Plataforma (32 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: Plataforma
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Después de secarnos nos tumbamos en una enorme cama redonda, con dos tercios de su circunferencia rodeados de espejos. Una de las chicas lamió a Valérie, llevándola sin dificultad al orgasmo; yo estaba arrodillado encima de su cara, y la otra chica me lamía los cojones y la polla. Cuando vio que iba a correrme, Valérie les hizo una seña a las chicas para que se acercaran un poco más: mientras la primera me lamía los huevos, la otra besó a Valérie en la boca; eyaculé sobre sus labios unidos.

La mayoría de los invitados a la cena de Nochevieja eran tailandeses, más o menos vinculados a la industria turística local. Ningún directivo de Aurore estaba presente; el patrón de TUI tampoco había podido desplazarse, aunque había delegado en un subordinado que obviamente no tenía ningún poder, pero que estaba encantado con la limosna. El buffet era exquisito, compuesto por platos tailandeses y chinos. Había pequeños nems crujientes con albahaca y citronela, buñuelos de enredadera de agua, curry de cangrejos con leche de coco, arroz salteado con nueces y almendras, un pato laqueado increíblemente tierno y sabroso. Se habían importado vinos franceses para la ocasión. Charlé unos minutos con Lionel, que parecía henchido de felicidad. Le acompañaba una chica encantadora de Chiang Mai, que se llamaba Kim. Se habían conocido la primera noche en un bar topless y estaban juntos desde entonces; él se la comía con los ojos, la trataba con adoración. Yo entendía muy bien que esa criatura delicada, de una gracia casi irreal, hubiera seducido a ese chico regordete; no veía cómo hubiera podido encontrar una mujer parecida en su país. Me dije que aquellas putitas tailandesas eran una bendición; un don del cielo, ni más ni menos. Kim hablaba un poco de francés. Ya había estado una vez en París, dijo Lionel, maravillado; su hermana se había casado con un francés.

—¿Ah, sí? — dije—. ¿Y qué hace él?

—Es médico… —Lionel se ensombreció un poco—. Claro, conmigo no podría tener el mismo nivel de vida.

—Tienes un trabajo fijo… —contesté con optimismo—.

Todos los tailandeses sueñan con ser funcionarios.

El me miró con cierta duda. Sin embargo era verdad, la función pública ejercía una sorprendente fascinación sobre los tailandeses. Cierto que en Tailandia los funcionarios son corruptos; no sólo tienen un trabajo seguro, sino que encima son ricos. Se puede tener todo.

—Que pases una buena noche… —dije, y me dirigí al bar.

—Gracias… —contestó él, y enrojeció.

No sé por qué me había dado en ese momento por jugar
al hombre que sabe de la vida
; obviamente, me estaba haciendo viejo. Pero la verdad es que tenía dudas sobre aquella chica: por lo general, las tailandesas del norte son muy hermosas, pero a veces tienen la belleza demasiado en cuenta. Se pasan la vida mirándose al espejo, plenamente conscientes de que esa belleza es, en sí misma, una ventaja económica decisiva, y se convierten en seres caprichosos e inútiles. Por otra parte, al contrario que una preciosidad occidental, Kim no podía darse cuenta de que Lionel era un
pedorro
. Los criterios principales de la belleza física son la juventud, la ausencia de malformaciones y la conformidad general con las normas de la especie; y está claro que son universales. Una chica de otra cultura no puede apreciar con tanta facilidad los criterios secundarios, vagos y relativos. Para Lionel, el exotismo era una buena elección; lo más probable es que fuera la única. En fin, me dije que había hecho todo lo que podía para ayudarle.

Con la copa de Saint-Estèphe en la mano, me senté en una banqueta a mirar las estrellas. El año 2002 marcaría la entrada de Francia en la unión monetaria europea, entre otras cosas: también se celebrarían el mundial de fútbol, las elecciones presidenciales; diferentes acontecimientos de gran repercusión en los medios de comunicación. La luna iluminaba los islotes rocosos de la bahía; sabía que a medianoche habría fuegos artificiales. Unos minutos más tarde, Valérie vino a sentarse a mi lado. Yo le rodeé la cintura con el brazo y apoyé la cabeza en su hombro; apenas veía su cara, pero reconocía el olor, la textura de la piel. Cuando estalló el primer cohete, me di cuenta de que llevaba el mismo vestido verde, ligeramente transparente, que se había puesto un año antes, en la fiesta de Nochevieja de Koh Phi Phi; sentí una emoción extraña cuando me besó en los labios, como si algo hubiera trastocado el orden del mundo. Curiosamente, y sin haberlo merecido lo más mínimo, había tenido una segunda oportunidad. Es muy raro que la vida nos dé una segunda oportunidad; va en contra de todas las leyes. La abracé con fuerza; sentía unas súbitas ganas de echarme a llorar.

15

Si el amor no puede dominar, ¿cómo va a hacerlo el espíritu? La supremacía práctica per-tenece a la actividad.

