero de todo ello no se había derivado ventaja alguna. Sus agravios individuales no habían sido consolidados bajo un equipo de trabajo. Ningún grupo de individuos tenía puestos sus corazones, mentes, almas y cuerpos juntos en una decisión concreta para solucionar de una vez por todas su dificultad con los británicos, hasta que Adams, Hancock y Lee se pusieron a trabajar juntos.
Mientras tanto, los británicos tampoco permanecieron de brazos cruzados. También ellos se dedicaron a efectuar alguna planificación y a formar equipos de trabajo propios, con la ventaja de contar con el apoyo del dinero y de un Ejército organizado.
La Corona nombró a Gage para sustituir a Hutchinson como gobernador de Massachusetts. Uno de los primeros actos del nuevo gobernador consistió en llamar a Samuel Adams por mediación de un mensajero, con el propósito de intentar detener su oposición, merced al temor.
Comprenderemos mucho mejor el espíritu de lo que sucedió si citamos la conversación mantenida entre el coronel Fenton (el mensajero enviado por Gage) y el propio Adams.
Coronel Fenton:
He sido autorizado por el gobernador Gage para asegurarle, señor Adams, que el gobernador ha sido dotado de amplios poderes para conferirle a usted tantos beneficios como le sean satisfactorios [intento de ganarse a Adams con la promesa de sobornos], con la condición de que abandone usted su oposición a las medidas del gobierno. El gobernador le aconseja que no continúe disgustando a Su Majestad. Su conducta le hace acreedor a los castigos previstos en una ley de Enrique VIII, por la que se puede enviar a Inglaterra a las personas para que allí sean juzgadas por traición, o encarceladas, por traición, a discreción del gobernador de una provincia. Pero si usted cambia su línea política no sólo obtendrá grandes ventajas personales, sino que también estará en paz con el Rey.
Samuel Adams tenía que escoger entre dos decisiones: cesar en su oposición, y recibir recompensas personales por ello, o continuar, y correr el riesgo de ser ahorcado.
Evidentemente, había llegado el momento en que Adams se veía obligado a tomar una decisión que podía costarle la vida. Adams insistió en que el coronel Fenton, bajo palabra de honor, le transmitiría al gobernador su respuesta, repitiendo con toda exactitud las mismas palabras que él le dijera.
La contestación de Adams fue:
Dígale al gobernador Gage que confío desde hace mucho tiempo en estar en paz con el Rey de Reyes. Ninguna consideración personal me inducirá a abandonar la justa causa de mi país. Y dígale al gobernador Gage que Samuel Adams le aconseja que no continúe insultando los sentimientos de un pueblo exasperado
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Cuando el gobernador Gage recibió la cáustica respuesta de Adams, montó en cólera y promulgó una proclama en la que se decía:
El abajo firmante, en nombre de Su Majestad, ofrece y promete su más gracioso perdón a todas aquellas personas que a partir de ahora abandonen las armas y regresen a los deberes propios de súbditos pacíficos. Las únicas excepciones del beneficio de tal perdón son Samuel Adams y John Hancock, cuyas ofensas, de naturaleza demasiado flagrante, no admiten otra consideración que la de un adecuado castigo
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Podríamos decir que tanto Adams como Hancock se encontraban en dificultades. La amenaza del airado gobernador obligó a los dos hombres a tomar otra decisión, igualmente peligrosa. Convocaron una apresurada reunión de sus más fieles seguidores.
Una vez todos estuvieron presentes, Adams cerró la puerta con llave, se la metió en el bolsillo y les informó que era imperativo organizar un congreso de los colonos, y que nadie abandonaría aquella habitación hasta que se hubiera tomado la decisión de convocar dicho congreso.
A este anuncio siguió una gran excitación. Algunos sopesaron las posibles consecuencias de tal radicalismo. Otros expresaron graves dudas en cuanto a la prudencia y la conveniencia de una decisión tan definitiva, que desafiaba claramente a la Corona.
Encerrados en aquella habitación había dos hombres inmunes al temor, ciegos ante la posibilidad del fracaso: Hancock y Adams. Gracias a la influencia de sus mentes, los demás fueron inducidos a aceptar que se debían establecer acuerdos, a través del Comité de Correspondencia, para convocar el Primer Congreso Continental, que se celebraría en Filadelfia el 5 de septiembre de 1774.
Vale la pena recordar esa fecha. Es mucho más importante que la del 4 de julio de 1776.
Si no se hubiera tomado la decisión de convocar un Congreso Continental, tampoco se hubiese llevado a cabo la firma de la Declaración de Independencia.
Antes de que la primera reunión del nuevo Congreso se celebrara, otro líder, que se encontraba en otra parte del país, se hallaba profundamente enfrascado en la tarea de publicar una Sucinta exposición de los derechos de la América Británica. Se trataba de Thomas Jefferson, de la provincia de Virginia, cuyas relaciones con lord Dunmore (representante de la Corona en Virginia) eran tan tensas como las de Hancock y Adams con su gobernador.
