Antes de abandonar el tema de la perseverancia, haga un inventario de sí mismo y determine en qué aspecto particular, si es que hay alguno, le falta esta cualidad esencial.
Mídase a sí mismo con valentía, punto por punto, y determine cuántos, de los ocho factores de la perseverancia, le faltan. El análisis puede conducirle a descubrimientos que le proporcionarán una nueva comprensión de sí mismo.
Aquí encontrará a los verdaderos enemigos que se encuentran entre usted y un logro notable. No sólo hallará los
síntomas
que indican una debilidad de la perseverancia, sino también las causas subconscientes profundamente arraigadas de esta debilidad.
Estudie la lista con sumo cuidado y mírese a sí mismo con honestidad si desea realmente saber quién es usted, y qué se ve capaz de hacer. Éstas son las debilidades que deben dominar todos aquellos que acumulan riquezas:
Examinemos algunos de los síntomas del temor a la crítica. La mayoría de la gente permite que parientes, amigos y público en general influyan sobre ellos de tal modo que no son capaces de vivir su propia vida debido a su temor a la crítica.
Muchas personas cometen un error al casarse, pero aceptan la situación y llevan una vida miserable y desgraciada porque temen a la crítica que les ha rían si decidieran corregir el error. (Cualquiera que se haya sometido a esta forma de temor conoce muy bien el daño irreparable que causa, ya que destruye la ambición y el deseo de conseguir algo.) Millones de personas descuidan adquirir una educación adecuada porque, tras haber abandonado los estudios, temen a la crítica.
Incontables hombres y mujeres, tanto jóvenes como ancianos, permiten que los parientes echen a pique sus vidas en nombre del deber, porque temen a la crítica. (El deber no exige a ninguna persona que se someta a la destrucción de sus ambiciones personales y del derecho a vivir su vida a su manera.)
La gente se niega a correr riesgos en los negocios porque temen a la crítica que se les haría si fracasaran. En tales casos, el temor a la crítica es mucho más fuerte que el deseo de alcanzar el éxito.
Demasiadas personas se niegan a establecer objetivos elevados, e incluso descuidan el seleccionar una carrera, porque temen a la crítica de parientes y
amigos
, los cuales pueden decir:
No aspires tan alto, porque la gente pensará que estás loco
. Cuando Andrew Carnegie me sugirió que dedicara veinte años a la organización de una filosofía del logro individual, el primer impulso de mi pensamiento fue el temor a lo que la gente pudiera decir. La sugerencia me planteaba un objetivo que iba mucho más allá de todo lo que yo hubiera concebido. Con la rapidez de un rayo, mi mente empezó a buscar justificaciones y excusas, todas las cuales se remontaban al temor inherente a la crítica.
Dentro de mí, algo me dijo:
No puedes hacerlo, el trabajo es excesivo y exige demasiado tiempo, ¿qué pensarán tus parientes de ti? ¿Cómo te ganarás la vida? Nadie ha organizado jamás una filosofía del éxito, ¿qué derecho tienes a pensar que puedes hacerlo? ¿Quién eres tú, en cualquier caso, para apuntar tan alto? Recuerda tu humilde nacimiento, ¿qué sabes tú acerca de la filosofía? La gente pensará que estás loco (y lo pensaron), ¿por qué no lo ha hecho otra persona antes que tú?
. Estas y otras muchas preguntas cruzaron rápidamente por mi mente y exigieron mi atención. Parecía como si, de repente, todo el mundo hubiera vuelto su atención hacia mí, con el propósito de ridiculizarme para que abandonase todo deseo de llevar a cabo la sugerencia del señor Carnegie.
Dispuse de una excelente oportunidad, allí mismo, en ese momento, para matar toda ambición antes de recuperar el control sobre mí mismo. Más tarde, después de haber analizado a miles de personas, descubrí que casi todas las ideas nacen muertas, y necesitan que se les inyecte el aire de la vida por medio de planes definidos de acción inmediata. La mejor ocasión para cuidar una idea es el momento en que nace. Cada minuto que ésta vive le proporciona una mejor oportunidad de sobrevivir. El temor a la crítica se encuentra en el fondo de la destrucción de la mayoría de las ideas, que nunca alcanzarán la fase de planificación y puesta en práctica.
