Plataforma (29 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: Plataforma
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Miré con sorpresa los edificios neoclásicos, un poco kitsch, de los hoteles. Cuando llegamos al otro extremo, nos sentamos en unas rocas.

—Supongo que esa cita con el alemán era importante —dije—. Supongo que es el principio de un nuevo desafío.

—Es la última vez, Michel. Si esto nos sale bien, podremos estar tranquilos mucho tiempo.

Yo le lancé una mirada incrédula y un poco triste. No creía mucho en esa clase de argumentos, me recordaban a ciertos libros de historia, a las declaraciones de los políticos sobre
la guerra que pondría fin a todas las guerras
, la que llevaría a una paz definitiva.

—Tú misma me explicaste —dije con dulzura— que el capitalismo es, por principio, un estado de guerra permanente, una lucha perpetua que nunca tendrá fin.

—Es verdad —convino sin dudarlo—; pero no siempre tienen que luchar los mismos.

Una gaviota levantó el vuelo, tomó altura, se dirigió hacia el océano. Estábamos casi solos en aquel lado de la playa.

Dinard era una ciudad balnearia tranquila, por lo menos en aquella estación del año. Un perro labrador se acercó, nos olisqueó y luego volvió sobre sus pasos; no vi a sus amos.

—Te lo aseguro —insistió ella—. Si las cosas van tan bien como esperamos, podremos adaptar el concepto a muchísimos países. Sólo en América Latina tenemos Brasil, Venezuela, Costa Rica. También podremos abrir clubs en Camerún, Mozambique, Madagascar, las Seychelles. Y hasta en Asia hay posibilidades inmediatas: China, Vietnam, Camboya. En dos o tres años podemos ser una referencia indiscutible; y nadie se atreverá a invertir en el mismo mercado: esta vez la ventaja competitiva será nuestra.

No contesté, no se me ocurría qué contestarle; al fin y al cabo, la idea era en parte mía. La marea empezaba a subir; en la arena se abrían arroyuelos que venían a morir a nuestros pies.

—Además —continuó ella—, esta vez sí que vamos a pedir un buen paquete de acciones. Si tenemos éxito, no podrán negárnoslo. Y cuando uno es accionista, ya no tiene que luchar: son los demás los que luchan por ti.

Se quedó callada y me miró, vacilante. Lo que decía tenía sentido, tenía una cierta lógica. Se levantó un poco de viento; yo empezaba a tener hambre. El restaurante del hotel era delicioso: había mariscos fresquísimos, platos de pescado finos y sabrosos. Regresarnos andando por la arena húmeda.

—Yo tengo dinero… —dije de repente—. No olvides que yo tengo dinero.

Ella se quedó parada y me miró con sorpresa; yo no había previsto decir algo así.

—Sé que lo de ser una mujer mantenida ya no se lleva —continué, un poco cortado—. Pero nada nos obliga a hacer lo que hacen los demás.

Ella me miró tranquilamente a los ojos.

—Cuando cobres el dinero de la casa, tendrás unos tres millones de francos, como máximo… —dijo.

—Sí…, un poco menos.

—No es bastante. No del todo. Nos hace falta un pequeño suplemento.

Siguió andando, callada, durante un rato.

—Confía en mí… —dijo cuando cruzamos la puerta acristalada del restaurante.

Después de comer, antes de ir a la estación, pasamos por casa de los padres de Valérie. Ella les explicó que otra vez iba a tener muchísimo trabajo, y que lo más probable es que no pudiese volver hasta Navidad. Su padre la miró con una sonrisa resignada. Yo me dije que era una buena hija, una hija cariñosa y atenta; era también una amante sensual, voluptuosa y atrevida; y seguramente sería, llegado el caso, una madre amante y sensata. «
Sus pies son de oro fino, sus piernas como las columnas del templo de Jerusalén.
» Seguía preguntándome qué demonios había hecho para merecer a una mujer como Valérie. Probablemente nada. Observo el mundo, me dije; lo observo procediendo empíricamente, con buena fe; no puedo hacer otra cosa que observarlo.

12

El padre de Jean-Yves murió a finales de octubre. Audrey se negó a ir al entierro; él ya se lo esperaba, sólo se lo había pedido por principio. Iba a ser un entierro modesto: él era hijo único, habría poca familia, y en realidad ningún amigo. Saldría una breve necrológica en el boletín de antiguos alumnos de la Escuela de Ingenieros, y luego las huellas desaparecerían; en los últimos tiempos, ya no veía a nadie. Jean-Yves nunca había entendido muy bien qué le había empujado a jubilarse en aquella región sin interés, rural en el sentido más triste del término, con la que no tenía el menor vínculo. Seguramente un resto del masoquismo que lo había acompañado, más o menos, a lo largo de toda su vida. Después de unos estudios brillantes, se estancó en una carrera mortecina de ingeniero industrial. Aunque siempre había soñado con tener una hija, se limitó voluntariamente a un solo niño; según él, para darle una mejor educación; pero el argumento no se sostenía, tenía un sueldo bastante bueno. Daba la impresión de que, más que amar a su mujer, estaba acostumbrado a ella; puede que se sintiera orgulloso del éxito profesional de su hijo, pero lo cierto es que nunca hablaba del tema. No tenía hobbies ni verdaderas aficiones, salvo la cría de conejos y los crucigramas de
La République du Centre-Ouest
. No hay duda de que nos equivocamos al suponer en todo ser humano una pasión secreta, una parte de misterio, una leve locura; si el padre de Jean-Yves hubiera tenido que declarar sobre sus convicciones íntimas, lo más probable es que sólo hubiera podido hablar de una ligera decepción. De hecho, su frase favorita, la que Jean— Yves le había oído pronunciar más a menudo, la que mejor sintetizaba su experiencia de la condición humana, se limitaba a estas palabras: «Nos hacemos viejos.»