Poco después de que se publicara Sucinta exposición de los derechos..., Jefferson fue informado de que había la orden de perseguirlo por alta traición contra el gobierno de Su Majestad. Inspirado por la amenaza, uno de los colegas de Jefferson, Patrick Henry, expresó con claridad lo que pensaba, y concluyó sus observaciones con una frase que se ha hecho clásica desde entonces:
Si esto es traición, que sea la mayor de todas
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Fueron hombres como éstos los que, sin poder, sin autoridad, sin Ejército y sin dinero, tomaron asiento en una solemne consideración del destino de las colonias, dando inicio así a la apertura del Primer Congreso Continental, que continuaron celebrando cada dos años, hasta que, el 7 de junio de 1776, Richard Henry Lee se levantó, se dirigió a la presidencia y, ante el asombro de la asamblea, presentó la siguiente moción:
Caballeros, presento la moción de que estas Colonias Unidas son, y deben ser por derecho, Estados libres e independientes, absueltos de toda alianza con la Corona británica, y que toda conexión política entre ellos y el país del Reino Unido está disuelta, y así debe quedar.
La asombrosa moción de Lee fue discutida con tanto fervor, y durante tanto tiempo, que él empezó a perder la paciencia. Finalmente, después de días de discusiones, volvió a ocupar el estrado de oradores y declaró, con una voz clara y firme:
Señor presidente, hace días que llevamos discutiendo este tema. Es el único recurso de acción que podemos seguir. ¿Por qué, entonces, retrasarlo más? ¿Por qué continuar deliberando?
Que este día feliz dé nacimiento a una República Americana. Que se levante, no para devastar y conquistar, sino para restablecer el reino de la paz y de la ley.
Antes de que se votara su moción, Lee fue llamado a Virginia debido a una grave enfermedad familiar; pero, antes de marcharse, dejó la causa en manos de su amigo Thomas Jefferson, el cual le prometió luchar hasta que se cumpliera una acción favorable.
Poco después, el presidente del Congreso (Hancock) nombró a Jefferson presidente de un comité que se dedicaría a redactar la Declaración de Independencia.
El comité trabajó mucho y muy duramente en la redacción de un documento que, cuando fuera aceptado por el Congreso, y firmado por cada uno de los congresistas, significaría una condena de muerte para todos los firmantes en el caso de que las colonias perdieran en la lucha que, sin lugar a dudas, estallaría entre ellas y el Reino Unido.
Se redactó el documento y la versión original del mismo fue leída el 28 de junio ante el Congreso. Durante varios días se discutió, alteró y preparó su redacción definitiva. El 4 de julio de 1776, Thomas Jefferson se levantó ante la Asamblea y, sin el menor temor en su voz, leyó la decisión más trascendental jamás escrita sobre papel.
Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario que un pueblo disuelva los lazos políticos que lo han conectado con otro, y asuma, entre los poderes de la Tierra, el Estado separado e igual a que las leyes divinas y naturales le dan derecho, un respeto decente por las opiniones de la humanidad exige que ese pueblo declare las causas que lo impelen a la separación...
Cuando Jefferson hubo terminado de leer, se votó la aprobación del documento, que fue aceptado, y después los cincuenta y seis hombres presentes lo firmaron. Cada uno de ellos ponía en juego su propia vida con la decisión de estampar su firma en aquel papel.
Gracias a esa decisión una nación surgió a la existencia; una nación destinada a aportar para siempre a la humanidad el privilegio de tomar sus propias decisiones.
Al analizar los acontecimientos que condujeron a la Declaración de Independencia, podemos estar convencidos de que esta nación, que ahora ostenta una posición de respeto y poder entre todos los demás países del mundo, fue el fruto de la decisión de un equipo de trabajo compuesto por cincuenta y seis hombres. Observe bien el hecho de que su decisión fue lo que aseguró el éxito a los ejércitos de Washington, porque el espíritu de esa decisión estaba en el corazón de cada uno de los soldados que lucharon con él, y sirvió como un poder espiritual que no reconoce lo que es el fracaso.
Observe también (y para mayor beneficio personal) que el poder que dio la libertad a esta nación es el mismo poder que todo individuo ha tenido que utilizar para alcanzar su autodeterminación. Este poder está hecho a partir de los principios descritos en este libro.
No resulta difícil detectar, en la historia de la Declaración de Independencia, al menos seis de estos principios: deseo, decisión, fe, perseverancia, equipo de trabajo y planificación organizada.
A través de toda esta filosofía se encontrará la sugerencia de que el pensamiento, apoyado por un fuerte deseo, tiene una tendencia a transformarse en su equivalente físico. Tanto en esta historia como en la de la organización de la United States Steel Corporation se encuentra una descripción perfecta del método mediante el cual el pensamiento produce esta asombrosa transformación.
En su búsqueda del secreto del método, no espere milagro alguno, porque no lo hallará. Sólo encontrará las eternas leyes de la naturaleza. Esas leyes están disponibles para toda aquella persona que tenga la fe y el valor suficientes para utilizarlas. Pueden ser empleadas bien para aportar libertad a una nación bien para acumular riquezas.
Quienes toman decisiones con rapidez y de un modo definitivo saben muy bien lo que quieren, y, en general, lo consiguen. Los líderes en todos los campos de la vida son personas que deciden con rapidez y firmeza. Ésa es la razón principal por la que se han convertido en líderes. El mundo tiene la costumbre de abrir paso al hombre cuyas palabras y acciones muestran que sabe a dónde se dirige.