AUGUSTE COMTE

El barco surcaba la inmensidad turquesa, y yo no tenía que preocuparme de nada. Habíamos salido temprano hacia Koh Maya, navegando entre los arrecifes de coral y los enormes islotes calcáreos. Algunos tenían forma de anillo, se podía llegar a la laguna central por un estrecho canal cavado en la roca. Dentro de los islotes, el agua estaba inmóvil, y era de un verde esmeralda. El piloto apagaba el motor. Valérie me miraba; no hablábamos, ni nos movíamos; los instantes pasaban en un silencio absoluto.

Desembarcamos en la isla de Koh Maya, en una bahía protegida por altos muros de piedra. La playa, de unos cien metros de largo, se extendía al pie de los acantilados, delgada y curva. El sol estaba alto, ya eran las once de la mañana. El piloto arrancó y se marchó rumbo a Krabi; vendría a recogernos a la caída de la tarde. En cuanto cruzó la entrada de la bahía, el ruido del motor dejó de oírse.

Aparte del acto sexual, hay pocos momentos en la vida en los que el cuerpo exulte con la simple felicidad de vivir, se llene de alegría con el simple hecho de su presencia en el mundo; mi primer día del año estuvo compuesto de momentos así. No recuerdo otra cosa que aquella plenitud. Probablemente nos bañamos, tomamos el sol, hicimos el amor.

No creo que habláramos ni que explorásemos la isla. Recuerdo el olor de Valérie, el sabor de la sal que se secaba en su sexo; recuerdo haberme quedado dormido dentro de ella, y que sus contracciones me despertaron.

El barco nos recogió a las cinco. En la terraza del hotel, que dominaba la bahía, me tomé un Campari, y Valérie un Mai Thai. Los islotes calcáreos parecían casi negros en la luz anaranjada. Los últimos bañistas regresaban con la toalla al brazo. A unos metros de la orilla, abrazada en el agua tibia, una pareja hacía el amor. Los rayos del sol poniente iluminaban el tejado dorado de una pagoda, a media altura. Una campana repicó varias veces en el aire apacible. Es una costumbre budista: cuando alguien lleva a cabo una acción meritoria, se conmemora haciendo sonar la campana de un templo; una religión que hace resonar por el aire el testimonio de las buenas acciones humanas es una hermosa religión.

—Michel… —dijo Valérie tras un largo silencio, mirándome a los ojos—. Tengo ganas de quedarme aquí.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero quedarme definitivamente. Lo he pensado esta tarde, al volver, y es posible. Basta con que me nombren responsable del complejo. Tengo el diploma y las competencias necesarias.

La miré sin decir nada; ella me cogió la mano.

—Pero tú tendrías que dejar tu trabajo. ¿Lo harías?

—Sí. — No creo que tardase ni un segundo en contestar, sin sombra de duda; nunca había tomado una decisión tan fácil.

Vimos a Jean-Yves cuando salía del salón de masajes.

Valérie le hizo una seña y él vino a sentarse a nuestra mesa; ella le explicó de inmediato el proyecto.

—Bueno… —vaciló él—, supongo que es posible. Claro que Aurore se va a quedar un poco sorprendida, porque lo que pides es un retroceso en tu carrera. Sólo cobrarías la mitad del sueldo; no se podría hacer otra cosa, teniendo en cuenta a los demás.

—Lo sé —dijo ella—. Me da igual.

Él la miró otra vez y sacudió la cabeza con asombro.

—Si lo has decidido… —dijo—. Si eso es lo que quieres…

Al fin y al cabo —añadió, como si acabara de darse cuenta—, soy yo quien dirige Eldorador; tengo derecho a nombrar a los gerentes como me parezca conveniente.

—Entonces, ¿estarías de acuerdo?

—Sí…, sí, no puedo impedírtelo.

Sentir que la vida cambia de sentido es una sensación curiosa; basta con quedarse ahí, sin hacer nada, y sentir cómo todo da la vuelta. Durante toda la cena estuve callado, pensativo, hasta el punto de que Valérie empezó a preocuparse.

—¿Estás seguro de que quieres hacerlo? — me preguntó—, ¿Estás seguro de que no echarás de menos Francia?

—No, no voy a echar de menos nada.

—Aquí no hay distracciones, ni vida cultural.

Yo era consciente de eso; cada vez que me había parado a pensarlo, la cultura me parecía una compensación necesaria ligada a la infelicidad de nuestras vidas. Tal vez se podría imaginar una cultura de otro tipo, vinculada a la celebración y al lirismo, que se desarrollaría en un estado de felicidad; pero no estaba seguro, y me parecía una consideración teórica que ya no tenía mucha importancia para mí.

—Tenemos TV5… —dije con indiferencia. Ella sonrió; todo el mundo sabe que TV5 es una de las peores cadenas televisivas del mundo.

—¿Estás seguro de que no vas a aburrirte? — insistió ella.