Su madre se mostró razonablemente afectada por el duelo —al fin y al cabo, era el compañero de toda una vida—, pero no parecía profundamente trastornada. «Había decaído mucho…», comentó. La causa de la muerte era tan imprecisa que podía hablarse de fatiga general, por no decir desánimo.

«Ya no le encontraba gusto a nada…», dijo también su madre. Ésa fue, poco más o menos, su oración fúnebre.

Desde luego, la ausencia de Audrey se notó, pero su madre no dijo nada durante la ceremonia. La cena fue frugal; de todos modos, nunca había sido buena cocinera. El sabía que ella iba a abordar el tema en algún momento. Dadas las circunstancias era bastante difícil esquivarlo, por ejemplo encendiendo el televisor, como tenía por costumbre. Su madre terminó de secar los platos y volvió a sentarse frente a él, apoyando los codos en la mesa.

—¿Cómo te va con tu mujer?

—No muy bien…

Habló durante unos minutos, hundiéndose poco a poco en sus dificultades; acabó diciendo que estaba pensando en divorciarse. Sabía que su madre odiaba a Audrey, a quien acusaba de privarla de sus nietos; cosa por otra parte cierta, aunque sus nietos tampoco tenían demasiadas ganas de verla.

Cierto que en otras condiciones podrían haberse acostumbrado, por lo menos Angélique; en su caso aún no era demasiado tarde. Pero habrían sido otras condiciones, otra vida, cosas difíciles de imaginar. Jean-Yves alzó los ojos hacia el rostro de su madre; miró el moño grisáceo, los rasgos severos: no era fácil sentir un impulso de ternura o afecto por aquella mujer; desde que podía recordar, ella nunca había sido dada a los
mimos
, y resultaba igualmente difícil imaginársela en el papel de amante sensual y
guarra
. De repente, se dio cuenta de que lo más probable es que le hubiera jodido la vida a su padre desde el principio. Fue una conmoción terrible, crispó las manos en el borde de la mesa: esta vez todo era demasiado irremediable, demasiado definitivo. Con desesperación, intentó recordar un momento en que hubiera visto a su padre sereno, contento, sinceramente feliz. Quizás una vez, cuando tenía cinco años y su padre intentaba enseñarle el funcionamiento de un Meccano. Sí, a su padre le gustaba la mecánica, le gustaba de verdad; recordaba su decepción cuando le anunció que iba a hacer estudios de comercio; tal vez aquello fuera suficiente, al fin y al cabo, para llenar una vida.

Al día siguiente dio una vuelta por el jardín, que en realidad le parecía bastante anónimo y no le traía ningún recuerdo de infancia. Los conejos daban vueltas nerviosamente en las jaulas, todavía no les habían dado de comer; su madre iba a venderlos enseguida, no le gustaba cuidarlos. En el fondo ellos eran los grandes perdedores del caso, las únicas víctimas reales de aquella muerte. Jean-Yves cogió un saco de granulado y lo echó a puñados en los comederos; por lo menos podía hacer aquello en memoria de su padre.

Se marchó pronto, justo antes del programa de Michel Drucker, pero eso no impidió que se metiera en un atasco interminable al llegar a Fontainebleau. Buscó diferentes emisoras en la radio, pero al final la apagó. De vez en cuando, la marea de vehículos avanzaba unos cuantos metros; sólo oía el ronroneo de los motores, el choque aislado de las gotas de lluvia contra el parabrisas. Su estado de ánimo casaba con aquella melancólica vacuidad. Lo único positivo del fin de semana, pensó, era que no tendría que ver a Johana; por fin se había decidido a despedir a la canguro. A la nueva, Eucharistie, se la había recomendado una vecina: era una chica nacida en Dahomey, seria, que iba bien en el colegio; estaba muy adelantada para sus quince años. Quería ser médico, quizás pediatra; en cualquier caso, los niños se le daban de maravilla. Conseguía arrancar a Nicolás de los juegos de vídeo y acostarlo antes de las diez, cosa que ellos no habían conseguido nunca. Era cariñosa con Angélique, le daba la merienda, la bañaba, jugaba con ella; y estaba claro que la cría la adoraba.