Muchas personas creen que el éxito material es el resultado de
casualidades
favorables. Hay una parte de verdad en esa creencia, pero quienes dependen por completo de la suerte casi siempre se verán desilusionados, porque pasan por alto otro factor importante que debe hallarse presente antes de que uno pueda estar seguro del éxito. Se trata del conocimiento mediante el que se pueden producir
casualidades
favorables.
Durante la Depresión, W. C. Fields, el comediante, perdió todo su dinero y se encontró sin ingresos, sin trabajo y habiendo perdido hasta los me dios de ganarse la subsistencia (el vaudeville). Además, contaba con más de sesenta años, edad a la que muchos hombres se consideran
viejos
. Él estaba tan ansioso por conseguir un regreso a los escenarios, que incluso se ofreció a trabajar gratis en un nuevo campo, el cine. Además de todos sus otros problemas, se cayó y se hirió en el cuello. Demasiadas cosas, las suficientes como para abandonar el lugar y dejarlo todo. Pero Fields perseveró. Sabía que si continuaba, antes o después, la
casualidad
se le presentaría, y lo hizo, pero no la casualidad.
Marie Dressler también se encontró en lo más bajo y arruinada; desaparecido todo su dinero, sin trabajo, cuando tenía unos sesenta años. Ella también buscó la
casualidad
y la encontró. Su perseverancia le produjo un éxito asombroso en el último período de su vida, mucho más allá de la edad en que la mayoría de los hombres y de las mujeres han abandonado ya su ambición de conseguir algo.
Eddie Cantor también perdió su dinero en el crash de la Bolsa de 1929, pero aún le quedaban la perseverancia y el valor. Dotado de estas dos armas, más dos ojos prominentes, se explotó a sí mismo hasta alcanzar unos ingresos de 10.000 dólares semanales. Desde luego, si uno tiene perseverancia se puede llegar muy lejos, incluso sin muchas de las otras cualidades.
La única
casualidad
en la que se puede confiar es aquella que uno ha sabido labrarse por sí mismo. Y eso es algo que se alcanza mediante la aplicación de la perseverancia. El punto de partida siempre es la definición del propósito.
Examine a las primeras cien personas que encuentre, pregúnteles qué es lo que más desean en la vida, y noventa y ocho de ellas le contestarán que no son capaces de decírselo. Si las presiona para que le den una respuesta, algunas de ellas dirán: seguridad; otras, dinero; unas pocas, felicidad; algunas otras, fama y poder; otras, reconocimiento social, una vida cómoda, habilidad para bailar, cantar o escribir. Pero ninguna de ellas será capaz de definir esos términos, o de ofrecer la menor indicación acerca de la existencia de un plan mediante el que confían alcanzar sus deseos, expresados de una forma tan vaga. Las riquezas no responden a los deseos, sólo a planes definidos, apoyados por deseos concretos, alcanzados a través de una constante perseverancia.
Hay cuatro pasos sencillos que conducen al hábito de la perseverancia. No exigen la posesión de una gran cantidad de inteligencia, ni una cantidad particular de educación, sino tiempo y esfuerzo mínimos. Los pasos necesarios son:
Estos cuatro pasos son esenciales para el éxito en todos los ámbitos de la vida. Todo el propósito de los trece principios de esta filosofía consiste en permitirle a uno dar estos cuatro pasos de forma que se conviertan en un hábito.
Son los pasos mediante los que uno puede controlar su propio destino económico.
Son los pasos que conducen a la libertad y a la independencia de pensamiento.
Son los pasos que conducen a las riquezas, en pequeñas cantidades, o en grandes.
Son los pasos que conducen al poder, la fama y el reconocimiento mundial.
