Plataforma (30 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: Plataforma
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Se desnudaba hasta la cintura, se dejaba acariciar los pechos; luego él se apoyaba contra la pared y ella se arrodillaba delante de él. Por sus gemidos, ella adivinaba a la perfección el momento en que iba a correrse. Entonces apartaba la cara; con movimientos menudos y precisos guiaba su eyaculación, unas veces hacia sus pechos, otras hacia su boca. En aquellos instantes tenía una expresión juguetona, casi infantil; pensando en eso, él se decía con melancolía que su vida amorosa no había hecho más que empezar, que iba a hacer felices a muchos amantes; se habían cruzado, eso era todo, y ya era una suerte.

El segundo sábado, en el momento en que Eucharistie, con los ojos entrecerrados y la boca abierta, se la meneaba con entusiasmo, él vio de pronto a su hijo, que asomaba la cabeza por la puerta del salón. Se estremeció y apartó la mirada; cuando volvió a alzar los ojos, el niño había desaparecido. Eucharistie no se había dado cuenta de nada; le deslizó la mano entre los muslos y le apretó con delicadeza los testículos. El tuvo entonces una extraña sensación de inmovilidad.

Se dio cuenta de algo; fue como la revelación de un punto muerto. Había una gran confusión generacional, y la filiación ya no tenía sentido. Atrajo la boca de Eucharistie hacia su sexo; sin explicarse por qué, sentía que era la última vez, y necesitaba su boca. En cuanto ella cerró los labios él se corrió durante mucho tiempo, varias veces, empujando la polla hasta el fondo de la garganta de Eucharistie, estremeciéndose. Luego ella alzó los ojos hacia él; Jean-Yves tenía las manos sobre la cabeza de la chica. Ella cerró los ojos y siguió con su sexo en la boca unos dos o tres minutos, lamiéndole lentamente el glande. Un poco antes de que se marchara, él le dijo que ya no lo volverían a hacer. No sabía muy bien por qué; no cabía duda de que si su hijo hablaba, le perjudicaría en el proceso de divorcio; pero había algo más que no conseguía analizar. Me contó todo esto una semana más tarde, en un tono de autoacusación bastante penoso, y me pidió que no le dijera nada a Valérie. Me molestó un poco, la verdad, yo no veía para nada dónde estaba el problema; por mera amabilidad fingí que me interesaba, que pesaba los pros y los contras, pero no creía en absoluto en aquella situación, me parecía estar en un programa de Mireille Dumas.
[14]
Por el contrario, en el terreno profesional todo iba bien; me lo dijo con satisfacción. Unas semanas antes habían estado a punto de tener problemas con el club de Tailandia: para responder a las expectativas de los consumidores en ese destino, no había más remedio que instalar un bar de chicas y un salón de masajes; todo lo cual era un poco difícil de justificar dentro del presupuesto del hotel. Llamó por teléfono a Gottfried Rembke. El patrón de TUI encontró rápidamente una solución: tenía un socio
in situ
, un empresario chino en Phuket, que podía encargarse de construir un complejo turístico justo al lado del hotel. Por otra parte, el alemán parecía de muy buen humor, evidentemente las cosas iban viento en popa. A principios de noviembre, Jean-Yves recibió un ejemplar del catálogo destinado al público alemán; enseguida se dio cuenta de que no se habían andado con chiquitas. En todas las fotos, las chicas locales tenían los pechos desnudos, llevaban tangas minúsculos o faldas transparentes; se las veía en la playa o directamente en las habitaciones; sonreían con aire provocativo, se pasaban la lengua por los labios: era casi imposible no ver de qué iba aquello. Como le dijo a Valérie, una cosa así no habría colado en Francia. Era curioso observar, dijo como para sí mismo, que a pesar de que Europa se unía, de que la idea de una confederación de Estados estaba cada vez más presente, no se veía la menor uniformización en el terreno de la legislación de las costumbres. Mientras que la prostitución estaba reconocida en Alemania y en Holanda y tenía su propio estatuto, en Francia muchos pedían su abolición, incluso sanciones para los clientes, como en Suecia. Valérie le miró con sorpresa: estaba raro, hacía cada vez más reflexiones improductivas, sin objeto. Por su parte, ella cargaba con una enorme cantidad de trabajo, metódicamente, con fría determinación; a menudo tomaba decisiones sin consultarle. Pero en realidad no estaba acostumbrada a hacerlo, y a veces yo la veía perdida, llena de dudas; la dirección general no intervenía, les dejaba una completa iniciativa. «Están esperando, eso es todo; están esperando a ver si tenemos éxito o si nos estrellamos con todo el equipo», me confió un día con rabia contenida. Tenía razón, era evidente, no podía contradecirla; así estaba organizado el juego.

Yo no veía ninguna objeción a que la sexualidad entrara en la economía de mercado. Había muchas maneras de ganar dinero, honradas y deshonestas, cerebrales o, por el contrario, brutalmente físicas. Uno podía ganar dinero gracias a la inteligencia, el talento, la fuerza o el valor, o incluso la belleza; también podía tener un simple golpe de suerte. Lo más normal es que el dinero llegara por herencia, como en mi caso; entonces, el problema se trasladaba a la generación anterior.