Llegó a eso de las diez y media, agotado del viaje; creía recordar que Audrey se había ido a pasar el fin de semana a Milán; cogería el avión de vuelta al día siguiente, por la mañana, e iría directamente al trabajo. Tras el divorcio no tendría el mismo nivel de vida, pensó Jean-Yves con una retorcida satisfacción; no era de extrañar que retrasara el momento de abordar el tema. Aunque por lo menos no llegaba al extremo de fingir impulsos de cariño o ternura; eso era un punto a su favor.

Eucharistie estaba sentada en el sofá, leyendo
La vida instrucciones de uso
de Georges Perec en edición de bolsillo; todo había ido bien. Aceptó un vaso de zumo de naranja; él se sirvió un coñac. En general, cuando él volvía, ella le contaba cómo había ido el día, lo que habían hecho los tres; luego, al cabo de unos minutos, se iba. Esta vez hizo lo mismo; Jean— Yves se sirvió otro coñac y se dio cuenta de que no había oído nada. «Mi padre ha muerto…», dijo en ese mismo momento.

Eucharistie se calló de golpe y le miró, vacilante; no sabía muy bien cómo reaccionar, pero estaba claro que había conseguido captar toda su atención. «Mis padres no eran felices juntos…», continuó él, y esta última afirmación era la peor de las dos: parecía negar su existencia, privarle en cierto modo del derecho a la vida. Él era fruto de una unión desgraciada, mal avenida, de algo que no habría debido ser. Miró con inquietud a su alrededor: en unos pocos meses, como mucho, dejaría aquel apartamento, no volvería a ver ni las cortinas ni los muebles; se diría que todo empezaba ya a deshilacharse, a perder consistencia. Podría haber estado en unos grandes almacenes después de la hora de cierre, o en la foto de un catálogo; en algo desprovisto de existencia real. Se levantó titubeando, se acercó a Eucharistie y la abrazó estrechamente.

Deslizó la mano bajo su jersey: la carne era palpitante, real.

Se rehizo enseguida y se quedó quieto, cortado. Ella dejó de resistirse y también se quedó quieta. Él la miró a los ojos y luego la besó en la boca. Ella respondió al beso, sus lenguas se tocaron. El subió la mano debajo del jersey, hasta los pechos.

Hicieron el amor sin decir una palabra, en el dormitorio; ella se desnudó rápidamente y luego se echó en la cama para que él la tomara. Aun después del orgasmo se quedaron unos minutos en silencio, y después evitaron mencionar lo ocurrido. Ella volvió a contarle cómo había ido el día, lo que había hecho con los niños; luego le dijo que no podía quedarse a dormir.

Durante las semanas siguientes volvieron a hacer el amor muchas veces, de hecho cada vez que ella iba a la casa. Él esperaba, vagamente, que ella abordase el tema de la
legitimidad
de su relación; al fin y al cabo ella sólo tenía quince años, y él treinta y cinco; apurando mucho, podría haber sido su padre.

Pero ella no parecía dispuesta a ver las cosas desde ese punto de vista: entonces, ¿desde qué punto de vista? Al final se dio cuenta, con emoción y gratitud: sencillamente, desde el punto de vista del
placer
. Obviamente su matrimonio le había desconectado, le había hecho perder contacto; había olvidado por completo que algunas mujeres, en ciertos casos, hacen el amor
por placer
. Él no era el primer hombre de Eucharistie, ya se había acostado con un chico el año anterior, un tipo del último curso al que después había perdido de vista; pero había cosas que no conocía, por ejemplo la felación. La primera vez, Jean— Yves se controló, no quería correrse en su boca; pero no tardó en darse cuenta de que a ella le gustaba o, más bien, que le divertía sentir la explosión de esperma. Por lo general, a él no le costaba nada llevarla al orgasmo, y sentía un placer inmenso al abrazar aquel cuerpo firme y flexible. Ella era inteligente, curiosa; se interesaba por su trabajo y le hacía muchas preguntas: tenía casi todo lo que a Audrey le faltaba. El mundo de la empresa era para ella un universo desconocido, exótico, cuyas costumbres intentaba comprender; no le habría hecho todas aquellas preguntas a su padre, que de todos modos no podría haberle contestado, porque trabajaba en un hospital público.

En resumen, que su relación, se decía él con una extraña sensación de relativismo, era una relación
equilibrada
. Menos mal que su primer hijo no había sido niña; dadas ciertas condiciones, no veía cómo —ni, sobre todo, por qué— evitar el incesto.

Tres semanas después de la primera vez, Eucharistie le dijo que había empezado a salir con un chico y que más valía que lo dejaran, porque las cosas se iban a poner más difíciles.

El debió de poner tal cara de pena que la siguiente vez que se vieron ella propuso seguir haciéndole mamadas. El no entendía muy bien por qué aquéllo era
menos grave
, pero la verdad es que había olvidado cómo pensaba y sentía a los quince años. Cuando él llegaba a casa, hablaban bastante rato de esto y de lo otro; siempre era ella la que decidía el momento.

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