Son los cuatro pasos que garantizan
casualidades
favorables.
Son los cuatro pasos que convierten los sueños en realidades físicas.
Son los cuatro pasos que conducen al dominio del temor, el desánimo y la indiferencia.
Hay una magnífica recompensa para todos aquellos que aprenden a dar estos cuatro pasos. Es el privilegio de escribir lo que ha de ser la propia vida, y de conseguir que ésta proporcione lo que se le pide.
¿Cuál es el poder místico que da a los hombres de perseverancia la capacidad para dominar las dificultades? ¿Acaso la cualidad de la perseverancia despierta en la mente de uno alguna forma de actividad espiritual, mental o química que le permite el acceso a fuerzas sobrenaturales? ¿Es que la Inteligencia Infinita se pone del lado de la persona que prosigue la lucha, aun después de que la batalla se ha perdido, a pesar de que todo el resto del mundo esté del lado opuesto?
Estas y otras muchas preguntas similares surgían en mi mente a medida que observaba a hombres como Henry Ford, que, empezando desde abajo, construyó un imperio industrial de enormes proporciones, contando al principio con poco más que una gran perseverancia. O como Thomas A. Edison que, con menos de tres meses de haber asistido a la escuela, se convirtió en el principal inventor mundial y consiguió que la perseverancia se transformara en el fonógrafo, la cámara de cine y la bombilla incandescente, por no referirnos a otro medio centenar de inventos muy útiles.
Tuve el feliz privilegio de analizar tanto al señor Edison como al señor Ford, año tras año, durante un largo período de tiempo, y, en consecuencia, dispuse de la oportunidad de estudiarlos de cerca, de modo que hablo por conocimiento personal cuando digo que no encontré en ninguno de ellos cualidad alguna, excepto la perseverancia, que explicara ni siquiera remotamente la gran fuente de la que sus estupendos logros procedían.
Cuando se lleva a cabo un estudio imparcial de los profetas, los filósofos, los hombres que producen milagros y los líderes religiosos del pasado, se llega a la inevitable conclusión de que la perseverancia, la concentración del esfuerzo y la definición del propósito fueron las grandes fuentes que les permitieron alcanzar sus logros.
Consideremos, por ejemplo, la extraña y fascinante historia de Mahoma; analicemos su vida, comparémosla con la de hombres de grandes logros en esta era actual de la industria y las finanzas, y observaremos que todos ellos tienen un rasgo común destacado: ¡la perseverancia!
Si está muy interesado en el estudio del extraño poder que proporciona potencia a la perseverancia, lea la biografía de Mahoma, en especial la escrita por Essad Bey. El siguiente y breve extracto del libro, publicado por Thomas Sugrue en el Herald Tribune, le ofrece una visión previa de lo mucho que les espera a quienes se tomen el tiempo de leer la historia completa de uno de los ejemplos más asombrosos del poder de la perseverancia conocido por la civilización.
El último gran profeta.
por Thomas Sugrue
Mahoma fue un profeta, pero jamás hizo milagros. No fue un místico; no poseía una educación formal; no inició su misión hasta que cumplió los cuarenta años. Cuando anunció que era el Mensajero de Dios, portador de la palabra de la religión verdadera, fue ridiculizado y tachado de lunático. Los niños se burlaban de él, y las mujeres le arrojaban basura. Fue desterrado de su ciudad natal, La Meca, y sus seguidores privados de sus bienes mundanos y enviados al desierto, tras él. Después de haber predicado durante diez años no tenía nada que mostrar excepto destierro, pobreza y ridículo. Sin embargo, antes de que otros diez años transcurrieran, se había convertido en el dictador de toda Arabia, en gobernante de La Meca, y en la cabeza de un nuevo mundo religioso que, con el tiempo, se extendería hasta el Danubio y los Pirineos, antes de agotar el impulso que él le proporcionó. Ese impulso fue de tres clases: el poder de las palabras, la eficacia de la oración y el parentesco del hombre con Dios.