Gente muy diferente había ganado dinero en todo el mundo: ex deportistas de alto nivel, gángsters, artistas, modelos, actores; un gran número de empresarios y financieros hábiles; también algunos técnicos y, con menos frecuencia, algunos inventores. A veces la gente ganaba dinero de forma mecánica, por pura acumulación; o, al contrario, gracias a un golpe de audacia coronado por el éxito. Nada de todo esto tenía el menor sentido, pero reflejaba una gran diversidad. Por el contrario, los criterios de la elección sexual eran exageradamente simples: se reducían a la juventud y a la belleza física. Cierto que estas características tenían un precio, pero no un precio infinito. Claro, la situación era muy distinta en siglos precedentes, en la época en que la sexualidad seguía fundamentalmente vinculada a la reproducción. Para mantener el valor genético de la especie, la humanidad tenía que tener en cuenta entonces ciertos criterio de salud, fuerza, juventud, vigor físico; la belleza sólo era una síntesis práctica. Actualmente, el reparto de cartas era diferente: la belleza no había perdido el menor valor, pero se trataba de un valor provechoso, narcisista. No había duda de que si la sexualidad tenía que entrar en el sector de los bienes de cambio, la mejor solución era apelar al dinero, ese mediador universal que ya permitía una equivalencia concreta con la inteligencia, el talento y la competencia técnica; que ya garantizaba una perfecta homogeneización de las opiniones, los gustos, los modos de vida. Al contrario que los aristócratas, los ricos no pretendían ser de naturaleza distinta al resto de la población; simplemente pretendían ser más ricos. El dinero era una noción abstracta en la que no intervenía la raza, el aspecto físico, la edad, la inteligencia o la distinción; ni nada que no fuera el dinero mismo, en realidad. Mis antepasados europeos habían trabajado duro durante varios siglos; se habían propuesto dominar y luego transformar el mundo, y en cierta medida lo habían conseguido. Lo habían hecho por intereses económicos y por amor al trabajo, pero también porque creían en la superioridad de su civilización: habían inventado el sueño, el progreso, la utopía, el futuro.

Esa conciencia de misión civilizadora se había evaporado a lo largo del siglo XX. Los europeos, o por lo menos algunos de ellos, seguían trabajando, y a veces trabajando duro; pero lo hacían por interés o por un apego neurótico a su trabajo; la conciencia inocente de su derecho natural a dominar el mundo y a dirigir su historia había desaparecido. Como consecuencia de los esfuerzos acumulados, Europa seguía siendo un continente rico; pero estaba claro que yo había perdido esas cualidades de inteligencia y de obstinación que caracterizaban a mis antepasados. Como europeo acomodado, yo podía adquirir a un precio menor, en otros países, alimentos, servicios y mujeres; como europeo decadente, consciente de la cercanía de la muerte y en plena posesión de mi egoísmo, no veía el más mínimo motivo para privarme de todo eso. Sin embargo, era consciente de que una situación semejante era apenas sostenible, que la gente como yo era incapaz de garantizar la supervivencia de una sociedad, que incluso era, pura y simplemente, indigna de vivir. Vendrían cambios, ya estaban ocurriendo, pero yo no conseguía sentirme realmente afectado; mi única motivación auténtica consistía en librarme de toda aquella mierda lo más deprisa posible. Noviembre era frío, desapacible; en los últimos tiempos ya no leía tanto a Auguste Comte. Mi mayor distracción, cuando Valérie no estaba, consistía en mirar el movimiento de las nubes a través del ventanal. Al caer la tarde, inmensas bandadas de estorninos sobrevolaban Gentilly, describiendo espirales y planos inclinados en el cielo; me sentía bastante tentado a darles un sentido, a interpretarlos como el augurio de un apocalipsis.

13

Una noche, al salir del trabajo, me encontré a Lionel; no le había vuelto a ver desde el circuito «Trópico tailandés», casi un año antes. Sin embargo, lo raro es que le reconocí enseguida. Me sorprendió un poco que me hubiera causado una impresión tan fuerte; ni siquiera recordaba haberle dirigido la palabra durante el viaje.