Yo había conocido el sufrimiento, la opresión, la angustia; pero nunca me había aburrido. No veía ninguna objeción a la eterna, estúpida repetición de lo mismo. Claro, tampoco me hacía ilusiones de llegar a ese estado; sabía que la desgracia tiene buena salud, que es ingeniosa y tenaz; pero en cualquier caso era una perspectiva que no me preocupaba en absoluto. De niño, podía pasarme horas contando tréboles en un prado: en todos aquellos años de búsqueda, nunca encontré un trébol de cuatro hojas; no me sentía decepcionado ni amargado por ello; en realidad, igual podría haber contado briznas de hierba: todos aquellos tréboles de tres hojas me parecían eternamente idénticos, eternamente maravillosos. Un día, a los doce años, subí a lo alto de un pilón eléctrico, en las montañas. Mientras subía, no miré abajo ni una sola vez. Al llegar arriba, a la plataforma, bajar me pareció complicado y peligroso. Las cadenas montañosas se extendían hasta donde llegaba la vista, coronadas de nieves eternas. Habría sido mucho más sencillo quedarse allí, o saltar. Me retuvo,
in extremis
, la idea de estrellarme; pero si no, creo que habría disfrutado eternamente del vuelo.

Al día siguiente conocí a Andreas, un alemán que llevaba diez años viviendo en la región. Era traductor, me explicó, lo que le permitía trabajar solo; regresaba a Alemania una vez al año, durante la Feria del Libro de Frankfurt; cuando tenía que consultar cualquier cosa, lo hacía a través de Internet. Había tenido la suerte de traducir muchos best-sellers norteamericanos, entre ellos
La tapadera
, lo que le aseguraba unos buenos ingresos; la vida no era muy cara en aquel rincón del mundo. Hasta ahora casi no había turismo, le había sorprendido ver llegar de repente a todos aquellos compatriotas; había recibido la noticia sin entusiasmo, pero sin verdadero disgusto. De hecho, sus lazos con Alemania se habían vuelto muy tenues, aunque su oficio le obligase a practicar constantemente el idioma. Se había casado con una tailandesa que había conocido en un salón de masajes, y ya tenían dos hijos.

—¿Es fácil tener…, ejem…, niños aquí? — pregunté. Me daba la impresión de estar haciendo una pregunta incongruente, del tipo de si era fácil comprar un perro. La verdad es que siempre había sentido cierta repugnancia por los niños pequeños; hasta donde yo sabía, eran monstruitos feos que cagaban sin control y lanzaban aullidos insoportables; la idea de tener uno nunca se me había pasado por la cabeza.

Pero sabía que la mayoría de las parejas lo
hacen
; no estaba seguro de si se arrepentían, pero en cualquier caso no se atrevían a quejarse. En el fondo, me dije, paseando la mirada por el complejo de vacaciones, en un sitio tan grande tal vez fuera posible: corretearía entre los bungalows, jugaría con palitos de madera o algo así.

Según Andreas, sí, era especialmente fácil tener hijos allí; había un colegio en Krabi, incluso se podía ir andando. Y los niños tailandeses eran muy diferentes de los niños europeos, mucho menos coléricos y caprichosos. Sentían por sus padres un respeto que rayaba en la veneración, era algo completamente natural, formaba parte de su cultura. Cuando iba a visitar a su hermana en Dusseldorf, el comportamiento de sus sobrinos lo dejaba literalmente pasmado.

Yo sólo estaba convencido a medias del funcionamiento de esa asimilación cultural; para tranquilizarme, me dije que Valérie sólo tenía veintiocho años y que normalmente a las mujeres les da por ahí a los treinta y cinco, poco más o menos; pero bueno, si era necesario tendríamos un hijo: sabía que antes o después a ella se le ocurriría la idea, era inevitable. Al fin y al cabo un niño era como un animalito, aunque con tendencias malignas; un poco, digamos, como un monito. Me dije que hasta podía tener ventajas; a lo mejor podía enseñarle a jugar a Mille Bornes. Yo sentía por ese juego verdadera pasión, en general insatisfecha; ¿a quién le iba a proponer una partida? Desde luego, no a mis colegas de trabajo; ni a los artistas que venían a enseñarme sus proyectos.

¿A Andreas, quizás? Lo juzgué rápidamente con la mirada: no, no encajaba con el juego. Aunque parecía serio e inteligente; era una relación que merecía la pena cultivar.

—¿Está pensando en quedarse de manera… definitiva?

—me preguntó.

—Sí, definitiva.

—Más vale ver las cosas así —contestó, asintiendo con la cabeza—. Es muy difícil marcharse de Tailandia; sé que si tuviera que hacerlo ahora, me costaría mucho superarlo.

16

Los días pasaron con una rapidez aterradora; teníamos que volver el 5 de enero. La noche anterior nos encontramos con Jean-Yves en el restaurante principal. Lionel había declinado la invitación; iba a ver bailar a Kim. «Me gusta verla bailar casi desnuda delante de los hombres…», nos dijo. «Sabiendo que luego será para mí.» Jean-Yves le miró alejarse.

—Pues sí que aprende deprisa, el empleado del gas… —dijo, sarcástico—. Está descubriendo la perversión.

—No te burles… —protestó Valérie—. Creo que ya entiendo lo qué ves en él —añadió volviéndose hacia mí—. Ese chico es enternecedor. En todo caso, estoy segura de que está pasando unas vacaciones espléndidas.

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