Todo iba bien, me dijo. Un gran disco de algodón le tapaba el ojo derecho. Había tenido un accidente de trabajo, algo había explotado; pero estaba bien, le habían operado a tiempo, iba a recobrar un cincuenta por ciento de visión. Le invité a tomar algo en un café cerca del Palais-Royal. Me pregunté si, llegado el caso, también reconocería a Robert, a Josiane, a los demás miembros del grupo; seguramente sí. Era una idea un poco triste; mi memoria no paraba de acumular información casi completamente inútil. Como buen ser humano, tenía una enorme capacidad para el reconocimiento y almacenamiento de las imágenes de otros seres humanos.
Nada es más útil para el hombre que el hombre mismo
. No entendía muy bien por qué había invitado a Lionel; estaba claro que la conversación se iba a estancar. Para salvarla un poco, le pregunté si había tenido ocasión de volver a Tailandia. No, y no por falta de ganas, pero desgraciadamente el viaje salía un poco caro. ¿Había vuelto a ver a alguno de nuestros compañeros? No, a ninguno. Yo le dije entonces que había vuelto a ver a Valérie, de quien a lo mejor se acordaba, y que de hecho vivíamos juntos. Pareció alegrarse de la noticia; estaba claro que le habíamos causado una buena impresión. No tenía oportunidad de viajar mucho, me dijo, y aquellas vacaciones en Tailandia eran uno de sus mejores recuerdos. Me empezó a emocionar su sencillez, su ingenuo deseo de ser feliz. Y entonces tuve un impulso que, incluso pensándolo ahora, me siento inclinado a calificar de
bueno
. En conjunto, yo no soy bueno, no es uno de los rasgos de mi carácter. Lo humanitario me da asco, y por lo general la suerte de los demás me importa un bledo; ni siquiera recuerdo haber experimentado alguna vez el menor sentimiento de
solidaridad
. Y aun así, esa tarde le expliqué a Lionel que Valérie trabajaba en el sector turístico, que su empresa estaba a punto de abrir un nuevo club en Krabi, y que podía conseguirle fácilmente una semana de estancia con un descuento del cincuenta por ciento.

Obviamente, me lo acababa de inventar, pero había decidido pagar la diferencia de mi bolsillo. Quizás intentaba, en cierto modo, dármelas de listo, pero creo que también deseaba sinceramente que pudiera sentir otra vez el placer entre las manos expertas de las jóvenes prostitutas tailandesas, aunque sólo fuera por una semana.

Cuando le conté el encuentro a Valérie, ella me miró con cierta perplejidad; ni siquiera se acordaba de Lionel. Ese era el problema de aquel chico; no era mal tipo, pero no tenía ninguna personalidad; era demasiado reservado, demasiado humilde, a cualquiera le hubiera costado recordarlo.

—Bueno… —dijo Valérie—, si te ha dado por ahí… Aunque no va a tener que pagar ni el cincuenta por ciento; iba a decírtelo, nos van a dar invitaciones para la semana de la inauguración, la del primero de enero.

Llamé a Lionel a la mañana siguiente para decirle que la estancia sería gratuita; aquello fue demasiado, no me creía, incluso me costó un poco convencerlo de que aceptara.

Ese mismo día recibí la visita de una joven artista que vino a enseñarme su trabajo. Se llamaba Sandra Heksjtovoian, algo así, en cualquier caso un nombre del que yo no me iba a acordar; si hubiera sido su agente, le habría aconsejado que se lo cambiara por Sandra Hallyday. Era una chica muy joven, con pantalón y camiseta, bastante corriente, con la cara un poco redonda y el pelo corto y rizado; había estudiado Bellas Artes en Caen. Trabajaba solamente con su cuerpo, me dijo; la miré con inquietud mientras abría el portafolios. Esperaba que no me sacara fotos de cirugía estética del dedo gordo del pie o algo por el estilo, estaba un poco hasta las cejas de esas historias. Pero no, me tendió unas postales en las que había impreso la huella de su coño empapado en pintura de diferentes colores. Elegí una turquesa y una malva; lamenté un poco no poder darle a cambio unas fotos de mi polla. La cosa era simpática, pero en fin, creía recordar que Yves Klein ya había hecho cosas semejantes hacía más de cuarenta años; no me iba a resultar muy fácil defender su trabajo. Claro, claro, asintió ella, había que tomárselo como un
ejercicio de estilo
. Entonces sacó de un embalaje de cartón una obra más compleja, compuesta por dos ruedas de distintos tamaños unidas por una delgada cinta de goma; una manivela permitía arrastrar el dispositivo. La cinta de goma estaba cubierta de pequeñas protuberancias de plástico, de forma más o menos piramidal. Yo accioné la manivela y pasé un dedo por la cinta en movimiento; el roce no era desagradable.

—Son vaciados de mi clítoris —explicó la chica. Yo retiré el dedo de inmediato, y ella continuó—: Hice fotos con un endoscopio en el momento de la erección, y luego lo pasé todo al ordenador. Reconstruí el volumen con un programa de 3—D, luego modelé el resultado en
ray-tracingy
mandé los datos a la fábrica.

Me daba la impresión de que se dejaba llevar un poco por los aspectos técnicos. Le di otra vez a la manivela, casi maquinalmente.

—Dan ganas de tocar, ¿verdad? — dijo ella, satisfecha—. Se me ha ocurrido poner una resistencia para que se encienda una bombillita. ¿Qué opina usted?

En realidad yo no estaba a favor, me parecía que así se cargaría la sencillez del concepto. Para ser una artista contemporánea, la chica era bastante simpática; me estaban dando ganas de proponerle que se acostara con nosotros una noche, seguro que Valérie y ella se caerían bien. Me di cuenta justo a tiempo de que, en mi posición, aquello podía considerarse acoso sexual; miré el dispositivo con desánimo.

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